Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG) – Universidad de Buenos Aires / CONICET
* caruncholucia@gmail.com
Recibido: 4 de septiembre de 2021
Aceptado: 30 de octubre de 2021
DOI: 10.46553/colec.33.1.2022.p141-188
Resumen: A partir del institucionalismo histórico, este artículo procura explicar las diferencias entre los estilos de los liderazgos presidenciales en Argentina y Brasil tras la restauración de sus democracias. En concreto, el de Mauricio Macri (2015-2019) –“no-militarista”– y Jair Bolsonaro (2019-actualidad) –“militarista”–. Sugiere que las ideas, valores y comportamientos heredados de coyunturas críticas (la fundación de los Estados Nación y las transiciones democráticas) marcan un umbral respecto de lo que es socialmente admitido en cada país y, consecuentemente, contribuyen a moldear los estilos que los líderes pueden adoptar si quieren conseguir amplios apoyos sociales, sobre todo si se entiende al liderazgo como un tipo particular de relación social.
Palabras clave: Argentina; Brasil; coyunturas críticas; liderazgos; tolerancia social
THE LIMITS OF LEADERSHIP: ARGENTINA AND BRAZIL IN HISTORICAL PERSPECTIVE
Abstract: From the historical institutionalism perspective, this article attempts to explain the differences between the styles of presidential leadership in Argentina and in Brazil after the restoration of their democracies. Specifically, that of Mauricio Macri (2015-2019) – “non-militarist” – and Jair Bolsonaro (2019-present) militarist”–. It suggests that the ideas, values and behaviors inherited from critical junctures (the founding of Nation States and democratic transitions) mark a threshold to what is socially admitted in each country and, consequently, contribute to shape the styles that leaders can adopt if they want to gain broad social support, especially if leadership is understand as a particular type of social relationship.
Keywords: Argentina; Brazil; Critical Junctures; Leaderships; Social Tolerance
I. Introducción
En la última década, la popularidad que han ganado líderes como Beppe Grillo en Italia o Marine Le Pen en Francia y la llegada al poder de presidentes como Mauricio Macri (presidente argentino entre 2015-2019), Donald Trump (presidente en Estados Unidos entre 2016-2020) y Jair Bolsonaro (actual presidente de Brasil), llaman la atención sobre sus estilos y su potencial para atraer amplios apoyos sociales. Dichos líderes[1] –habitualmente vinculados con la “nueva derecha” (Alenda 2020)– comparten una serie de características, entre ellas, emergieron en contextos de crisis socioeconómicas y creciente polarización política y construyeron su identidad en base a temas “programáticos no redistributivos” (Luna y Rovira Kaltwasser 2014, 14) (como la honestidad, la eficiencia, el bienestar y/o el medio ambiente[2]) que los han ayudado a llegar a un electorado policlasista (Luna y Rovira Kaltwasser 2014; Middlebrook 2000; Gibson 1996)– y a captar el vasto voto del ciudadano desconfiado o decepcionado de la política. Es decir, aquel que elige más “en oposición a” un partido o candidato que “a favor de”[3]. Más allá de estos atributos en común, dichos líderes expresan ciertas diferencias (tanto en sus posiciones redistributivas como en sus manifestaciones socioculturales) entre las que interesa remarcar sus estilos de liderazgo[4]. Por ejemplo, mientras Donald Trump o Jair Bolsonaro son caracterizados como líderes “reaccionarios” (Norris e Inglehart 2019; Hunter y Power 2019) y “autoritarios” (Norris e Inglehart 2019) –entre otras cuestiones, por su discurso predominantemente racista y xenófobo–, otros, como Mauricio Macri, son caracterizados como “liberales” y “moderados” (Casullo 2019; Vommaro 2017; Vommaro y Morresi 2015; 2016) –debido a su recurrente apelación a la gestión y al diálogo–. Así, lejos de constituir un bloque monolítico, estos liderazgos que el artículo prefiere llamar “de alteridad” (en la medida en que su identidad se basa más en una común oposición[5] que en una identidad política compartida[6]), presentan divergencias que tienen efectos sustantivos sobre la calidad de las democracias. Dicha caracterización, no niega la utilidad de las categorías ideológicas, pero la dificultad para delimitarlas a contenidos socioculturales y posiciones económico-distributivas precisas[7] y relativamente estables[8] además de su debilidad para organizar la competencia política latinoamericana[9] obstruye, en esta instancia, la precisión y claridad expositiva[10].
En general, los –y las[11]– especialistas recurren a dos aspectos más relevantes para explicar el desarrollo y estilo de los liderazgos de alteridad. En primer lugar, el enfoque institucionalista vinculado con los diseños y características de las instituciones formales (en particular, la forma de gobierno, los sistemas de partidos y los sistemas electorales). Sostienen que su desarrollo es más común en países con sistemas políticos débilmente institucionalizados –es decir, países con partidos y sistemas de partidos menos arraigados en la sociedad, una comunidad política y unas instituciones donde prevalece la informalidad de las normas y las relaciones, además de déficits de gobernabilidad y ciclos políticos predominantemente inestables (Mainwaring 2018; Mainwaring y Scully 1996)–. El argumento es que la debilidad de los constreñimientos formales (como las reglas que regulan la nominación de candidatos) contribuye a que los líderes tengan mayor capacidad para concentrar el poder, tomar decisiones e imponer sus propios estilos por fuera de ataduras partidarias (Diamint y Tedesco 2019; Mainwaring 2018; Mainwaring y Scully 1996). No obstante, este enfoque no muestra por qué estos líderes emergen en países con diferentes diseños institucionales vinculados tanto con los niveles de institucionalización del sistema político –por ejemplo, Estados Unidos, mayormente institucionalizado; y Brasil, débilmente institucionalizado (Mainwaring, Power y Bizzarro 2018)– como con las formas de gobierno –presidencialista en el caso de Estados Unidos y América Latina y parlamentaria en los casos europeos– y sus sistemas electorales. En este sentido, tampoco explican por qué sus estilos difieren.
En segundo lugar, están los estudios que enfatizan en los climas políticos mundiales, regionales y/o en los escenarios coyunturales. Argumentan que la actual crisis de representación favorece el desarrollo de líderes que se presentan por fuera de identidades políticas precisas para evitar ser asociados a la imagen negativa del ámbito político. Así, al ubicarse simbólicamente por fuera de ese ámbito, procuran empatizar con el “ciudadano común” a través de discursos de “proximidad” basados en temas generales, narrativas emotivas y experiencias privadas que fomentan una comunicación de carácter “intimista” (Annunziata, Ariza y March 2018, 72-75). Si bien esta perspectiva permite comprender en mayor medida la emergencia y desarrollo de dichos liderazgos (además de aportar al enfoque institucionalista) es insuficiente por sí sola para explicar por qué frente a los mismos climas políticos regionales y ante similares escenarios coyunturales (crisis económica, descontento popular, manifestaciones sociales, cuestionamiento de los oficialismos nacionales, polarización política, escándalos de corrupción) los líderes emergentes de dichos procesos difieren. Frente a esta discusión, este artículo se interesa por las diferencias entre los estilos de liderazgo de Mauricio Macri y Jair Bolsonaro.
Respecto de Macri[12], constituye un liderazgo emergente de la crisis argentina de 2001, en el marco de un fuerte cuestionamiento hacia los políticos en general. Desde entonces, se presentó como un líder outsider (por su pasado empresarial), representante de una “nueva política” (basada en el diálogo, la eficacia y honestidad) y de los valores “posmateriales” (el pluralismo, la felicidad y el bienestar) (Vommaro y Morresi 2016, 62). A partir de su proyección nacional (en 2008), consolidó su identidad sobre la oposición con el entonces gobierno del Frente para la Victoria (FpV), sustentado en argumentos de eficiencia y gestión, antes que ideológicos (Vommaro 2017; Vommaro y Morresi 2016). Todo lo que se reflejó en los ejes de su campaña presidencial de 2015 –“unir a los argentinos”; “pobreza cero”, “derrotar el narcotráfico” (Infobae 10 de diciembre de 2015)–, apoyados en el lema “estoy con vos” (Total Medios 22 de julio de 2015)
En cuanto a Bolsonaro, aunque su popularidad fue más abrupta (2016-2018) que la de Macri, su liderazgo también emergió en un escenario de crisis (2013-2016) y fuerte cuestionamiento a la dirigencia política tradicional. Igualmente, se posicionó como un líder outsider (asociado a su pasado militar) y construyó su identidad en oposición al entonces gobierno del Partido de los Trabajadores (PT). Pero, a diferencia del líder argentino, logró proyección nacional sustentado en un lenguaje fuertemente provocativo en torno a los derechos de las minorías y justificatorio del orden militar. Todo lo que se manifestó en los ejes de su campaña presidencial –la lucha contra la “corrupción”, la “ideología de género”, el “comunismo” y la “restauración del orden”–, articulados en un lenguaje de corte “militarista” apoyado en el lema “Brasil por encima de todo y Dios encima de todos” (Stefanoni 2018, 4-5).
Llegado a este punto, cabe preguntarse: ¿por qué frente a contextos económicos de crisis, movilización social y escándalos de corrupción estos liderazgos tuvieron respuestas diferentes?, ¿por qué frente al discurso generalmente polarizante de la oposición (el FpV y el PT), en un caso, el liderazgo apeló al “diálogo” y a la “pluralidad”, y en el otro, a la confrontación y a la restauración del orden militar[13]? ¿qué explicaría que en los actuales contextos democráticos países vecinos atravesados por un violento pasado militar hayan desarrollado liderazgos que, en un caso, no degradan explícitamente la democracia y en el otro, valoran los últimos procesos autoritarios? En definitiva, ¿por qué el liderazgo macrista adoptó mayormente un estilo de liderazgo que podría llamarse “no-militarista” y Bolsonaro uno “militarista”? Esto es, un estilo que se centra y realza abiertamente en sus intervenciones discursivas –y en distinta medida, en sus decisiones políticas– la figura, el rol y los principios adjudicados habitualmente a los autoritarismos –“dios, patria, familia”[14]– centrados en la valorización del orden (político, social, moral) tradicional[15] y en las Fuerzas Armadas como su fuente principal.
II. Abordaje
Este artículo se interesa por los principales factores históricos que contribuyen a explicar los apoyos brindados a los diferentes estilos de liderazgo presidencial en Argentina y Brasil tras la transición democrática. En concreto, el liderazgo de Mauricio Macri (que tiende a reivindicar la democracia, los militares no ocupan un lugar central en su discurso y expresa mayor respeto hacia las minorías[16] –en adelante, estilo “no-militarista”–) y Jair Bolsonaro (que reivindica las dictaduras y los militares, y expresa menosprecio hacia las minorías –en adelante, “militarista”–). Se entiende que el militarismo no atañe solo a la actuación de los militares, sino que constituye una tradición política particularmente extendida en las sociedades latinoamericanas (O’Donnell y Schmitter 1988, 54). De allí que el estilo de liderazgo “militarista” (o “no-militarista”) sea un tipo de relación social que expresa ciertos rasgos distintivos de la cultura política dominante de cada país. Con ello en mente, la caracterización se circunscribe a las alocuciones de ambos líderes durante sus respectivas campañas presidenciales[17]. Por un lado, porque sintetizan información valiosa sobre las opciones políticas disponibles, condicionan los apoyos y las expectativas sociales en torno a los liderazgos y, consecuentemente, los modos de acción de los líderes en el corto y mediano plazo (D’Alessandro 2017; 2014; 2012). Por otro, porque el actual alejamiento de la sociedad respecto de los partidos y la dificultad para identificar sus posiciones políticas en el largo plazo hace de los eventos comunicativos y de las campañas presidenciales en particular, instancias cada vez más relevantes en el desarrollo del juego democrático (D’Alessandro 2014, 62).
El interés de los casos radica en que se trata de países que comparten similitudes[18] (institucionales[19], regionales, en distinta medida, y contextuales[20]), pero cuyos estilos difieren. En base al modelo del institucionalismo histórico, este artículo afirma que es posible identificar coyunturas críticas –períodos de cambios significativos atravesados por clivajes[21]– de las que se desprenden mecanismos e instituciones que tienden a producir distintos legados en cada país. En otras palabras, desencadenan reglas (formales –codificadas–. e informales –creencias, valores, conductas–) que refuerzan –o debilitan– la recurrencia de un determinado patrón de comportamientos y de distribución del poder político en el tiempo (Pierson y Skocpol 2008). Bajo esta perspectiva, este trabajo argumenta que las diferencias entre los estilos de liderazgo de Mauricio Macri y Jair Bolsonaro se relacionan con lo que conceptualiza como “los límites de la tolerancia social”. Es decir, los valores, creencias y patrones comportamentales (reglas) heredados de coyunturas críticas nacionales –específicamente, la fundación del Estado nación (siglo XIX) y la transición democrática (en la década de 1980)[22]– que afectan al conjunto de convicciones compartidas y marcan un umbral respecto de lo que es socialmente admitido. Sostiene que dichos límites integran, moldean y (re)producen –a través de vínculos de jerarquía y autoridad– las relaciones sociales en cada país y, consecuentemente, condicionan las posibilidades de que los diferentes liderazgos obtengan apoyos[23]. El argumento secuencial sobre el que se basa este supuesto, es el que sigue:
Respecto de Argentina, la menor visibilidad simbólica que adquirió la discriminación[24] (especialmente, por la menor centralidad del sistema esclavista y la invisibilización[25] de las fracturas sociales) durante la formación estatal, contribuyó a la preeminencia de un clivaje fundacional de naturaleza política (“capital/puerto - provincia/interior”) y a la predominancia del ideario liberal[26], lo que favoreció la (re)producción[27] de un orden sociopolítico comparativamente menos jerárquico y disciplinado que el brasileño. Ello se expresó, durante el siglo XX, en el activo cuestionamiento social hacia la autoridad en torno al que reaccionaron los diferentes gobiernos autoritarios. Fue durante la transición democrática que los límites de la actual tolerancia se solidificaron. En particular, los resultados[28] de la última dictadura militar (1976-1983) contribuyeron al colapso del régimen y al cuestionamiento de las Fuerzas Armadas (FFAA), la autoridad y, consecuentemente, las jerarquías sociales. Todo lo que limitó, en la actualidad, el apoyo a estilos de liderazgos militaristas.
En Brasil, la mayor visibilidad simbólica que adquirió la discriminación (especialmente, por la centralidad de la esclavitud y la visibilización de ciertas fracturas sociales) durante la fundación estatal contribuyó a la preeminencia de un clivaje fundacional de naturaleza social (vinculado con la idea de los “dos brasiles”) que ayudó a (re)producir un orden sociopolítico más jerárquico y disciplinado que el argentino. En especial, la mayor debilidad de sus organizaciones sociales y partidos se expresó en la superior duración y estabilidad de sus autoritarismos durante el siglo XX. Fueron los resultados de la última dictadura militar (1964-1985), el mayor apoyo social y el control de los militares sobre la transición los que solidificaron las relaciones de autoridad y jerarquía heredadas. Todo lo que contribuyó a ampliar, en la actualidad, la tolerancia social en torno a liderazgos “militaristas”. El gráfico 1, esquematiza dicho marco explicativo.
Gráfico
1. Marco explicativo
Fuente: Elaboración propia.
Nota: indica relación.
Este artículo se limita a examinar los factores históricos de largo y mediano plazo asociados a las coyunturas críticas que contribuyeron a moldear los límites de la tolerancia social y, consecuentemente, los estilos de liderazgo en Argentina y Brasil en la actualidad. De esta manera, se excluye el análisis pormenorizado respecto del rol de los gobiernos que tuvieron lugar durante el siglo XX y XXI. Sin ignorar su importancia (por ejemplo, del peronismo y el varguismo) un examen de estas características excede por mucho el marco y la extensión de este trabajo.
III. Argentina y Brasil
Los próximos párrafos desarrollan el argumento central en consideración de la fundación de los Estados nación y las transiciones democráticas en Argentina y Brasil a partir de sus actores clave[29]: las élites (políticas, intelectuales y económicas); las Fuerzas Armadas, las organizaciones sociales[30] y los partidos.
III.1. ¿Quién es el pueblo? La construcción del Estado nación
La importancia de la fundación de los Estados nación radica en su influencia sobre la (re)producción y cristalización de un determinado orden, tanto material (la burocracia), como simbólico o social[31]. Este último, refiere al grado de visibilidad que adquirieren los diferentes conflictos y a la delimitación (de quién forma parte) de la nación. Lo que involucra la creación y propagación tanto de creencias y valores (que limitan las reglas, prácticas y comportamientos), como de procesos de jerarquización social.
En cuanto a la fundación del Estado argentino, la menor centralidad de la esclavitud[32] –en comparación con Brasil, ver gráficos 2 y 3– se evidenció tempranamente durante las últimas décadas del virreinato y el posterior proceso de abolición (1813-1853[33]) lo que dio cauce, además, a ciertas disputas sociales. En este marco, tras la independencia de la Corona española (1816), el conflicto principal giró en torno a las características que debía tener la nueva organización, expresada en la fractura política “capital/puerto y provincia/interior” (habitualmente asociado con la dicotomía “unitarios - federales”), en referencia a la oposición entre los intereses de las élites de Buenos Aires y los de las provincias (Segato 2007, 47). Si bien luego de la Batalla de Caseros[34] (1852) persistieron ciertas diferencias doctrinarias y operativas entre las élites, coincidían en que la consolidación del orden político –obstruido por las largas luchas civiles– era condición necesaria para el progreso, es decir, para el desarrollo y la modernización del Estado[35]. Llevado a la práctica, implicaba una drástica modificación de los patrones de relación social preexistentes y su reemplazo por uno nuevo conforme a los modernos principios liberales[36] y coherente con el desarrollo de las relaciones de producción y dominación de mediados de siglo XIX (Oszlak 2014; Segato 2007; Belvedere et al. 2007). De esta manera, la consolidación de la unión requería de la articulación de tres cuestiones principales: (i) la delimitación del “nuevo” pueblo nacional; (ii) el desplazamiento y desmantelamiento simbólico y/o físico de las poblaciones originarias[37] en particular –además de mestizos y negros[38]–, y; (iii) su “reemplazo” por un pueblo civilizado conforme al ideal blanco, europeo y occidental. Pero, ¿cómo contribuyeron estas cuestiones a ocluir las fracturas sociales y la discriminación?
Fuente: elaboración propia en base a los datos estimados por Klein (1993,9).
Gráfico 3. Población esclava estimada en América a fines de siglo
XVIII
Fuente: elaboración propia en base a los datos estimados por Klein (1993, 24)
Respecto de la delimitación del pueblo nacional, estuvo fuertemente influida por el evolucionismo histórico, el racismo científico y los principios positivistas y liberales europeos predominantes en la región durante el siglo XIX[39]. Esto es, que el “perfeccionamiento” (moral, cultural) de los pueblos empuja hacia al desarrollo de las sociedades y la modernización del orden político. En buena medida, este ideario se plasmó en la obra de Juan Bautista Alberdi[40], cuyas páginas constituyen tanto el fundamento de las instituciones y la organización política incorporada a la Constitución Nacional (1853), como un proyecto de sociedad y un orden valorativo que, más allá de sus detractores, perduró en el largo plazo (Oszlak 2014; Botana 1986; Halperin Donghi 1982). Dicho proyecto asume que el “orden y progreso” solo podrá alcanzarse a través de la dirección política y económica de una élite privilegiada, la limitación de la participación política a una élite ilustrada y la extensión de las libertades civiles sobre la naciente nación con el fin de estimular la inmigración de los pueblos “civilizados”, las industrias y la riqueza. En este marco, dos categorías confluyeron en la delimitación y construcción de la nación: la de “civilización”, homologada al ideal racial blanco, europeo y occidental que constituía el modelo de ciudadano a seguir, y la de “barbarie”, asociada a los pueblos originarios, los mestizos y las poblaciones negras, cuya cultura y “atraso” impedían el progreso (Romero 2010, 141; Villavicencio 2008, 72-76; Botana 1986, 53). De esta manera, bajo la extendida idea de “progresar es civilizarse”, una de las tareas principales del incipiente Estado fue la de crear un nuevo pueblo para la nación. Lo que requirió de dos operaciones adicionales: el desplazamiento y desmantelamiento simbólico y físico de los pueblos considerados bárbaros, y su “reemplazo” por uno civilizado.
El desplazamiento simbólico, refiere a los procesos de construcción de la otredad que involucran la negación de su entidad como sujetos históricos y constitutivos de la nación y del imaginario social (Lenton et al. 2011, 119). En esta dirección, tanto el discurso político e intelectual sobre el que se desarrolló y difundió el sistema educativo (además de las instituciones públicas), como el proyecto historiográfico sobre el que se fundó la construcción de una “historia oficial” argentina, jugaron un papel fundamental en la (re)producción de representaciones negativas, la racialización de determinados grupos y la formación de estigmas sociales de largo plazo en torno a los otros (Cordero 2021; Oszlak 2014; Lenton et al. 2011; Poggi 2010; Villavicencio 2008; Segato 2007; Belvedere et al. 2007; Fausto y Devoto 2005). En primer término, no es nuevo señalar que los propios fundamentos educativos infundidos por Domingo F. Sarmiento[41] –recogidos y elaborados ejemplarmente en su ensayo “Facundo” (1845)– es ambiguo sobre la posibilidad de integración de los no europeos en el proyecto nacional. En este sentido, desconfía de los “pueblos ignorantes que se dejan seducir” por el caudillismo de la época, ya que considera que el “espontaneísmo igualitario de las masas populares” no es una verdadera democracia (como él supone que es la estadounidense), sino un despotismo (Villavicencio 2008, 91). Así, para conseguir una verdadera democracia la tarea del gobierno debe ser previamente la de “regenerar al pueblo argentino” por medio de la educación y la difusión de la prensa (dos instituciones básicas del liberalismo) (Sarmiento 1845, citado en Villavicencio 2008, 92). En este marco de ideas, se inscribe una república que pretende ser democrática –y lo es fundamentalmente en el plano de la retórica liberal y, en distinta medida en el plano formal (Botana 1986, 53), en comparación con Brasil (O’Donnell 2014b; Fausto y Devoto 2005)– pero que se cimenta sobre una concepción evolucionista que procura –a diferencia del vecino país– desmantelar y desplazar la diversidad social desde la raíz. En esta dirección operó, en segundo término, la construcción de una “historia oficial” –(re)producida especialmente a través de las aulas (además de las instituciones públicas y los medios de comunicación)– que asignó a las poblaciones originarias y a los “negros esclavos” el papel de “primitivos habitantes del territorio nacional” y de “actores secundarios y episódicos del devenir nacional” (Belvedere et al. 2007, 47). De esta manera, distinto que Brasil, que ha reconocido (aunque no necesariamente integrado) cierto grado de diversidad nacional, Argentina se ha “pensado” como una nación plenamente homogénea, “blanca” y “europea” con componentes africanos e indígenas insignificantes o diluidos[42] (Cordero 2021; Oszlak 2014; Lenton et al. 2011; Poggi 2010; Villavicencio 2008; Segato 2007; Belvedere et al. 2007). En esta sintonía, los discursos pedagógicos e historiográficos contribuyeron –al día de hoy[43]– a la “naturalización de las diferencias” y a la “despolitización” e “invisibilización” de las conflictividades sociales (Belvedere et al. 2007, 47) que, en su versión más extrema, tomó la forma de un desmantelamiento físico de las poblaciones originarias en particular.
El desmantelamiento físico estuvo destinado a erradicar del tejido social mediante el “arranque” y la “cancelación” a las poblaciones originarias, percibidas como una amenaza para la civilización. En efecto, la intensidad y efectividad de las acciones llevadas adelante por el Estado contra grupos particulares durante el siglo XIX les valió, en la actualidad, la categorización de genocidio[44]. Si bien las campañas comenzaron con anterioridad a la unión nacional impulsada a mediados de siglo XIX, son emblemáticas las acciones llevadas adelante entre 1870 y 1880, conocidas como la “Conquista del Desierto”[45], cuya denominación, además, minimiza, sino niega, la presencia de los pueblos originarios (Cordero 2021; Lenton et al. 2011; Segato 2007)–. La llamada conquista “libró” las tierras de la presencia indígena –que pasó de representar el 30% de la población total en 1810 al 0,3% en 1914[46] (ver gráfico 4)– al tiempo que incorporó grandes extensiones de territorio. Ello abrió el camino para sumar cientos de miles de hectáreas a la producción agroganadera y a la construcción de una vasta red de transportes y comunicaciones que contribuyeron, hacia fines de ese siglo, a formar la imagen de una Argentina definitivamente consolidada y modernizada (Oszlak 2014; Lenton et al. 2011; Segato 2007; Belvedere et al. 2007). Pero detrás de este retrato, las experiencias de los pueblos tomados como prisioneros fueron disímiles: detenidos en centros de concentración[47], separados de sus familias, deportados masivamente como fuerza de trabajo esclava o como cuerpos armados, entre otras trayectorias (Lenton et al. 2011, 135-136). En este sentido, la identidad de las comunidades originarias no solo fue disipada de la historia nacional como producto inevitable de la expropiación de sus tierras sino porque, en el trayecto, las élites procuraron terminar con sus costumbres y desalentaron cualquier práctica de sus tradiciones (sus lenguas, religiones, hábitos y rituales). En el mediano y largo plazo, dicho “proyecto de limpieza cultural” (Segato 2007, 56) desembocó en la configuración de una sociedad “sin profundidad histórica e internamente indiferenciada” y en “la naturalización de estigmas” y “prácticas discriminatorias más sutiles y extendidas” expresadas –a diferencia de “los dos brasiles”– en una “exclusión de intensidad baja” que obstaculiza, al día de hoy, tanto la enunciación política del otro como su pleno acceso a la ciudadanía (Belvedere et al. 2007, 79). Así, el desplazamiento y desmantelamiento simbólico y físico de la otredad, sumado a la predominancia de la retórica liberal –en un territorio donde la esclavitud no fue central–, favoreció la invisibilización de los conflictos sociales y el protagonismo de un clivaje fundacional de naturaleza política (“capital/puerto - provincia/interior”). En este marco, la implantación del “pueblo civilizado” se presentó como el último eslabón del ambicioso proyecto estatal.
Gráfico 4. Argentina. Estimación (en porcentaje) de la población indígena no sometida respecto del total poblacional parcial entre 1810-1914
Fuente: elaboración propia en base a los datos estimados Eduardo Crivelli (2000, 73)
Nota: los indígenas no sometidos son aquellos no sujetos a las conquistas y al orden estatal. El total parcial excluye la población indígena (no sometida).
La inmigración europea debía crear nuevas bases, nuevos actores, y nuevos mitos para la construcción de la joven nación. Así, con el objetivo de modificar las características raciales y culturales de la población argentina (además de habitar los territorios ganados y expandir la economía) desde mediados de siglo XIX la política migracionista se convirtió en política de Estado[48] (Oszlak 2014; Belvedere et al. 2007; Fausto y Devoto 2005; Zimmermann 2000; Devoto 2000). Concretamente, durante esos años la población aumentó alrededor de un 430% (pasó de 1.830.000 según el primer censo nacional en 1869 a 7.903.662[49] según el tercer censo nacional de 1914). Si bien este incremento es explicado en parte por el crecimiento natural registrado en las tasas de natalidad y mortalidad, obedeció principalmente al impacto del flujo migratorio[50] (Zimmermann 2000, 135). Pero, debajo del imaginario de la “Argentina moderna” germinaban los primeros indicios de las fuertes tensiones sociales y políticas que atravesarían buena parte del siglo XX. Es que, si, por una parte, el conjunto de instituciones políticas promovidas estuvo orientada a garantizar un orden político cerrado, por otra parte, la divulgación de los principios liberales y las instituciones necesarias para el progreso –como la educación gratuita y obligatoria, la difusión de la prensa– redundaron en la formación de un conjunto de valores fuertemente cuestionadores del orden que la élite procuraba instaurar (O’Donnell 2014b; Zimmerman 2000; Botana 1986; Halperin Donghi 1982). Sobre todo, si se considera que la gran masa de inmigrantes llegados al país hasta principios del siglo XX desvirtuaba el ideal civilizatorio. Frente a la deseada población inglesa, suiza, francesa y alemana, se oponía la realidad: entre 1890 y 1900, alrededor del 80 % de los inmigrantes provenía de la Europa revolucionaria (Siede y Serulnicoff 2016, 4). Socialistas, anarquistas y comunistas “enemigos del orden establecido” (Fausto y Devoto 2005, 180) que manifestaban una “conciencia de clase en germen” (Botana 1986, 235) expresada a través de sociedades sindicales y de resistencia que retroalimentaron un conjunto de luchas sociales al son de la creación de partidos políticos vinculados con una creciente clase media (como la Unión Cívica Radical y el Partido Socialista). Todo lo que terminó por cimentar un conjunto de organizaciones mucho más fuertes y articuladas que las brasileñas, que presionaron por extender los derechos y la participación política (O’Donnell 2014a; 2014b; Fausto y Devoto 2005; Mainwaring y Viola 1985). En este escenario, con el propósito de garantizar el orden, entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX los gobiernos promovieron un conjunto de medidas destinadas a fortalecer y profesionalizar el ejército[51]. A partir de entonces, recurrieron reiteradamente a los militares para garantizar el orden interno ubicándolos, en definitiva, como “árbitros naturales del proceso político” (Potash 1985, 402). Todo lo que redundó en altos niveles de conflictividad que, frente al mayor cuestionamiento y el menor disciplinamiento social –en relación a Brasil–, derivaron en autoritarismos progresivamente represivos –aún más que los experimentados en el vecino país y en buena medida en América Latina (O’Donnell 2014a, b; Fausto y Devoto 2005; Mainwaring y Viola 1985)–. Fueron los resultados y el desenlace de la última dictadura (1976-1983) los que contribuyeron a afianzar la matriz social menos jerárquica y disciplinada, heredada de la formación estatal. Pero con una importante excepción respecto del período anterior, un fuerte consenso en torno a la democracia y un fuerte desprestigio respecto de los militares.
En cuanto a Brasil, su proceso de formación estatal se distancia de la experiencia argentina –y del resto de las colonias españolas–. Con la invasión napoleónica sobre Portugal, en 1808 la corte imperial se trasladó a Río de Janeiro y elevó el territorio brasileño al rango de reino. En 1822, el ahora Reino de Brasil declaró su independencia de Portugal, pero mantuvo el sistema monárquico (hasta 1889) con un rey (Pedro I) y unas burocracias portuguesas. Por lo que, su transición fue comparativamente más ordenada, breve y menos cruenta (Fausto 1995). Aun así, los especialistas coinciden en que si bien importante, la continuidad de las instituciones imperiales no fue un elemento decisivo para la integración de la nueva organización nacional. Su enorme extensión territorial, las diferencias productivas y económicas entre sus estados subnacionales (particularmente entre Rio de Janeiro y San Pablo y entre los estados del Sur y el resto del país), además de las investidas separatistas y revueltas esclavistas de distinta intensidad durante la década de 1830, obstruyeron la extensión, penetración y desarrollo de las instituciones estatales en el nivel nacional (Oszlak 2014; O’Donnell 2010; Fausto y Devoto 2005; Carvalho 2008, 2002; Fausto 1995; Bethell y Carvalho 1991). De esta manera, si bien la literatura enfatiza –y discute– diversos factores[52] para explicar la persistencia de su unidad tras su independencia, coincide en uno más relevante: la centralidad económica, política y social del sistema esclavista (Souza 2019; Almeida 2018; Halperin Donghi 2014; O’Donnell 2014b; Van Dijk 2007; Baptista da Silva y Rosemberg 2007; Fausto y Devoto 2005; Carvalho 2008; 2002; Fausto 1995; Bethell y Carvalho 1991; Da Matta 1986). Se trató del último país en abolirlo y fue, conjuntamente con Cuba, el que ingresó mayor población esclava al continente entre fines de siglo XVIII y mediados del XIX (Klein 1993, 9-14), ver gráficos 2 y 3–. Así, fue el temor al “colapso social” (Fausto 1995, 192) al que podía conducir el debilitamiento o quiebre de la esclavitud el que puso límites al extendido imaginario liberal de la época y garantizó, en mayor medida, la unidad política tras la independencia. En este sentido, Segato (2007) sostiene que si en Argentina la nación fue moldeada a través del “terror étnico” y la invisibilización de la otredad –los pueblos originarios, mestizos y negros– a favor de la homogeneización de la nación, en Brasil se moldeó a partir del “terror a la fragmentación” de la unidad estatal y la consecuente incorporación del otro –los negros– a la nación (Segato 2007, 31). Pero como su incorporación fue efectuada a partir de la representación de las élites dominantes, se les impidió expresarse con una voz y unas demandas propias. De modo que, a la par que se los incluyó en el imaginario nacional se los excluyó como ciudadanos plenos. En efecto, fue la exaltación de estas diferencias (basadas en la racialización de los grupos[53]) la que se constituyó como clivaje fundacional del orden estatal (Almeida 2018; Segato 2007; Carvalho 2002). Dicha fractura, habitualmente expresada en la figura de los “dos brasiles” – el Brasil de “los blancos y de los negros” (Da Matta 1986); de los “ciudadanos y los no ciudadanos” (Carvalho 2008; 2004; 2002); el de los “incluidos y los excluidos” (Souza 2019; Almeida 2018)– (Segato 2007, 25) fue fundamental en la (re)producción de patrones de relación social jerárquicamente diferenciados que permanecieron más allá de la abolición de la esclavitud, del cadinho das raças y “la democracia racial”[54]. De allí que los especialistas caractericen a la esclavitud brasileña como una “institución total”, ya que estructura al conjunto de las relaciones (políticas, económicas, jurídicas y culturales) sobre las que se configura la sociedad (Almeida 2018). Esta situación está íntimamente vinculada, a su vez, con el rol y las características de sus organizaciones sociales y los partidos además de los militares. Cabe preguntarse entonces, cómo contribuyeron estos actores en la conformación y reproducción de dichas diferencias sociales.
Respecto de las organizaciones sociales y los partidos, su importancia radica en que ayudan a dar curso y visibilidad a las demandas sociales. Así, cuanto más fuerte es su estructura, mayores son sus probabilidades de influir sobre las decisiones y políticas de Estado. Esto es particularmente importante en el caso de las organizaciones que actúan en defensa de las minorías –cuya ciudadanía está limitada (legal y/o fácticamente)– porque impulsan la extensión de los derechos y libertades civiles y políticas (O’Donnell 2010; O’Donnell y Schmitter 1988). En el caso de Brasil, la fragilidad de sus organizaciones sociales –heredera del sistema esclavista– además de sus partidos, fue acentuada por la actuación de los militares y las élites durante el siglo XX. En concreto, las primeras organizaciones de trabajadores urbanos y movimientos campesinos nacidos a principios de ese siglo fueron reprimidas por los gobiernos apenas mostraron signos de fortalecimiento (Fausto 1995, 303). En este sentido, no es menor que el tenentismo[55] haya sido uno de los principales movimientos brasileños. Entre otras iniciativas, encabezó la revolución de 1930 que instaló el primer gobierno militar del siglo XX –además del golpe de 1964–. En efecto, durante dicho gobierno –presidido por Getulio Vargas[56] (1930-1945)– se intensificó e institucionalizó una postura estatal fuertemente regulatoria de la acción colectiva destinada a desalentar la participación y organización social (especialmente, de los trabajadores urbanos y las agrupaciones y partidos de izquierda) e incorporarla a la “maquinaria estatal”[57]lo que redujo sensiblemente su autonomía y capacidad organizativa en el largo plazo. Ciertamente, constituye un ejemplo paradigmático de la historia brasileña que la ampliación de los derechos de los trabajadores no haya derivado de las presiones de una clase social sobre la otra, sino de la acción del Estado y su voluntad de encuadrarlas (Fausto 1995, 336). Por eso los especialistas coinciden en que el desarrollo histórico del Estado brasileño impulsó y fortaleció lo que Carvalho (2002) llama estadanía (Carvalho 2002, 60). Una ciudadanía regulada y desarrollada por –y hacia– el Estado, en desmedro de la ampliación de la cultura cívica y de actores organizados capaces de influir a favor de la extensión de los derechos y las libertades civiles y políticas (Santos 1998; Fausto 1995).
Llegado a este punto se podría considerar que, si en Argentina, los valores e instituciones heredadas de la etapa fundacional contribuyeron a la organización y activación social en detrimento de la consolidación de un orden sociopolítico jerárquico y disciplinado, en Brasil profundizaron su imposición y consolidación. De allí que los autoritarismos argentinos del siglo XX hayan sido, en general, más represivos y menos estables que los brasileños (O’Donnell 2014b; Fausto y Devoto 2005; Mainwaring y Viola 1985). Porque a cada intento de imponer un orden –autoritario– la sociedad contestó con mayor cuestionamiento, hasta que la última dictadura militar –a fuerza de extremar y extender la violencia– la silenció por un tiempo. Todo lo que conduce a la segunda coyuntura crítica, aquella que asentó los órdenes sociopolíticos instaurados y consolidó los límites de la tolerancia social en ambos países: las transiciones democráticas.
III.2. Perdonar o juzgar. Las transiciones democráticas
Tal como la fundación de los Estados, las transiciones democráticas tienen el potencial de consolidar o alterar el orden sociopolítico preexistente. Al respecto, revisten particular importancia los pactos transicionales entre las élites políticas y los militares, porque al instituir un conjunto de reglas condicionan los comportamientos y las alternativas posibles, favoreciendo la (re)producción de ciertos patrones en detrimento de otros. En este marco, tanto las características de los regímenes precedentes, como el rol de los partidos en las nuevas elecciones y los grados de movilización y organización de la sociedad, son elementos importantes para comprender los procesos y los resultados de las negociaciones (O’Donnell y Schmitter 1988, 63-104).
Respecto de Argentina y Brasil, si bien las similitudes entre sus últimos regímenes militares les valió la categorización de “burocráticos autoritarios” (BA) (O’Donnell, 2014a), los resultados de sus procesos transicionales fueron muy diferentes. En este sentido, cabe preguntarse cómo influyeron, por un lado, sus órdenes sociopolíticos preexistentes en las características de los BA y, por otro lado, el desenlace de los BA y el rol de los actores clave en la negociación de los pactos y la democratización.
En cuanto a Argentina, como se sostuvo, el orden sociopolítico del siglo XX tendió a reproducir la tensión fundacional entre la pretensión de las élites de imponer un determinado orden y el activo cuestionamiento de las organizaciones sociales –además de, en distinta medida, los partidos–. Esta tensión –expresada en proyectos, ideologías e identidades irreconciliables– confluyó en una escalada de violencia y confrontación cuyo corolario fue la implantación, en 1976, de uno de los regímenes militares más represivos y autoritarios de Latinoamérica[58]. Si bien su instalación tenía –como es propio de los BA– la misión de organizar la dominación a favor de los intereses de la alta burguesía, excluir a los sectores populares previamente activados y “normalizar” la economía para imponer un “determinado tipo” de sociedad (O’Donnell 2014a, 55); los medios utilizados para tal fin y su ejercicio distaron de los brasileños tanto en su escala como en sus resultados. Particularmente, porque al convulsionado contexto sociopolítico interno (mucho mayor que el de Brasil) los militares le antepusieron un “Proceso de reorganización nacional”[59] que suponía –tal como durante el proceso de fundación estatal– la reconfiguración de las relaciones sociales en su conjunto y con el Estado a través del uso intensivo y extensivo de la violencia, la represión, el exterminio y la tortura (Canelo 2016; O’Donnell 2014b; 2014c; Mainwaring y Viola 1985) de forma tal, que quedara garantizada “para siempre” la disciplina a la autoridad (O’Donnell 2014c, 115). Así, a diferencia del vecino país, la represión no se limitó a grupos o líderes específicos (Mainwaring y Viola 1985, 200) sino que se extendió a todos los rincones sociales[60] (O’Donnell 2014c), en respuesta a una sociedad cuyos patrones de relación social son –a uno y otro lado–, menos jerárquicos y disciplinados (y, consecuentemente, más cuestionadores y activos). De allí que el Proceso haya sido comparativamente más restrictivo –y represivo– (ejemplo de ello lo constituye la suspensión de la Constitución Nacional, el Congreso y los partidos políticos).
En relación al desenlace de los BA, los especialistas (O’Donnell 2014; O’Donnell y Schmitter 1988; Mainwaring y Viola 1985) coinciden en que la estabilidad del régimen y el desarrollo de la economía, además del nivel de represión, son aspectos centrales para evaluar su transición, fundamentalmente, porque inciden sobre la legitimidad y el rol que asumen sus actores (militares, élites, organizaciones y partidos) durante los pactos y la democratización.
Respecto de Argentina, la inestabilidad del autoritarismo se vinculó mayormente con el alto nivel de faccionalización y conflictividad en las Fuerzas Armadas –que fue acentuado, a su vez, por el diseño institucional del gobierno[61]– (Canelo 2016; O’Donnell 2014c; Mainwaring y Viola 1985). Además, los resultados de la gestión económica fueron altamente “destructivos”: elevadas tasas de inflación, aguda recesión, desindustrialización y desempleo (O’Donnell 2014c, 202). A ello, se le sumaban las dificultades existentes entre las diferentes facciones de las FFAA –particularmente, a partir de la designación del general Viola como presidente de facto (1981)– que, tras la derrota en la guerra de Malvinas (1982), terminaron por minar la ya desgastada legitimidad de los militares[62]. En este contexto, la transición estuvo marcada por el colapso del régimen autoritario, es decir, por la débil capacidad de los militares para imponer y garantizar el cumplimiento de sus intereses durante el pacto (O’Donnell y Schmitter 1988). Precisamente, la liberalización[63] contribuyó a aumentar la capacidad de articulación de la oposición durante los últimos años del Proceso y consecuentemente su influencia sobre la transición (Mainwaring y Viola 1985, 196). Algunos indicios lo constituyeron la formación de la Multipartidaria (1981), la (re)organización del movimiento obrero y de derechos humanos (1982) y la reactivación del sistema partidario (1983) (Mainwaring y Viola 1985, 207-208). Así, las élites opositoras fueron exitosas en imponer sus intereses, organizar el calendario electoral y reactivar los partidos (especialmente, la UCR y el PJ) que lograron, aunque en grados diferentes, dar voz a las demandas de democratización y justicia de la sociedad.
Contrariamente, y a diferencia de Brasil, los militares fueron incapaces de imponer los tiempos y las reglas de la transición, negociar con la oposición, controlar la movilización social y crear un partido que representara sus intereses en la arena electoral. En este marco, las organizaciones sociales en general y los movimientos de derechos humanos en particular contribuyeron a erosionar las identidades políticas autoritarias de viejo arraigo e introducir la preocupación por los derechos y el constitucionalismo durante la refundación simbólica y material de la democracia (Peruzzotti 2003, 65).
En buena medida, el triunfo de Rául Alfonsín (UCR) en las elecciones de 1983 expresó y materializó estas preocupaciones. Por ejemplo, a través de la derogación de la ley de autoamnistía 22.924, la creación de la Comisión nacional sobre la desaparición de personas (Conadep) y el inmediato juicio a las Juntas[64]. Así, la transición por colapso implicó una redefinición de las relaciones de poder mucho más tajante que en Brasil. Contribuyó a reforzar prácticas fuertemente críticas al orden autoritario y, consecuentemente, a la institucionalización de patrones sociopolíticos menos jerárquicos, disciplinados y tolerantes a liderazgos militaristas. De allí que, más allá de las orientaciones políticas, los liderazgos presidenciales argentinos tras la transición no buscaran ampliar apoyos aludiendo a los militares sino, en el caso de Macri en particular, a la “república” democrática.
En Brasil, como se argumentó, los patrones de interacción social estuvieron fuertemente marcados –sino estructurados (Souza 2019, Almeida 2018)– por la centralidad del sistema esclavista durante la fundación estatal. Asimismo, durante el siglo XX, las regulaciones de los sucesivos gobiernos sobre los partidos y las organizaciones sociales –además de su pronta incorporación al seno del Estado– obstruyeron su ya débil capacidad asociativa, además de la integración social y política de los sectores populares (Mainwaring y Viola 1985, 199). Todo ello, limitó las posibilidades de cambio social y la extensión de la ciudadanía[65], reforzando el orden fundacional (más jerárquico y disciplinado que el argentino). En efecto, fue la amenaza a ese orden la que motivó en buena medida, la implantación del BA brasileño (1964-1985) (Carvalho 2005, 126; Mainwaring y Viola 1985, 199); mucho más duradero y menos represivo que el llamado Proceso (O’Donnell 2014b; Fausto y Devoto 2005; Mainwaring y Viola 1985). Así –sin desconocer la violencia desatada–, las características del orden sociopolítico antecedente contribuyeron a circunscribir la represión sobre organizaciones específicas (particularmente, las populares, las de izquierda y las guerrilleras) y favorecieron la estabilidad del régimen (O’Donnell 2014b; Mainwaring y Viola 1985).
Respecto de los atributos que influyen sobre el desenlace de los BA (la estabilidad y el desarrollo económico, además de los niveles de represión), la considerable duración del régimen militar brasileño se asoció con la mayor unidad de las Fuerzas Armadas, además de su diseño institucional. En cuanto a la mayor unidad, se vinculó principalmente con el triunfo del movimiento tenentista dentro del cuerpo militar tras el golpe de 1964. La preponderancia de este movimiento sobre las otras facciones y sus líneas internas (“blandos” y “duros”), exaltó tanto la común formación de sus integrantes como su lugar en la estructura de poder y contribuyó a la convergencia de objetivos dentro de las Fuerzas[66]. En especial, respecto de la necesidad de poner fin a la amenaza del “populacho” e instaurar la modernización del Estado “por lo alto” (que exigía el quiebre de la oligarquía rural, el planeamiento económico, la industrialización y la urbanización) (Carvalho 2005, 129-130). Igualmente, el diseño institucional fue comparativamente menos restrictivo y mantuvo ciertas continuidades respecto del régimen antecedente (como la existencia de partidos y elecciones para los cargos locales y estaduales y el funcionamiento del Congreso), aunque tutelado por los militares. En cuanto al desarrollo económico, fue más exitoso. Los militares implementaron una serie de medidas y reformas estructurales destinadas a estabilizar la economía legada del período anterior (con problemas inflacionarios, de cambio y de la balanza de pago) creando las bases para el “gran salto económico” conocido como el milagro brasileño (entre 1969 y 1973). Así, durante dicho período las FFAA gozaron de los niveles más altos de legitimidad (especialmente, de parte de las clases medias) lo que obstruyó, a su vez, la visibilización de lo que fue la etapa (entre 1968 y 1974) más violenta y represiva de la dictadura (Fausto y Devoto 2005, 405). Con este antecedente económico, en 1974, iniciaron una transición paulatina y controlada[67] –pero no lineal– que culminaría recién en 1985. Al respecto, una rica agenda de estudios[68] coincide en que una de las principales razones que contribuyeron a la liberalización del régimen se vinculó con el inicio de los conflictos hacia el interior de las FFAA entre la línea “dura” de los militares –que había exacerbado la represión y a la que era necesario “neutralizar”– y la “blanda”. La liberalización permitiría enviar a los “indisciplinados de vuelta a los cuarteles” y retomar la unidad en la dirección del gobierno (Fausto y Devoto 2005, 454). Igualmente, con el papel más activo ejercido por la oposición (el partido Movimiento Democrático Brasileño [MDB] se convirtió en un canal de expresión de los sectores opositores –entre otros, estudiantes, sindicalistas, abogados, movimientos femeninos y católicos–) (Fausto y Devoto 2005, Fausto 1995), además de la pérdida de apoyo de una parte de la burguesía industrial que reclamaba menor intervención estatal en la economía (Mainwaring y Viola 1985). Por su parte, los militares consideraban que el alto nivel de legitimidad general que había alcanzado el régimen los ponía en una situación ventajosa para inaugurar, y así controlar, la transición[69], al tiempo que contribuía a debilitar la capacidad de la oposición para hacer valer sus intereses (Mainwaring y Viola 1985, 202). Punto que constituye un eje de diferenciación fundamental respecto de la experiencia argentina.
En cuanto a la oposición partidaria brasileña, a la debilidad heredada, se le sumó que la dictadura estableció desde sus inicios una serie de medidas que buscaban terminar con los partidos del ciclo democrático anterior (1945-1964) –especialmente, los trabalhistas y aquellos de tendencia varguista–. Una de las más significativas, fue el acto institucional n°2 (1965) que impuso un sistema de partidos bipartidista compuesto por la Alianza Renovadora Nacional (Arena) –soporte parlamentario del gobierno integrada por las élites que articularon el golpe– y el MDB –que funcionaría como “oposición consentida”–. La polarización inducida, sumada a una serie de políticas restrictivas, dificultó la aparición de un tercer partido, motivó la despolitización de amplios sectores sociales y debilitó las identidades políticas preexistentes, además de la articulación hacia el interior de los partidos y con la sociedad. Con estos antecedentes, al iniciarse la liberalización, la oposición se encontraba en clara desventaja (tanto en términos de recursos como de experiencia) respecto de los partidos oficiales y sus élites –las de Arena en particular–. Así, a diferencia de Argentina, las élites que apoyaron el régimen fueron exitosas en la organización de partidos electoralmente competitivos que representaran sus intereses durante –y tras– las primeras elecciones democráticas (1985). Ciertamente, es ilustrativo que luego de la muerte del presidente electo en 1985, Tancredo Neves[70] del PMDB[71], asumiera su vicepresidente José Sarney (del PDS) líder de la ex alianza Arena. En efecto, el alto nivel de continuidad de la élite política del régimen autoritario tras la transición constituye uno de los legados más notorios de la dictadura militar (O’Donnell 2014c). En este marco, si bien las organizaciones sociales contribuyeron a la politización y tuvieron un rol importante en la liberalización y revalorización de las libertades civiles y los derechos humanos, no lograron imponer sus intereses en el pacto ni consolidar formas de organización e identidades relativamente estables y autónomas de las clases y los sectores dominantes (O’Donnell 2014b; Carvalho 2002; Schmitter y O’Donnell 1988). Todo lo que acentuó, además, la orientación estatal de la ciudadanía y obstruyó su extensión y pleno ejercicio tras la democratización[72] (Carvalho 2002; Santos 1998).
Más allá de la erosión del BA brasileño en sus últimos años –y distinto de Argentina– la corporación militar y las élites que apoyaron el régimen controlaron aspectos clave de la transición: impusieron una ley de amnistía (1979) que otorgaba importantes concesiones a la línea dura de las Fuerzas y que no fue abolida por el gobierno democrático posterior (O’Donnell 2014c, 208); mantuvieron el uso de las instituciones existentes durante el régimen militar (el Colegio electoral) para las elecciones presidenciales de 1985 –lo que amplió su capacidad de negociación sobre las decisiones gubernamentales– (O’Donnell 2014c, 208-210; Schmitter y O’Donnell 1988, 21); lograron incorporarse al sistema democrático; obstruyeron la implementación de medidas de justicia transicional (como reformas institucionales en torno a las FFAA o políticas de reparación a víctimas y familiares); y, mantuvieron importantes prerrogativas tras la reforma constitucional (1988) y una posición privilegiada en el largo plazo (Martins y Pereira, 2019). En este escenario, según O’Donnell (2014c), los resultados de la transición brasileña expresan y tienden a reforzar “inmensas desigualdades sociales unidas a un formidable dinamismo económico y pautas demasiado arcaicas y represivas de autoridad, incluidas las que vinculan el Estado con la sociedad y a las diversas clases y sectores entre sí” (O’Donnell 2014c, 210). Todo lo que cristalizó en un orden sociopolítico más jerárquico y disciplinado que el argentino y en una sociedad con mayor tolerancia hacia los liderazgos de estilo militarista. De allí que, tras el restablecimiento de su democracia, algunos de sus líderes hayan logrado construir amplios apoyos recurriendo a un discurso que valoriza el orden militar[73] y, en el caso de Bolsonaro, reivindica la última dictadura además de ser abiertamente provocativo respecto de las minorías.
A modo de cierre, los datos a continuación ofrecen algunos indicios del orden sociopolítico en Argentina y Brasil tras sus transiciones democráticas. El gráfico 5 muestra el nivel de apoyo hacia la democracia y la confianza en las Fuerzas Armadas entre 1995 y 2018, el gráfico 6, el índice de GINI entre 1986 y 2018 y, el gráfico 7, el índice de igualitarismo entre 1900 y 2020.
Gráfico 5. Argentina y Brasil. Apoyo a la
democracia y confianza en las FFAA, 1995-2018
Fuente: Latinobarómetro.
Nota: Para “apoyo a la democracia” se usaron las respuestas ubicadas en “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”. Respecto de las FFAA, se sumaron las respuestas de “mucha” y “algo” de confianza.
Si bien el gráfico 5 muestra que existen variaciones entre los países, los años y las dimensiones[74], es notable que en Brasil la confianza en las FFAA (línea fina, guion punto guion) sea siempre mayor que el apoyo a la democracia (línea fina consecutiva)[75] y respecto de la confianza a las FFAA en Argentina (línea gruesa, guiones). Contrariamente, en Argentina el apoyo a la democracia (línea gruesa consecutiva) es siempre mayor que la confianza en las FFAA y respecto del apoyo a la democracia en Brasil.
Gráfico 6. Argentina y Brasil. Índice de GINI,
1986-2018
Fuente: Banco Mundial y Gonzalez-Rozada (2019).
Nota: Para Argentina en los 1988, 1989, 1990 y 2015 se tomaron las mediciones de Gonzalez-Rozada (2019) (en base al Instituto Nacional de Estadísticas y Censos). Respecto de Brasil no hay datos para los años 1991, 1994, 2000, 2010, en estos casos, se calculó el promedio entre la medición inmediatamente anterior y la posterior, no obstante, los resultados no afectan la tendencia.
En cuanto al gráfico 6, el índice de GINI[76] mide hasta qué punto la distribución del ingreso entre individuos u hogares dentro de una economía se aleja de una distribución perfectamente equitativa. El valor “0” representa equidad perfecta y el valor “100”, inequidad perfecta. Según los especialistas, la mayor desigualdad económica pone de manifiesto la menor propensión de las élites para apoyar medidas distributivas o de profundización democrática que hagan peligrar su situación privilegiada, lo que contribuiría a perpetuar y legitimar dichas asimetrías (Hagopian 2005). En este sentido, y conforme con los argumentos de este trabajo, el índice de GINI argentino (línea gruesa, guiones) es siempre menor que el brasileño (línea fina punteada) –de hecho, en 2018 argentina se situó entre los países latinoamericanos con menor desigualdad (después de El Salvador y Uruguay) y Brasil como el más desigual de la región –más desigual del mundo– (Banco Mundial)–. Lo que se relaciona con la menor tolerancia social hacia las jerarquías (o las asimetrías) sociales en Argentina que en Brasil.
Finalmente, el grafico 7 evidencia los niveles de igualdad en Argentina y Brasil durante el siglo XX (heredero de los procesos fundacionales) y tras las transiciones democráticas (en que dichas herencias se consolidan).
Gráfico 7. Argentina y Brasil. Índice de igualitarismo, 1900-2020
Fuente: Varieties of Democracy (V-Dem)
El gráfico 7, representa el índice de igualitarismo en Argentina y Brasil. Dicho índice, mide tanto la extensión formal de las libertades civiles y los derechos políticos entre los grupos, como su efectiva extensión entre su población y territorios[77]. En este sentido, supone que las desigualdades materiales e inmateriales inhiben el ejercicio efectivo de los derechos y libertades formales y, por lo tanto, estima que una distribución más equitativa de los recursos debería mejorar la igualdad política (Sigman y Lindberg 2015). El valor “0” representa desigualdad perfecta y el valor “1”, igualdad perfecta. Bajo estas consideraciones, el gráfico muestra que los niveles de igualdad en Argentina (línea gruesa) entre 1900 y 2020 fueron siempre mayores que en Brasil (línea fina). Asimismo, que, si bien tras la democratización aumentó la igualdad en ambos países, en Argentina se mantuvo relativamente estable y por encima de Brasil, mientras que en el vecino país se derrumbó en 2015, hasta llegar a su puntaje más bajo en 2020 con el gobierno de Bolsonaro. Lo expresado, contribuiría a ilustrar el argumento central de este trabajo, esto es, que los patrones de relación social heredados de los procesos fundacionales han prevalecido durante el siglo XX y se han cristalizado tras la transición. En Argentina, en un orden sociopolítico comparativamente menos jerárquico (y disciplinado) que el brasileño. En Brasil, en un orden sociopolítico más jerárquico y disciplinado que el argentino. Todo ello, ha ayudado a moldear los límites de la tolerancia social en torno al estilo de liderazgo de Mauricio Macri (no-militarista) y Jair Bolsonaro (militarista).
Lo argumentado no implica que la sociedad argentina sea necesariamente “menos autoritaria” que la brasileña. Más bien, a medida que avanzó el siglo XX, el cuestionamiento generalizado hacia el orden (social, político, económico) se expresó, de parte de todos los sectores sociopolíticos, predominantemente a través de la violencia frente a gobiernos progresivamente autoritarios que legitimaron, directa o indirectamente, la represión como vía de acción –lo que no justifica jamás el terrorismo y el sadismo con que operaron las dictaduras y en particular el último proceso militar–. Tal como lo sugirió enfáticamente Guillermo O’Donnell a lo largo de su extensa obra, “una sociedad puede ser al mismo tiempo relativamente igualitaria, y autoritaria y violenta” (O’Donnell 2014b, 146). En este sentido, “igualitarismo y autoritarismo” convivieron tensamente a lo largo de toda la historia política argentina, y sus vestigios pueden rastrearse incluso al día de hoy.
IV. Conclusión
Este trabajo procuró mostrar que las diferencias entre los estilos de liderazgos de Mauricio Macri y Jair Bolsonaro se vinculan con los límites de la tolerancia social. En base al institucionalismo histórico, se argumentó que, en Argentina, la menor centralidad de la esclavitud y la instalación de un clivaje centrado en diferencias políticas (“capital/puerto - provincia/interior”, habitualmente vinculado con la imagen de “unitarios - federales”) –en el marco de un ideario predominantemente liberal– durante su fundación estatal, además del colapso de la última dictadura militar, contribuyeron a consolidar un orden sociopolítico menos jerárquico y disciplinado que el brasileño y a restringir la tolerancia social en torno a liderazgos militaristas en la actualidad. Contrariamente, en Brasil, la centralidad del sistema esclavista y la instalación de un clivaje centrado en la racialización de las diferencias sociales durante su fundación estatal (expresado en la imagen de los “dos brasiles”), además de la transición pactada con los militares, ayudaron a cristalizar un orden sociopolítico más jerárquico y disciplinado que el argentino y a aumentar los límites de la tolerancia en torno a liderazgos militaristas.
Lo hasta acá dicho no niega la posibilidad de que líderes atentos a los valores democráticos y las minorías puedan ser políticamente exitosos en Brasil, tal como lo muestra su experiencia reciente. Las mayorías que se forman en cada momento electoral dependen de situaciones y factores más bien circunstanciales. No obstante, que dichos lideres asuman o no posturas militaristas en contextos democráticos se vincula, más allá de sus orientaciones, o incluso, ideologías políticas, con los límites de la tolerancia social preexistentes en cada país. Tampoco sugiere que la sociedad argentina sea plenamente democrática e igualitaria. Las desigualdades persistentes en ambos países expresadas en las profundas diferencias en el ejercicio de la ciudadanía son igualmente inadmisibles para cualquier sociedad que aspire a ser democrática. Pero ello no cierra la posibilidad de que existan cambios. De hecho, el actual contexto de pandemia ha comportado –en poco más de un año– ciertas trasformaciones en los modos de relación social (desde la menor proximidad interpersonal hasta la intensificación de la virtualidad) que podrían influir en el ordenamiento de los valores y pautas comportamentales y, consecuentemente, en los modos en que las sociedades se organizan. De allí que, ahí donde existe una crisis crítica, también se abra la posibilidad (aunque sea solo eso, una posibilidad) de transformar el rumbo de los acontecimientos. Porque a la postre –y dadas las condiciones– vuelve a sus actores agentes clave en el curso de patrones que, si bien institucionalizados, tienen un horizonte normativa e históricamente indeterminado.
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* Licenciada en Comunicación Social por la UCES, Magister en Ciencia Política por la Flacso (Argentina) y Doctoranda en Ciencias Sociales en la UBA con apoyo de la beca doctoral CONICET (2016-2022). Actualmente, se desempeña como profesora del CBC de la UBA, docente auxiliar de la UTDT y miembro directivo de la SAAP. Igualmente, en los últimos años (2018-2019) ganó becas de especialización e investigación en Santiago de Chile (Facso, PUC) y Porto Alegre (URFGS). Su tema de estudio son los liderazgos, partidos políticos y democracias en América Latina.
[1] Se diferencia el concepto de “líder” del de “liderazgo”. Mientras que “líder” refiere a las características personales de quien ejerce la autoridad para dirigir un grupo, “liderazgo” refiere a un tipo de relación social entre un grupo y un individuo (el líder) cuyo apoyo se basa en la confianza y la correspondencia de expectativas (Leiras 2019; D’Alessandro 2007).
[2] Generalmente asociados con los valores “posmateriales” (Inglehart 2001). Consultar Norris e Inglehart (2019) para las casos europeos y estadounidense y Vommaro y Morresi (2016) para el caso argentino.
[3] Es lo que la literatura conceptualiza como negative partisanship. Se trata de votantes que están más en contra de un partido que de otro y que oscilan entre la afiliación o simpatía por un partido y ninguna afiliación o simpatía por algún partido (Zuckerman et al. 2007, citado en Ames 2019, 2).
[4] Refieren a “modelos de acción” que se expresan tanto en el nivel del discurso, como en los modos de ejercer el poder político (Diz 2014, 229).
[5] Sea, por ejemplo, antidemócrata en Estados Unidos (Levitsky y Ziblatt 2018), antipetista en Brasil o antikirchnerista en Argentina (Goldstein 2019).
[6] Por ejemplo, mientras Donald Trump expresa una posición económica nacionalista y proteccionista y se opone a políticas ambientalistas, Jair Bolsonaro comparte el menosprecio por el medioambiente, pero se inclina por una economía abierta a los mercados internacionales (Goldstein 2019, 197-199) y Mauricio Macri comparte con Bolsonaro la mayor apertura a los mercados, pero no (o no explícitamente) el menosprecio hacia el medioambiente (ver Goldstein 2019, 210-211). Igualmente, la mayor valorización del “rol social del Estado” de parte del Partido Propuesta Republicana (PRO) liderado por Macri, le ha valido según Morresi (2016), el nombre de “conservadurismo compasivo” o “sensible”, cercano a “la economía social de mercado alemana” (ver Morresi 2016, 182-195) lo que lo aleja de Trump y Bolsonaro.
[7] Son las dimensiones habitualmente utilizadas para diferenciar izquierda y derecha (sobre esta discusión ver Luna y Rovira Kaltwasser 2014, 1-24).
[8] Según Zechmeister y Corral (2012) el significado de izquierda y derecha depende, en mayor medida, de los contextos de expresión y de los valores socioculturales (en particular, religiosos) y la posición socioeconómica de quien los pronuncia.
[9] El estudio de Kitschelt, Hawkins, Luna, Rosas y Zechmeister (2010) constituye una reconocida referencia al respecto.
[10] Así, se procura evitar los problemas asociados con el estiramiento conceptual –concept streching– (ver Sartori 1994, 34-40).
[11] Sin desconocer la importancia de la dimensión simbólica en las relaciones sociales y la injerencia del discurso en la formación de una sociedad más inclusiva e igualitaria, en adelante se emplea el genérico masculino para simplificar la lectura.
[12] Sobre el contexto de su emergencia y desarrollo, consultar Vommaro y Morresi (2016; 2015); Vommaro (2017).
[13] Algunas frases de Bolsonaro son ilustrativas al respecto: “el error de la dictadura fue torturar y no matar”; “sería incapaz de amar un hijo homosexual”; y, en referencia a los afrodescendientes, “ni para procrear sirven más” (Perfil 28 de octubre de 2018). Ello no desconoce que Macri también haya expresado ofensivas –“conmigo se acaban los curros de los derechos humanos” (Rosemberg 8 de diciembre de 2014)–. Pero ante el rechazo social, fueron catalogadas como “exabruptos”. Sobre este punto ver Bolcatto (2020, 27-28).
[14] Consultar Pasquino (2011, 287-316).
[15] Referido al mantenimiento de las jerarquías y la autoridad. En contraposición, procura “eliminar” (limitar, tergiversar, denostar y descalificar) aquello que interpreta como una “amenaza” al orden tradicional (O’Donnell, 2014c), en particular, organizaciones de la sociedad civil, partidos y movimientos sociales representantes de minorías.
[16] Grupos con una posición social no dominante –independientemente de su cantidad– que se vinculan con un rasgo de identidad y/o con atributos objetivos (como la etnia, raza, religión, orientación sexual, nacionalidad, lengua) (Organización de las Naciones Unidas, 2010).
[17] Por una cuestión de extensión este trabajo no analiza las campañas presidenciales de Macri ni de Bolsonaro pero se pueden consultar los trabajos de Annunziata (2018), Annunziata et al. (2018) y Vommaro (2017) sobre la campaña macrista y los de Andrade y Chaves Lima (2020) y Solano (2018) respecto de la bolsonarista. Igualmente, la autora las compara en Caruncho (2020)
[18] Sobre los estudios comparativos y el “diseño de máxima similitud”, sus ventajas y desventajas, consultar Landman (2011).
[19] No se desconoce que existen una variedad de arreglos institucionales hacia el interior de los presidencialismos argentino y brasileño que incentivan diferentes compor-tamientos (Palermo 2018), pero por sí solos no constituyen un elemento central para explicar los estilos de los liderazgos.
[20] Ver Goldstein (2019, 179-122).
[21] Conflicto intenso que, al adquirir visibilidad, divide a la sociedad en grupos enfrentados entre sí sobre los que construyen diferentes identidades y patrones de relación social (Segato 2007, 47).
[22] Se es consciente de las limitaciones que la selección de las coyunturas puede suscitar (consultar Munck 2010, 585-586). Aun así, se estima que la coherencia, la lógica y la sensatez de los argumentos secuenciales contribuirán a iluminar la discusión.
[23] Una amplia bibliografía muestra que los valores y las creencias dominantes comportan límites al comportamiento y son fundamentales para la organización de las relaciones sociales (Inglehart 2001, 33-34). En este sentido, la tolerancia social contribuye a, y es utilizada para, legitimar la autoridad política y el orden establecido (en parte, porque la élite dominante intenta moldearla para perpetuar su dominio). Las obras de Michel Foucault (1926-1984) y Pierre Bourdieu (1930-2002) han sido particularmente influyentes al respecto.
[24] Tratamiento diferenciado (simbólica y materialmente) a los miembros de un grupo (ver Almeida 2018)
[25] Es un proceso siempre incompleto, por eso en algunos momentos y bajo ciertas condiciones el conflicto puede revitalizarse.
[26] En términos generales, se lo puede definir como una doctrina o filosofía preocupada por el resguardo de las libertades individuales contra los abusos de poder estatal. En términos institucionales, ello implicaría un Estado pequeño que garantice las libertades individuales y la igualdad formal ante la ley (ver Bobbio 1994). Su ideario es generalmente sintetizado en los valores de “libertad e igualdad”, aunque ideario e instituciones (como lo muestra el caso argentino) no siempre van de la mano (Botana 1986).
[27] Se trata de procesos mutuamente implicados.
[28] La transición es guiada por el poder relativo y las estrategias de negociación llevadas por los actores pertenecientes al régimen saliente y entrante. En este sentido, el “éxito o fracaso” del resultado depende de la capacidad de una de las partes (en este caso, el régimen saliente) de imponer sus intereses y valores sobre los otros (O’Donnell 2014a; O’Donnell y Schmitter 1988).
[29] Los especialistas coinciden en que las características de las élites son clave para comprender el orden fundacional (Van Dijk 2007; Carvalho 2008; 2002; Botana 1986; Halperin Donghi 1982); y las FFAA, las organizaciones sociales y los partidos –además de élites– lo son para el desarrollo del siglo XX y sus transiciones democráticas (O’Donnell y Schmitter, 1988).
[30] Refiere a actores colectivos asociados con intereses sectoriales (como los sindicatos) y/o transversales (como los movimientos). Su clasificación como “sociales” no desconoce su dimensión política solo procura diferenciarlos, con fines analíticos, de los partidos. Para una distinción ver Vallès y Puig (2015).
[31] En su aspecto material (u objetivo), el Estado refiere a la instauración de un orden institucional basado en el monopolio de la coacción física legítima. En su aspecto simbólico, a la construcción tanto de una identidad social colectiva (plasmada en la sensación de pertenencia a una nación) como de consensos sociales en torno a un determinado orden (Oszlak 2014, 150-151). En ambos casos, la educación, el control sobre el culto y la obligatoriedad del servicio militar, entre otros dispositivos, constituyen importantes herramientas de penetración simbólica. Sobre estas consideraciones ver Oszlak (2014) y O’Donnell (2010).
[32] La esclavitud no alcanzó la intensidad que tuvo en las colonias de plantaciones (como Brasil y el Caribe). De allí que fuera un fenómeno más urbano que rural. Igualmente, el tipo de actividades a las que se orientaban los esclavos en las ciudades hacía menos interesante el mantenimiento de la institución; lo que explica en buena medida la gran cantidad de emancipaciones durante las últimas décadas del virreinato y su anticipada abolición (Halperin Donghi 2014, 86-87; Klein 1993, 25-26; Cáceres Freyre 1984, 437).
[33] En 1812, el gobierno de las Provincias Unidas prohíbe la introducción de esclavos al territorio. En 1813, la Asamblea General Constituyente dictó la ley de “libertad de vientres” por la que resultaban libres e iguales todos los ciudadanos nacidos en el territorio y los esclavos que entrasen en el país. A su vez, dictó un reglamento que amparaba la libertad de los hijos de esclavos y proveía lo referente a su educación, manutención y trabajo y ordenaba, bajo severas penas, su cumplimiento. De hecho, la ley constituyó en una referencia en la materia (Cáceres Freyre 1984).
[34] Hito que inicia la unión nacional. Sobre la formación del Estado argentino, consultar Oszlak (2014).
[35]Se reconoce que las motivaciones coyunturales de las élites también influyen en los procesos de toma de decisiones. Al respecto, se puede consultar Halperin Donghi (2014).
[36] Se tradujo más en términos de garantías y derechos formales, que de distribución y control del poder institucional (Botana 1986).
[37] La elección del término no ignora los procesos históricos que resultaron en la naturalización de esta categoría o la de sus conceptos asociados (indígenas, aborígenes, mulatos), ni la posibilidad de particularizar en su interior.
[38] Se usa el concepto en consonancia con el movimiento negro y los estudios raciales que entienden a la raza como una construcción social e incluyen dentro del término al conjunto de personas de piel negra, mulatos, mestizos y afrodescendientes.
[39] Las obras de Romero (2010), Botana (1984) y Halperin Donghi (1982) constituyen referencias imprescindibles a sobre la historia de las ideas políticas en el país.
[40] Se destaca “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina” (1852). Sobre su influencia se sugiere Botana (1986, 40-64). Sobre la discusión de la época, los puntos en común y las divergencias entre las élites (en especial, Juan B. Alberdi, Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento) Halperin Donghi (1982) y Romero (2010, 133-170).
[41] Sobre la obra de Sarmiento y su influencia en el proyecto nacional, consultar Villavicencio (2008).
[42] No se desconoce que la identidad nacional conlleva siempre cierto grado de homogeneización y exclusión de la alteridad, pero lo que llama la atención en el caso argentino es la fuerte presión homogeneizadora y la negación y privación de la entidad de la otredad (Cordero 2021; Segato 2007).
[43] Una variedad de estudios analiza las marcas discursivas y los procesos de racialización e invisibilización en la educación. Las investigaciones de Poggi (2010) constituyen importantes referencias al respecto.
[44] Sobre este punto, consultar Lenton et al. (2011).
[45] Denominación que tomó el conjunto de acciones militares contra los indígenas, especialmente aquellas realizadas a partir de la sanción de la Ley 947 en 1878 (conocidas como la “Campaña al desierto”) hasta la rendición de Sayhueque en 1885. Por extensión, se denomina también así a las acciones anteriores y posteriores en distintas zonas del país, especialmente en el Chaco (Lenton et al. 2011, 120).
[46] Su descenso no se debe solo a las campañas militares, pero fueron las prácticas estatales y los modos de relación con dichos grupos la principal causa de su paulatino deceso. Consultar Crivelli (2000).
[47] Uno de estos puntos fue la isla Martín García donde además circulaba la viruela. El gobierno buscaba que no “pesasen en el presupuesto” y que se “desculturizaran”, al perder sus vínculos sociales y su idioma (Crivelli 2000, 174).
[48] Cabe señalar que la inmigración masiva caracterizó al mundo atlántico entre 1870 y 1930. Asimismo, si bien en Brasil el fenómeno tuvo un papel destacado no fue, como en el caso argentino, determinante para comprender sus transformaciones demográficas (Fausto y Devoto 2005, 174-175).
[49] La población total incluye las poblaciones originarias no sometidas.
[50] Entre 1880 y 1930, Argentina llegó a ser el país en que la proporción de inmigrantes llegó a ser la más alta del mundo la cantidad (Gerchunoff y Llach 2003, 3).
[51] Entre 1860 y 1890 estuvo formado por una masa de “soldados voluntarios enganchados, delincuentes de menor cuantía y reclutas involuntarios” (Potash 1985,16). Es a partir de la segunda presidencia de Roca (1989-1904) que se producen reformas organizativas sustanciales. Para 1920, el futuro en la carrera militar pertenecía a los jóvenes graduados de escuelas profesionales (Fausto y Devoto 2005, 203-211).
[52] Fausto (1995) señala que la discusión académica gira en torno a dos factores: la homogeneidad se sus élites imperiales y el cuadro de relaciones internacionales de Brasil (en especial con Portugal e Inglaterra). Igualmente, otros analistas reconocen que el rol de Pedro I inicialmente ayudó en la misma dirección (Fausto y Devoto 2005; Bethell y Carvalho 1991)
[53] Sobre la importancia y rol del racismo científico, las teorías asociadas y las relaciones raciales en Brasil la obra de Skidmore (1976) constituye una referencia ineludible.
[54] Los prejuicios contra los afrodescendientes, aún abolida la esclavitud, contribuyeron a extender una variedad de prácticas discriminatorias sobre otras minorías y reducirlos, en general, a la exclusión y pobreza (Sousa 2019; Almeida 2018; Segato 2007; Baptista da Silva y Rosenberg 2007).
[55] Movimiento de rebeldía de tenientes de rango medio.
[56] Presidente entre 1930-1945 (período progresivamente autoritario) y 1951-1954 (período democrático). Constituyó uno de los políticos militares más influyentes del país.
[57] Su incorporación dio inicio a una burocracia sobre la que se cimentaron los movimientos populista y trabalhista y –por iniciativa de Vargas– dos de los partidos más importantes de Brasil hasta 1964: Social Democrático (PSD) y Trabalhista Brasileiro (PTB).
[58] Dicho régimen constituye la expresión más álgida de una sucesión de intervenciones militares durante el siglo XX (1930-1932; 1943-1946; 1955-1958; 1962-1963; 1966-1973; 1976-1983).
[59] Autodenominación de la dictadura.
[60] Según el informe de la Comisión nacional sobre la desaparición de personas (Conadep), hasta 1984 se recibieron 8.960 denuncias referentes a personas desaparecidas de los más diversos campos (obreros, estudiantes, empleados, profesionales, docentes, autónomos, amas de casa, conscriptos y personal subalterno de fuerzas de seguridad, periodistas, actores, artistas, religiosos) además de cerca de 340 Centros Clandestinos de Detención (CCD) (Conadep 2018, 475-477). Actualmente, la estimación histórica de los organismos de derechos humanos es de 30.000 desaparecidos (número mayoritariamente aceptado y reivindicado socialmente) y 500 CCD (Catoggio 2010, 10-11).
[61] Sobre este punto se sugiere García Holgado y Taccone (2018).
[62] Si bien los primeros signos de debilitamiento del régimen se expresaron en 1979 con la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) (Canelo 2016, 159), la derrota argentina en Malvinas socavó, finalmente, la autoridad y el poder político de los militares (Canelo 2016; Fausto y Devoto 2015).
[63] Refiere al proceso (no lineal) de redefinir y ampliar los derechos individuales y sociales (O’Donnell y Schmitter 1988, 20-21) además del inicio del diálogo entre las FFAA y la oposición moderada y la marginalización de la “línea dura” militar (Mainwaring y Viola 1985, 196).
[64] Argentina fue el primer país en América Latina en enjuiciar al gobierno militar. De hecho, el único antecedente que existía en la materia eran los juicios de los Tribunales Internacionales de Núremberg y Tokio. En este marco, el juicio se convirtió en un caso modelo a nivel internacional.
[65] Cabe aclara que Argentina también expresa diferencias en torno al pleno ejercicio de la ciudadanía, aunque son menos pronunciadas que en Brasil (O’Donnell 2014b, Fausto y Devoto 2005).
[66] En particular, entre 1964 y 1974 en que se inicia la liberalización del régimen. Ver Carvalho (2005).
[67] El, por entonces, presidente General Ernesto Geisel (1974-1979) definió la transición como “lenta, gradual y segura” (Fausto 1995, 490).
[68] Consultar la compilación de Stepan (1989).
[69] Algunos indicios de la liberalización lo constituyen la expansión de la movilización popular entre 1977 y 1980; el restablecimiento de ciertas libertades civiles y políticas y la ley orgánica de los partidos políticos (ley 6.777) de 1979 que habilitaba la formación de nuevos partidos y ampliaba la competencia electoral.
[70] Neves murió antes de asumir.
[71] La nueva ley orgánica de 1979 obligaba a todos los partidos a usar la palabra “partido” en su nombre. Así, el MDB pasó a llamarse Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y los integrantes de Arena formaron el Partido Democrático Social (PDS).
[72] Lo dicho no niega los avances en materia de derechos humanos en Brasil tras la democratización. Sobre su extensión y limitaciones ver Mitchell-Walthour (2019) y Santos y Wylie (2019), Martins y Pereira (2019) entre otros.
[73] Entre otras, consultar las recientes publicaciones de Goldstein (2021) y Castro y Vizcarra Castillo (2021).
[74] Los cambios interanuales pueden estar asociados a factores coyunturales, aunque, no alteran las tendencias.
[75] La excepción es el año 2015 donde ambos indicadores (confianza en la FFAA y la democracia) coincidieron.
[76] Se trata de uno de los indicadores sintéticos más utilizados para el análisis estadístico de la desigualdad. Sin embargo, su uso no desconoce la discusión en torno a la medición de la desigualdad.
[77] Está integrado por el componente “igualdad de protección” –equal protection– que mide el grado en que los derechos y las libertades entre los individuos y los grupos están igualmente garantizados por el Estado, y el componente “igualdad de distribución de recursos” –equal distribution–, que mide el grado en que los bienes socialmente valorados (educación, salud, trabajo) están igualmente garantizados por el Estado. Sobre el índice, sus componentes, conceptualización y medición, ver Sigman y Lindberg (2015).