HACIA UNA NUEVA DEFINICIÓN DEL PENSAMIENTO CONSERVADOR:

LA DISTINCIÓN ENTRE UN CONSERVADORISMO SUSTANTIVO Y OTRO ADJETIVO

 

Fabricio Ezequiel Castro*


IIGG – Universidad de Buenos Aires / CONICET

* fabricioecastro@hotmail.com

 

Recibido: 25 de septiembre de 2022

Aceptado: 7 de marzo de 2023

DOI: 10.46553/colec.34.1.2023.p149-192


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Resumen: En este artículo se propone un nuevo criterio para identificar autores o movimientos conservadores. Para ello, en la primera parte se critican una serie de afirmaciones típicas sobre la tradición conservadora, con el objetivo de evidenciar la necesidad de aportar otro enfoque. Luego, en la segunda parte, se presenta la distinción entre un conservadorismo sustantivo y otro adjetivo, y se indaga en la relación entre ambos conceptos. La noción sustantiva postula que el conservador defiende que la dirección política de lo social debe estar en manos de fuerzas suprapersonales (Dios, la tradición o el mercado), y no al servicio de la planificación humana. En cambio, la noción adjetiva reserva el término para expresar una actitud de rechazo al cambio que puede encontrarse en cualquier sector político. Hacia el final, se destacan las virtudes de esta distinción para la comprensión de la tradición política conservadora.

 

Palabras clave: Voluntarismo; fuerzas suprapersonales; conservadorismo sustantivo; conservadorismo Adjetivo

 

 

TOWARDS A NEW DEFINITION OF CONSERVATIVE THOUGHT: THE DISTINCTION BETWEEN A SUBSTANTIVE AND AN ADJECTIVE CONSERVATISM

 

Abstract: This article proposes a new criterion to identify conservative authors or movements. To do so, in the first part, a series of typical statements about the conservative tradition are criticized, with the aim of making evident the need to provide another approach. In the second part, there is a  distinction between a substantive conservatism and an adjective one, in which the relationship between both concepts is inquired. On the one hand, the substantive notion postulates that conservatives defend that the political direction of the social must be in the hands of suprapersonal forces (God, tradition or the market), and not at the service of human planning. On the other hand, the adjective notion sets aside the term in order to express the attitude of rejection of change presented in any political group. Towards the end, the virtues of this distinction are highlighted for the comprehension of the conservative political tradition.

 

Keywords: Voluntarism; Supra-personal forces; Substantive conservatism; Adjective conservatism

 

 

 

 

I. Introducción

 

En el ámbito de las ideas políticas, resulta de interés identificar los contenidos básicos de las diferentes corrientes de pensamiento tales como el liberalismo, el socialismo o el nacionalismo. Este ejercicio facilita el reconocimiento de un núcleo de proposiciones que dan lugar a una visión particular del mundo. En este marco, el caso del conservadorismo[1] resulta especialmente difícil, ya que no existe un acuerdo básico acerca de sus postulados principales. Como resultado de esto, posee una excesiva heterogeneidad de enfoques, tantos como estudiosos en la materia se encuentran (Bonazzi 2008; Fermandois Huerta 1996; Rodríguez Fontenla 2018).

En los peores casos, la dificultad de proporcionar una definición se sortea mediante la inagotable enumeración de grupos o ideas vagamente señaladas como conservadoras. De este modo, se habla de un conservadorismo español, francés, anglosajón[2], etc. (Viereck 1959) y se diferencia, también, a las reflexiones conservadoras del siglo XVIII, XIX, XX, hasta nuestros días (Herrero de Miñón 2008). Sin embargo, la distinción histórica y geográfica de fenómenos, partidos políticos o autores que aparecen como conservadores, o que se cree que lo son, no constituye un criterio claro para distinguirlo, porque continúa ausente la postulación de un concepto general capaz de contener a la mayor cantidad posible de casos particulares.

Además, el aparente arraigo del conservador hacia lo existente conduce a la idea de que cada conservadorismo es único y diferente a los demás. Por eso suele sostenerse que cada situación enfrentada por el conservador es específica, y de ahí que resulte tentador para el investigador refugiarse en la casuística. La supuesta inaprensible variedad de la corriente conservadora ha generado cierta resignación a definirla con precisión. De hecho, autores como Russell Kirk (2009) sostienen que esta inclinación a la indefinición le hace justicia al movimiento. Sencillamente, el conservadorismo no debe ni puede ser definido. Es más: lo conservador es anti-teórico por definición.

No obstante, otros trabajos han seguido el camino contrario al indicado por Kirk y se han dado a la tarea de conceptualizar al fenómeno conservador. Los aportes exhiben perspectivas diversas, desde aquellas que lo consideran una ideología defensora del statu quo (Huntington 1957), las que lo entienden como una disposición o actitud de la conducta (Oakeshott 2009) y las que lo asimilan a la defensa de los valores tradicionales de la comunidad (Luri 2019), entre muchas otras. Estas posiciones también presentan serias dificultades para dar una imagen adecuada de lo conservador, puesto que, anticipamos, suelen reducirlo a la defensa de lo existente (Huntington 1957), a una característica antropológica sin contenido político (Oakeshott 2009) o a la aceptación pasiva de un tradicionalismo cultural (Luri 2019).

Las controversias y vaguedades a la hora de precisar al conservadorismo vuelven necesaria una tarea de crítica a las definiciones existentes y de aporte de una propuesta superadora. Precisamente, este artículo se propone ambos objetivos. Para lograrlos, dividimos la presentación en dos partes. En la primera, nos ocupamos de la crítica a las definiciones existentes. Allí, se recopilan seis afirmaciones típicas sobre lo conservador, para luego mostrar la insuficiencia de cada una. Dichas afirmaciones fueron extraídas del análisis de un extenso corpus bibliográfico compuesto por ensayos, artículos académicos, tesis doctorales y diccionarios especializados en ciencia política, entre otros materiales que se han ocupado de elaborar algún tipo de punto de vista relativo al conservadorismo.

La segunda tarea es propositiva. Una vez demostradas las falencias de las nociones corrientes, presentaremos una distinción alternativa compuesta por dos clases de conservadorismo. Por un lado, el conservadorismo sustantivo, que entenderá a lo conservador como una corriente de pensamiento político con peso propio que afirma que la dirección de lo social no debe ser controlada por la voluntad humana consciente, sino que debe estar en manos de fuerzas impersonales como Dios, la tradición o el mercado. Por otro lado, hablaremos de conservadorismo adjetivo para describir el comportamiento político de rechazo al cambio y defensa de lo existente. En este caso, no se trata de una corriente de pensamiento como tal porque la conducta de desear o rechazar un cambio es propia de cualquier grupo político, con independencia de sus ideas.

Finalmente, indagaremos en la relación entre los dos tipos de conservadorismo para establecer qué ocurre cuando el conservador se ve obligado a abandonar una actitud conservadora para combatir los cambios, sobre todo revolucionarios, que considera gravosos para el devenir natural de lo social. Una vez desplegado esto, las conclusiones darán cuenta de las ventajas heurísticas del modelo propuesto[3].  

 

 

II. Primera parte: afirmaciones típicas sobre los conservadores

 

A nuestro modo de ver, las seis afirmaciones habituales para caracterizar a la corriente conservadora son las siguientes:

(1) El conservador está en contra del cambio y a favor del statu quo,  (2) el conservadorismo es una actitud o disposición de la conducta, (3) el pensamiento conservador es anti-ideológico y anti-teórico, (4) el pensamiento conservador es una ideología y/o una teoría, (5) el conservadorismo es la defensa de la comunidad y de sus tradiciones, y (6) es la contracara del progresismo[4].

Esta reconstrucción pretende únicamente recortar tipos de argumentos para discutirlos de modo separado. De ninguna manera busca imponer una clasificación exhaustiva ya que, con toda probabilidad, sería posible hallar otros significados no incluidos en la enumeración anterior. Además, las afirmaciones están lejos de ser excluyentes entre sí, y un mismo autor puede sostener varias de ellas al mismo tiempo sin contradecirse. De hecho, esto será lo más habitual. Con estas aclaraciones en mente, analizaremos cada una de las afirmaciones frecuentes para detectar sus puntos débiles.

II.1. El conservador está en contra del cambio y a favor del statu quo

 

Una noción difundida sobre el conservadorismo dice que los conservadores son aquellos que desean impedir los cambios. Con frecuencia, tanto en el discurso académico como público, son llamados así quienes se pronuncian en favor de la conservación de lo existente y contra toda transformación social. Asociada a esta idea aparece otra, que asegura que un conservador no es más que un defensor del statu quo[5] a quien le resulta inconveniente para sus intereses de grupo o de clase modificar el orden vigente.

Esta consideración se basa en la idea de que la defensa de lo establecido es una exigencia de lo conservador, ya sea porque los conservadores valoran o tienden a preferir el presente estado de cosas o porque creen que cambiarlo lo empeoraría aún más. Para ellos, a pesar de la imperfección del mundo, toda intención de modificarlo sería perjudicial. En algunos casos, se les atribuye un interés específico (de clase o de cualquier tipo de jerarquía) que justifica la resistencia política a los cambios. 

Sin embargo, son pocos los autores que asimilan al conservadorismo con una automática oposición al cambio, más bien lo asocian a una defensa lenta y gradual del mismo[6]. En la literatura revisada, el primer paso es refutar el “mito” de lo conservador como un obstinado rechazo al cambio. Varios conservadores parten de esta impugnación para reflexionar mejor sobre las bases de esta corriente política. Por ejemplo, Robert Nisbet (1986) sostiene que los conservadores no desprecian el cambio sino tan sólo una forma específica de él: la innovación, es decir, la transformación radical. En una dirección similar, Kirk (2009) afirma que el conservador favorece los cambios graduales frente a los radicales. De ahí surge el rechazo a los métodos extremos de transformación social, como los de la revolución política.

Por su parte, William Harbour (1985) afirma que es un absurdo asociar al conservador con la defensa del statu quo porque si así fuera el conservadorismo como tal no existiría, pues carecería de especificidad, y todo dependería de cuál es el pensamiento dominante. Irving Kristol critica a los auto-denominados conservadores de su época porque “consideran al conservadorismo como un compromiso (…) con el status quo; el conservadorismo, según ellos, no puede afrontar la cuestión acerca del futuro del mundo” (1986, 296).

Clinton Rossiter (1986) asigna a la moderación y a la prudencia un rol central en el modelo de cambio conservador. Galat (1982) agrega que lejos de ser “quietista”, el conservador sólo impide que algo valioso se adultere y, si es posible, lo enriquece y fortalece[7]. Más en general, dentro de la nómina de características asociadas al conservadorismo se encuentra la prudencia frente a los cambios, la moderación o el rechazo a las innovaciones políticas y cierto escepticismo acerca de las posibilidades de éxito de lo novedoso (Grillo 1999; Quinton 1978; Viereck 1959), pero no una actitud negativa al cambio en sí mismo.

Más cercano en el tiempo es el estudio de Ted Honderich (1993) sobre el conservadorismo anglosajón, en el que el autor reconoce que son pocos los conservadores que sostienen esta idea y que, en efecto, ser conservador es algo más que el repudio a las transformaciones sociales. O´Hara (2014) revisa trabajos recientes que ven en el conservadorismo un sesgo en favor del statu quo. El autor niega esta hipótesis, dado que para los conservadores siempre existirán aspectos negativos del presente e incluso, si el estado social es crítico, sugerirán cambios radicales. El debate es más bien sobre cómo gestionar el cambio (Andreasson 2014; O´Hara 2014).

Finalmente, Corey Robin (2019) desestima la relación entre conservadores y cambio, sea éste radical o moderado. En su definición, ser conservador significa la defensa de órdenes jerárquicos en la sociedad y, por lo tanto, la protección frente a los intentos de emancipación de las clases subordinadas. Aunque el autor lo niegue, este argumento no dista demasiado de la asociación entre conservadorismo y statu quo. A fin de cuentas, en su crítica va implícita una noción de orden establecido, aún cuando se concentre en la desigualdad de dicho orden[8].  

Ahora bien, los autores mencionados tienen claro que la corriente es algo más que una inclinación contraria al cambio. De hecho, es posible decir que cualquier tipo de pensamiento político atacará tarde o temprano alguna transformación social con la que desacuerda. Por lo tanto, seguir este camino para definir al conservador borra todo contenido filosófico y político específico.

En cuanto al argumento que asimila lo conservador a la defensa del statu quo, éste exige previamente una respuesta acerca de qué o quiénes lo conforman, de tal manera de ligarlo a grupos de interés específicos que lo identifiquen del resto. Caso contrario, de tomarse al pie de la letra, el conservadorismo es nada más que oficialismo político y cualquier sector político o pensador políticamente relevante se encontrará en dicha posición en algún momento de su historia. Conceptualizar de este modo diluye nuevamente el significado de una corriente con ideas y trayectoria.

Por lo tanto, para ser válida, la correspondencia entre ser conservador y sostener el statu quo debe responder a preguntas difíciles: ¿cualquier rechazo al cambio significa defender el statu quo? ¿Los defensores de lo establecido siempre deben ser ligados a lo conservador? ¿En todos los casos los impulsa un afán privado o de grupo ligado a sus intereses personales? Lo cierto es que las respuestas posibles se exponen a una larga nómina de contraejemplos presentes en tradiciones políticas ajenas al conservadorismo.

Para resumir, el conservadorismo está lejos de ser una automática oposición al cambio porque todas las corrientes mantendrían algo intacto si ellas protagonizaran la dirección social o política. Tampoco es la defensa interesada del statu quo si se tiene en cuenta que otras posiciones políticas también desearían proteger a los grupos con los que afilian y, además, porque aun en ese caso existe cierta independencia entre la coherencia de un argumento y el interés que lleva a pronunciarlo. ¿Cuál es, entonces, la relación entre conservadorismo y cambio? Por el momento alcanza con anticipar que el conservador se opone a un tipo específico de cambio: aquél entendido como radical.

Por último, y aún con todo lo expuesto, este trabajo rescata parte de la idea de que el conservador desprecia los cambios. Dicha idea permanece en el discurso coloquial sobre el conservadorismo y sigue siendo útil para identificar actitudes políticas. Sin embargo, no haremos de ella el centro de nuestra definición, sino que la reduciremos a una conducta imputable a cualquier grupo político teniendo siempre en cuenta que quien tenga en sus manos los destinos políticos o quien haya consolidado su posición de poder no se convierte por arte de magia en un conservador, a menos que reduzcamos el término al de un comportamiento político más de entre otros posibles.

 

II.2. El conservadorismo es una actitud o disposición de la conducta

 

Emparentada con la opinión que entiende al conservador como aquél contrario a los cambios existen puntos de vista que lo asocian a una cualidad antropológica inscripta en la naturaleza humana. De este modo, es pensado como una inclinación del comportamiento y/o de la mente tendiente a la conservación de lo que nos rodea. La palabra exacta mediante la cual recojan esta idea varía, pero su significado y consecuencias para la teoría conservadora son similares.

La supuesta disposición natural a la conservación es presentada a menudo bajo la forma de un estadio instintivo, psicológico e incluso irracional, sobre el cual se montarán después los contenidos filosófico-políticos concretos. Según esta visión, en los seres humanos habita una íntima compulsión conservadora que se hace consciente al enraizarse en un programa político coherente.

Uno de los autores cercanos a esta opinión es Lord Hugh Cecil. Para él, existe lo que se denomina un “conservatismo natural” fruto del temor a lo desconocido y del sentimiento de apego por lo tradicional. A tono con esta idea, Kirk afirma que lo conservador es un modo de comportarse frente al mundo, un “estado de ánimo y un tipo de personalidad, una manera de situarse ante el orden cívico y social” (2009, 41). En la misma línea, R.J. White afirma que “el conservadurismo es menos una doctrina política que un hábito mental, [es] un modo de sentir, una manera de vivir” (Citado en Eccleshall 2004, 84). La opción por lo establecido anclaría entonces en un sentimiento interior y en una orientación subjetiva de la conducta.

Por su parte, Rossiter menciona que el conservadorismo “temperamental” es el modo más primitivo de ser conservador. Este temperamento es “una disposición ´natural´ del hombre para oponerse a cualquier cambio sustancial en sus modos de vida” (1986, 20). El comportamiento del conservador evoluciona cuando se convierte en “filosófico” y surgen principios y valores ordenadores. Del mismo modo, Viereck habla del “temperamento conservador” como un “inarticulado estado de la mente” (1959, 21).

En el mismo sentido, el conservador Roger Scruton (2018) reconoce la existencia de una actitud conservadora radicada en el instinto humano, pero cree que el conservadorismo político como tal surge durante las revoluciones europeas del siglo XIX para proteger el antiguo régimen atacado por los revolucionarios. Goodwin concluye que el conservadorismo es una ideología, pero “arraigada en intuiciones y emociones muy difundidas” (1997, 205). Biológica y psicológicamente existe una inclinación hacia la conservación de lo existente: “los instintos conservadores son pre-intelectuales y se ponen en juego cuando fracasan las ideologías racionalistas” (1997, 205). Lo mismo opina Prezzolini: “la conservación es un instinto vital, que puede ir acompañado de conciencia filosófica” (1979, 23). Galat prefiere hablar de “una energía espiritual, pero más que todo psicológica y casi animal, que (…) denominaremos talante conservador” (1982, 1193).

Uno de los aportes más elaborados sobre la actitud conservadora proviene del marxismo de Karl Mannheim (1963, 1987), quien distingue entre dos clases de conservadorismo: el natural o tradicionalista y el moderno o particular. Por el primero, entiende la “tendencia a adherirse a normas vegetativas, a viejos modos de vida” (1963, 107) y por lo tanto es “una característica psicológica formal de la mente de todo individuo” (1963, 107). Por “formal” debe entenderse la independencia entre la actitud y el contenido a preservar, que eventualmente puede ser cualquiera. Simplemente, aquí el autor se refiere a una predisposición humana contra lo novedoso. Ahora bien, Mannheim vincula más claramente que otros autores la relación entre la actitud conservadora (o tradicionalismo en sus términos) y su expresión filosófica o programática denominada conservadorismo moderno. Esta última es una derivación reflexiva y sustantiva de la actitud tradicionalista. El proceso de concientización se hace patente (y aquí gana fuerza la filiación marxista del autor) como resultado de los conflictos de clase, que dotan a sus protagonistas de los contenidos que refuerzan su innato sentimiento reactivo[9].

Finalmente, abordemos las reflexiones de Michael Oaskeshott. Si bien consta de más elementos, su conservadorismo es también una “actitud, una disposición” (2009, 45-46) que desconfía de los cambios y tiende a preferir lo existente. En un famoso pasaje, el autor exclama que “ser conservador consiste (…) en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la felicidad presente a la dicha utópica” (2009, 47). Se trata de una preferencia por la familiaridad del mundo conocido. Como contraparte, nace una desconfianza por la innovación y la novedad. De ahí la “aversión al cambio, toda vez que éste se presenta siempre, primero, como una pérdida” (2009, 49) y que vincula la actitud conservadora con nuestro primer punto sobre el rechazo al cambio.

Del recorrido anterior observamos que a pesar de la variedad terminológica el argumento se repite, sea que hablemos de una “tendencia de la mente humana” (Cecil 1929, 9), de un “estado de ánimo y un tipo de personalidad” (Kirk 2009, 41), de un “hábito mental” (Citado en Eccleshall 2004, 84), de un “temperamento” (Rossiter 1986, 20; Viereck 1959, 21), de una “intuición” (Goodwin 1997, 205), de un “instinto vital” (Prezzolini 1979, 23), de un “talante” (Galat 1982, 1193), de una “característica psicológica” (Mannheim 1963, 107) o de una actitud (Oakeshott 2009; Scruton 2018). En todos los casos el conservadorismo se relaciona a un ineludible rasgo antropológico.

Las críticas al postulado de la actitud conservadora son abundantes. Eccleshall (2004) observa que dicha posición naturaliza lo conservador, convirtiéndolo en un atributo irrenunciable que niega el carácter situado de esta tradición política[10]. Por su parte, Quinton (1978) y Honderich (1993) creen que nuestra corriente necesita de una base más estable que una mera actitud. Coincidimos con estas apreciaciones. Comprender a lo conservador como una disposición de la conducta vacía su contenido, pues se carece de un criterio que lo recorte y lo diferencie del resto de las opciones políticas. Así, queda reducido a una inclinación del espíritu humano atribuible a cualquier movimiento político. Para nosotros, ser conservador no tiene nada de antropológico o natural. Es simplemente un modo más de observar e intervenir sobre el mundo, como tendremos ocasión de ver.

En resumen, la idea de actitud conservadora no puede constituir una definición sobre el conservadorismo porque, en primer lugar, le resta carácter político al asociarlo a un rasgo antropológico natural (a tono con la crítica de Eccleshall) y, en segundo lugar, porque esta reducción impide darle un mínimo de contenido filosófico.

Ya hemos dicho que nuestro trabajo rescata en parte al conservadorismo como oposición al cambio y lo mismo sucede en este caso. Mantendremos la idea de lo conservador como noción formal de rechazo al cambio propia de cualquier grupo, pero quitándole el componente antropológico estudiado más arriba. En la segunda parte, llamaremos “conservadorismo adjetivo” a esta idea.

 

II.3. El conservadorismo es anti-ideológico y anti-teórico

 

A partir de una crítica a la noción de ideología y/o de teoría, varios autores describen al conservadorismo mediante una serie de principios generales sin un criterio que posibilite una demarcación clara. Esta postura depende de la consideración previa del término ideología, en general entendida de modo peyorativo como el intento de la voluntad humana por ajustar la vida social a unos parámetros establecidos racionalmente o, con otras palabras, como la pretensión utópica de crear un mundo nuevo despreciando los procesos reales de la vida histórica. En cuanto a la teoría, suele afirmarse que el conservador se concentra en lo particular, desdeña las generalizaciones y justifica su causa inmediata (Ashford y Davies 1991). Desde esta posición, es imposible elaborar una teoría y/o una serie de dogmas, porque se trataría de un resumen abstracto y racional contrario al sentir del conservadorismo.

En su mayor parte, los neoconservadores norteamericanos son los que mejor formularon la idea precedente, con las notables excepciones de Huntington (1957) y de Nisbet (1986). Clinton Rossiter (1986) detalla varios tipos de conservadorismo, siendo el más elaborado el “filosófico”, por estar compuesto de contenidos generales. Rossiter enumera más de veinte advirtiendo que no es obligatorio adscribir a todos ellos para ser calificado como conservador. Los principios expresan la tradición anglosajona originada por Edmund Burke y continuada en los Estados Unidos, con tonos más liberales. Algunas de esas características incluyen la naturaleza humana pesimista, la prioridad de la libertad frente a la igualdad, la visión social organicista, entre otras.  

Peter Viereck (1959) es otro conservador norteamericano ocupado en señalar las particularidades del conservadorismo, con el objetivo de dar una referencia general de su contenido. Esto no podría hacerse de otra manera, advierte, debido al carácter antiteórico de esta corriente enemistada con las abstracciones de la razón. Lo dicho impide su fijación intelectual y obliga a una dedicada atención a las manifestaciones tradicionales de cada conservadorismo[11]. Más contenidos asociados al conservador incluyen la preferencia por la libertad, el destacado papel de la religión en el orden social y la desconfianza en la capacidad innovadora del hombre.

Otro referente es William R. Harbour (1985). Al igual que Viereck cree que el carácter anti-ideológico del conservadorismo lo vuelve un movimiento de imprecisa definición, para el que alcanza con dar referencias orientadoras. Por eso, únicamente es posible dar un sentido general y de ahí que el autor enuncie nueve características al mismo tiempo que indica que alguna puede ausentarse en un conservador[12]. De entre ellas destacan la importancia de la religión, el pesimismo antropológico, el anti-utopismo, el pragmatismo y la preferencia por las reformas graduales. En cuanto a Kirk (2009), repasa en unas conferencias pronunciadas entre 1988 y 1993 diez principios básicos del conservador, que incluyen la creencia en una ley moral divina, la valoración de las costumbres, la prudencia y la moderación, entre otras. Sin embargo, en su clásico trabajo de 1953, The conservative mind, la recopilación es ligeramente distinta, lo que ilustra la imprecisión de Kirk (2001), a pesar de no haber severas contradicciones entre una presentación y la otra (Borgucci 2016).

Fuera de este grupo hay más trabajos que extienden esta lógica. Honderich (1993) señala 19 características conservadoras. Prezzolini (1972) llega al absurdo de mencionar 53 principios del conservadorismo[13]. Galat (1982) considera propios de esta corriente la religión, el tradicionalismo, la sociedad jerárquica y el respeto por la experiencia y lo real. Von Beyme (1985) menciona la inclinación religiosa, la desconfianza en el progreso, el pesimismo antropológico y la adaptación a las circunstancias. Luego concluye que no pueden darse más precisiones[14].

Las dificultades de esta estrategia son varias. En primer lugar, es imprecisa en exceso. Otorgar una serie de rasgos abiertos a lo conservador entorpece el análisis de los casos individuales. Al realizar imputaciones conceptuales permanece una franja especulativa. Con otras palabras, ¿cuántas características son necesarias para afirmar la procedencia conservadora de un autor? Si la respuesta fuera que la mayoría (supongamos, la mitad más una) entonces podría decirse que la nómina inicial de atributos puede ser más pequeña. Y si bastara con menos habría que justificar por qué las elegidas son más relevantes que las restantes que son mayoría. Aplicado a muchos casos, el resultado es que a cada objeto de estudio se le da una descripción distinta. Al final del día, ningún esquema de principios es representativo de un conservador porque los contornos de la clasificación son nebulosos en ausencia de una ponderación reguladora.

En segundo lugar, la idea de que el conservadorismo es enemigo de la abstracción por vía de su particularismo revela ser falsa desde el momento en el que se generalizan características, o sea, desde que se otorga algún tipo de universalidad mayor al caso[15]. El recelo del conservador por la ideología no prohíbe que el investigador elabore criterios, teorías o dogmas fundamentales sobre él. En este sentido, se halla exento de convertir en premisas epistemológicas las posiciones políticas de su objeto.

En último lugar, y vinculado a lo anterior, es dudoso que el conservador esquive la teoría o la abstracción como tal. Su lucha es contra la reimpresión en el orden social de modelos elaborados por la razón. Es decir, los conservadores combaten el cambio radical surgido de la planificación humana intencional, fruto de un racionalismo que se cree eficaz para reordenar el mundo. De lo dicho no se sigue el abandono de la teoría abstracta y de ahí que los autores citados confundan esto con su implantación práctica.  

En suma, la estrategia de resumir al conservadorismo en principios para evitar su racionalización se vuelve inadecuada para definirlo en virtud de que (1) debilita su definición, (2) no existe relación necesaria entre el rechazo político del conservador a la ideología o a la teoría (en la particular concepción de sus defensores) y la vocación del investigador por conceptualizarlo y (3) lo que el conservador en realidad resiste es la aplicación política de los modelos teóricos o de los programas ideológicos[16].

 

II.4. El conservadorismo es una ideología y/o una teoría

 

Incorporar al pensamiento conservador dentro del concepto de ideología política superaría en principio las dificultades del punto anterior que hacían de este movimiento un manojo impreciso de atributos. Al mismo tiempo, contiene una doble desventaja. En primer lugar, la inclusión corre el riesgo de desplazar la atención principal hacia la definición de ideología condicionando la relación de primera mano con los materiales. En segundo lugar, un concepto muy genérico podría volverse un mero contenedor de características de lo conservador y replicar así la imprecisión ya estudiada.

De este último tipo son la mayoría de los textos revisados. Nisbet utiliza un concepto de ideología laxo, puesto que para él “es un conjunto, razonablemente coherente, de ideas morales, económicas, sociales y culturales, que tiene una relación consistente y bien conocida con la política y el poder político; más específicamente, una base de poder que hace posible la victoria de ese conjunto de ideas” (1986, 8). Las ideologías contienen dogmas o creencias y valores más o menos permanentes. Los dogmas conservadores incluyen la valoración de la experiencia histórica por encima de la abstracción, la defensa del prejuicio por sobre la razón humana, y la protección de los poderes intermedios contra los intentos de apropiación personal del poder, entre otras.

En una línea similar, para Goodwin la ideología es “un pequeño número de creencias e intuiciones que forman una concepción del mundo coherente” (1997, 182). La concepción conservadora cree en una antropología pesimista (en especial, en la idea católica de pecado original) y en el organicismo, según el cual cada individuo posee un lugar y una función en la sociedad que habita. Para la autora, una particularidad de la ideología conservadora es su activación cuando ve amenazado su modo de vida.

Por el contrario, para Eccleshall la ideología es una aspiración respecto de cómo debe ser el mundo y un plan de acción para concretarlo. Esto es justamente lo que rechazaba el punto anterior. El conservadurismo es de este modo “un fenómeno histórico: un conjunto de creencias que determinados grupos sociales empezaron a articular en un momento histórico concreto” (2004, 85).

Los trabajos anteriores persisten en la vaguedad enumerativa. Llamarlas ideológicas favorece su comparación con otras corrientes, pero la elección de características sin ponderarlas o subsumirlas a un núcleo central se expone a la contrastación con la diversidad de conservadorismos existentes.

Una reflexión original es la de Huntington (1957), para quien el conservadorismo es la justificación teórica resultante de la lucha por la preservación de las instituciones amenazadas por las innovaciones. Esto lo convierte en una teoría “situacional”, que actúa para reaccionar a una “situación” de ataque de lo establecido. Lo interesante de su visión es que el carácter situado de la defensa no le impide ser ideológico[17]. A diferencia del resto de las ideologías, guiadas por un ideal que les sirve de vara para juzgar y exigir cambios a una sociedad, los conservadores son ideólogos “posicionales” que sostienen una “posición” intelectual nacida especialmente para contrarrestar la destrucción de lo existente. El conservadorismo puede resumirse en principios, y de hecho los tiene, pero carece de un contenido universal.

La posición de Huntington tiene la ventaja de explicar la variedad teórica de los conservadores. Pero sobre ella valdría la misma pregunta que nos hemos estado haciendo: ¿cualquier grupo político puede ser conservador? En efecto, el autor parece confirmarlo cuando en la última parte de su ensayo invita a los liberales de los Estados Unidos a volverse conservadores y a velar por la protección de sus instituciones. A fin de cuentas, su visión se limita a comprender al conservadorismo como una ideología de la resistencia al cambio. Su punto de vista aplicaría a cualquier posición política interesada en conservar sus logros, y esto aún cuando sea posible determinar valores y principios comunes a lo conservador, ya que simplemente son lecciones acerca del resguardo del orden vigente que todos (por ejemplo, los liberales) podrían utilizar.   

Distinta es la opinión de Michael Freeden (2003), quien elaboró una de las hipótesis más robustas del conservadorismo como ideología. Para Freeden, las ideologías son “patrones intelectuales recurrentes de pensamiento-comportamiento (…) que, como mapas esquemáticos de un territorio desconocido, ayudan a los agentes a orientarse en el mundo político y social que los rodea” (2003, 8). Funcionan como una red estructural de conceptos de gran amplitud, cuyos componentes establecen relaciones mutuas entre sus significados.

Según Freeden (2003) la resistencia a definirlo como una ideología ignora que lo conservador es una visión del mundo político como cualquier otra y que, a diferencia de Huntington (1957), se compone de conceptos nucleares comunes a toda su historia. La reticencia se origina en la mala identificación del núcleo de lo conservador, que induce a pensar en su inexistencia. Los teóricos conservadores “han estado buscando el ideario contrario al de los liberales y socialistas en relación con la naturaleza humana, la justicia distributiva y la relación entre el estado y el individuo [pero] en el discurso conservador esas ideas no muestran una continuidad estable” (Freeden 2003, 78).

Para Freeden es posible establecer dos conceptos nucleares del conservador. El primero es la inquietud frente al cambio radical y planificado, y el segundo es la distinción entre el cambio natural y antinatural. Los conservadores se inclinan por el cambio natural, lo que significa que rechazan las transformaciones antinaturales, o sea, las promovidas por la voluntad humana, porque socavan las bases del orden social. Todos los movimientos conservadores incluyen, entonces, estos dos aspectos mínimos si quieren ser calificados de tales. La construcción de Freeden es un aporte significativo por su intención de acercar un criterio que identifique conservadores. Con diferencias apreciables, nuestra posición recogerá parte de sus postulados.

Estudiemos las ventajas y desventajas de considerar al conservadorismo como una ideología. Sin dudas es ventajoso sumarlo al conjunto de tradiciones políticas en lugar de tacharlo de movimiento anti-teórico o anti-ideológico. Como desventaja, la dependencia de la noción de ideología acapara la discusión a tal punto que el grueso de los comentarios se dirige más hacia dicha noción que al fenómeno conservador. Por ejemplo, la tesis de Rodríguez Fontenla (2018) recapitula en exceso el concepto de ideología y demora así la reflexión sobre su objeto original. Esto no es forzosamente un error, pero seguir un criterio similar obstaculizaría los propósitos de este artículo de buscar un criterio más simple y general para abordar el conservadorismo.

Desembarazarse de la noción de ideología flexibiliza el contacto primario con los materiales, pues evita subsumirlos a un denso concepto previo y favorece la libertad del investigador para hallar una noción positiva de lo conservador. Preferiremos una estrategia menos constreñida por el peso de lo ideológico, ineludible de tratamiento extenso si el académico se ampara en ella, como se verá en la segunda parte.

 

II.5. El conservadorismo es la defensa de la comunidad y de sus tradiciones

 

Quienes se insertan dentro de esta opinión consideran que la esencia del conservadorismo reside en la protección de las costumbres, las tradiciones y los modos de vida construidos históricamente por una sociedad. La defensa de la identidad común y de la pertenencia a un mundo compartido es una obligación política y moral que debe asumir el conservador. Para ilustrar este apartado traeremos los aportes contemporáneos de Roger Scruton (1991b, 2018a, 2018b) y de Gregorio Luri (2019).

En el caso de Scruton, su posición remite a la de Edmund Burke. En especial, toma su idea de que la sociedad es un gran contrato entre el pasado, el presente y el futuro, que demanda a sus integrantes un traspaso responsable de las formas de vida acumuladas a lo largo del tiempo[18]. Se trata de conservar la herencia colectiva, reconocible en tradiciones y costumbres. Por tradición no debe entenderse únicamente la peculiaridad de cada cultura, sino que su significado es más profundo, porque ella ofrece un marco de referencia e inteligibilidad del mundo y brinda un modo de (re)conocer lo que nos rodea. Las tradiciones se expresan en prejuicios o “soluciones tácitas, compartidas y encarnadas en prácticas sociales y en expectativas inarticuladas, que habitualmente se adoptan sin explicarlas ni justificarlas” (2018b, 55). Atacar a las instituciones de pertenencia pone en riesgo la identidad individual y social, porque los individuos son el resultado de la evolución de la sociedad que habitan, y la conservación política de la comunidad que integran es una exigencia moral anclada en el reconocimiento y la estimación de lo que ella proporciona.

Para Scruton, entonces, el conservadorismo es sencillamente “un intento por conservar la comunidad que tenemos, no en cada uno de sus aspectos (…) sino en todo aquello que garantice que esa comunidad sobrevive a largo plazo” (2018b, 16-17). Esta conservación conlleva deberes sociales, pues “para un conservador, los seres humanos llegan a este mundo rebosantes de obligaciones, y están sujetos a instituciones y costumbres que contienen en sí un legado valiosísimo de sabiduría” (2018, 30). Al proteger a la sociedad, el individuo protege la fuente misma de su humanidad, ya que la particular conformación de su colectivo forma su estructura cognoscitiva.

Según nuestro pensador inglés el enemigo de los conservadores es el racionalismo político que toma fuerza a partir de la revolución inglesa de 1688 y la norteamericana y francesa de finales del siglo XVIII. Estos movimientos políticos promovieron la reformulación de las instituciones de acuerdo a una planificación amparada en la idea de que era posible construir una nueva sociedad. Para lograrlo había que destruir las instituciones vigentes, las tradiciones y las costumbres resultado de una evolución de siglos. Pero, para Scruton (2018) lo cierto es que una comunidad no se impone, sino que florece desde abajo en la libre asociación de los individuos y sin la dirección consciente de alguna voluntad[19].

El mismo esquema sigue el trabajo de Gregorio Luri (2019). Este autor afirma que la nota central de lo conservador es la protección de la comunidad. Detalla su punto de vista mediante una metáfora, según la cual una comunidad es una “pluralidad armónicamente cohesionada que parece moverse y evolucionar al ritmo de su propia música” (2019, 71). La “música” simboliza la unidad cultural característica de una agrupación, con sus tradiciones y su forma de entender el mundo. Esto es lo que dota de humanidad al individuo, pues les ofrece un marco de interpretación del mundo, una “música” y un “baile” imposibles de obtener en soledad.

Los enemigos del conservadorismo son para Luri los utópicos políticos, los disconformes con la comunidad, que planean reemplazarla por sus propios parámetros de vida como si acaso fuera posible fabricar una sociedad: “El conservadurismo político es [una reacción] contra la orgullosa pretensión de los revolucionarios de presentarse a sí mismos como los protagonistas del momento culminante de la historia de la humanidad, con autoridad para hacer borrón y cuenta nueva del pasado” (2019, 4). La sociedad no es creada por la mano intencional del hombre, sino con base a una lenta evolución sin una dirección humana consciente.

Lo dicho no implica, tanto en Luri (2019) como en Scruton (2018a), el rechazo a la transformación social. Precisamente de eso se encarga la transmisión generacional ya descubierta por Burke, que se adapta a los cambios sociales mediante un prudente trabajo generacional de actualización con vistas a salvaguardar lo valioso de una sociedad. Esto jamás se logra por la imposición violenta de los utópicos políticos, quienes desconocen que la razón humana tiene su sustrato en un esquema preexistente de interpretación del mundo provisto por la tradición que desean destruir.

En suma, Scruton y Luri entienden a lo conservador como la protección de los modos de vida tradicionales construidos a través del tiempo[20]. En efecto, veremos que nuestra posición incluye la defensa del devenir histórico de la sociedad. Sin embargo, hay un aspecto que los autores no enfatizan lo suficiente. Para ambos, la conservación de la comunidad se aprecia a través de su transformación lenta y gradual. Si esto es así, entonces el verdadero núcleo de lo conservador reside más en el modo en que emerge la tradición valiosa y menos en sus resultados culturales concretos. La causa a defender (la comunidad y su unidad cultural, su “baile”) depende de que su conformación haya sido gradual e impersonal. Una sociedad construida mediante una revolución sería rechazada por estos autores. Entonces, la cultura, las tradiciones y los prejuicios son secundarios respecto del hecho de haberse dado pausadamente y sin la dirección voluntaria humana.

Los pensadores que seguimos aquí no reparan en que el devenir social impersonal es lo que produce una comunidad que merece ser conservada. En este punto el debate ya es otro: se trata de preguntarse si el conservadorismo apoya en esencia el mecanismo que dio lugar a una forma particular de convivencia humana, sea cual fuera. Nuestros autores evitan resaltar con claridad que esto es lo que verdaderamente está por detrás de las motivaciones conservadoras[21].

 Por lo tanto, desde nuestro punto de vista, la visión de Scruton y Luri es pertinente para remarcar el valor de lo comunitario y lo histórico ínsito al conservadorismo, pero resta abundar en el núcleo de esta motivación. Nuestro criterio de distinción política tendrá que ver precisamente con esta observación[22].

 

II.6. El conservadorismo es la contracara del progresismo

 

Algunos autores piensan a lo conservador por oposición al progresismo político. Los conservadores serían aquellos que se activan frente a los ataques de los progresistas, convirtiéndose así en su contracara dependiente. Tiziano Bonazzi ilustra esta posición del siguiente modo: “[El progresismo] estaría indicando una actitud optimista respecto de la posibilidad de perfeccionamiento y desarrollo autónomo de la civilización humana y de cada individuo en ella, [El conservadorismo] se coloca siempre como negación, más o menos acentuada, del primero; surge en cuanto tal, mostrando así su naturaleza alternativa, su existencia solamente en relación con una posición progresista” (2008, 319). Con otras palabras, lo conservador es aquel movimiento receloso del progreso y de los cambios al interior de una comunidad.

Por su parte, Norberto Bobbio presenta la dupla a partir de una variable temporal (pasado/futuro), según la cual hay que “distinguir a los innovadores de los conservadores, a los progresistas de los tradicionalistas, los que miran al sol del porvenir de los que actúan guiados por la inagotable luz que viene del pasado” (1995, 96). Así, lo conservador se vincula con el pasado y una reticencia a los cambios originados por el progreso. Son dos caras de una misma moneda: una mira hacia atrás (conservador) y la otra mira hacia adelante (progresista).

Ahora bien, es innegable que la valoración del pasado es un elemento del conservadorismo, pero al mismo tiempo debe admitirse la existencia de una noción de progreso en su interior, sólo que diferente de la idea habitual. Conservar, admiten buena parte de los conservadores, implica cambios. Por eso, no se trata sólo de mirar al pasado o cuestionar el progreso, sino del tipo de progreso que se critica. La dicotomía, por lo tanto, es inespecífica y no da cuenta con precisión del pensamiento conservador, pues ambos son “progresistas”, pero de distinta manera. Del mismo modo, las referencias al pasado inspiran a todo tipo de tradiciones políticas, aún a las más revolucionarias.

La contracara debería reformularse entre dos modos de entender el cambio político: uno revolucionario y comandado por la planificación de la razón y la voluntad humana, y el otro conservador, dirigido por mecanismos impersonales de cambio dentro de los cuales la voluntad humana ocupa un rol secundario y complementario.

 

***

 

Hasta el momento, reconocimos discursos frecuentes sobre el conservadorismo y nos dimos a la tarea de mostrar las falencias de considerarlo como un simple rechazo al cambio o una actitud antropológica tendiente a la conservación de lo existente. Superadas estas definiciones actitudinales de nuestro tema, cuestionamos la acumulación de atributos para describir a lo conservador, amparadas o no dentro de la noción de ideología. Luego, afirmamos que el conservador valora menos la tradición en sí, que el modo impersonal y espontáneo en que se despliega. Por último, notamos que tanto el progresismo como el conservadorismo contienen una hipótesis sobre la evolución histórica, por lo que es inconducente asociar sin más a lo progresista con el futuro y a lo conservador con el pasado. Con este relevo crítico, en lo que resta del artículo explicaremos nuestra propuesta conceptual recogida en los conceptos de conservadorismo sustantivo y adjetivo.

 

 

 

 

 

III. Segunda parte: un criterio de distinción para el pensamiento conservador

 

Hemos mencionado ya que de los dos conservadorismos que defendemos en este trabajo –el sustantivo y el adjetivo– el primero expresa la especificidad de la corriente conservadora. Es decir, se trata de aquel concepto que describe el principio rector de ese movimiento y que permite recortarlo de otras corrientes políticas. En cambio, el segundo denota tan solo una actitud de rechazo al cambio que puede encontrarse en cualquier tradición política.  

Con esto en mente, desglosaremos al conservadorismo sustantivo. Acierta Goodwin (1997) al afirmar que el conservador se activa frente a la aparición de un enemigo que amenaza su forma de vida. Esto significa que a primera vista los contornos del conservadorismo se dibujan con mayor claridad si se atiende primero a lo que rechaza para, a partir de ahí, indagar en lo que acepta. Comenzar por la negativa, entonces, es una estrategia que creemos adecuada para una caracterización profunda del pensamiento conservador.

 

III.1. El conservadorismo sustantivo y la crítica a la revolución política

 

En la literatura existente, es posible comprobar una gran coincidencia a la hora de identificar cuál es el núcleo del rechazo conservador. Aparece de muchas maneras, pero podemos resumirlo con el concepto de voluntarismo. Todo conservador genuino parte del rechazo a los comportamientos políticos voluntaristas. A grandes rasgos con la palabra se quiere significar la creencia en que es posible el diseño político de una sociedad mediante la planificación humana y con base a algún criterio de justicia, es decir, se trata de la implementación de modelos ideales sobre la realidad. El voluntarismo en su grado máximo es revolucionario porque promueve un cambio total impulsado por una voluntad radical. Quien lo sostiene se cree capaz de intervenir en el mundo para hacer borrón y cuenta nueva del pasado para así construir una realidad justa y definitiva.

Aunque exigiría una comprobación más detallada, la denuncia a la pretensión humana de transformación total parece ser una observación frecuente en los conservadores de todas las épocas. Los contrarrevolucionarios de la Revolución francesa fueron los primeros en repudiar la inclinación voluntarista de los revolucionarios, de quienes se decía que pretendían crear una sociedad desde cero. Burke, por ejemplo, hablaba de una “revolución de doctrina y de dogma teórico” (1980a, 467) que pretendía “crear un nuevo Estado en cada país sobre la base de los Derechos del Hombre proclamados en Francia” (1980a, 437). Los revolucionarios actuaban, decía, como si tuvieran que “empezarlo todo de nuevo” (2013, 72).

En la misma época, el saboyano Joseph de Maistre afirmaba, a propósito de la Asamblea Nacional y de su poder constituyente, que “los franceses han querido sobrepasar el poder humano” (2015, 130) porque “el hombre no puede crear ninguna constitución, y ninguna constitución legítima puede ser escrita” (1980, 239). Hablaba así porque se pronunciaba en contra de la idea de que la realidad social pueda ser creada a fuerza de decretos jurídicos emanados de un poder legislativo (o sea, de una voluntad consciente y deliberada). Lo mismo se lee en Rivarol, en Bonald (Saénz 2008), en el primer Lamennais (De Mora Quirós 2006; Galli 2001), en los herederos alemanes de Burke (Godechot 1984) y en la mayor parte del movimiento contrarrevolucionario.

De hecho, para O´Sullivan (2008) la crítica al voluntarismo es el acuerdo más extendido de la tradición conservadora. En nuestra revisión bibliográfica, este aspecto reaparece por todas partes. Oakeshott (1992, 2009) habla en contra del racionalismo en política, o sea, de la utilización de planes racionales sobre la sociedad como si ésta fuera una obra de “ingeniería” (1992, 5). Scruton (2014, 2018) y Luri (2019) desprecian a los “utópicos políticos” por creerse capaces de crear voluntariamente una sociedad perfecta. La crítica puede ampliarse a todo el neoconservadorismo norteamericano (Kirk 2009, Harbour 1985, Viereck 1953, Kristol 1986) y a cierto tipo de neoliberalismo, en especial el de Friedrich Hayek (1998). Sobre este punto es innecesario abundar más. Alcanza con dejar constancia de que el anti-voluntarismo parece trascender a los autores y las épocas y alcanzar el centro de la enemistad conservadora. 

Ahora bien, mencionar al voluntarismo como el único elemento aglutinador de los conservadores es insuficiente, por ser un postulado negativo. Además, lo cierto es que la crítica al voluntarismo revolucionario aparece también en otras corrientes, por lo que no podría constituir el centro de una definición de lo conservador. De hecho, en la actualidad, un ataque similar asoma incluso entre los posfundacionalistas de izquierda (Laclau y Mouffe 2015)[23]. Por lo tanto, y dado que este aspecto no es exclusivo de los conservadores, es necesario proponer un criterio positivo que los agrupe.

 

III.2. El conservadorismo sustantivo y la defensa de las fuerzas impersonales

 

La caracterización de los rasgos comunes a todo conservador es lo que genuinamente denominamos “conservadorismo sustantivo”. Presentemos sin demora nuestra hipótesis sobre cuál es el criterio positivo de los conservadores, para luego desarrollarlo:

 

El conservadorismo es un pensamiento político basado en un criterio de distinción que defiende que la dirección política general de la sociedad corresponde a una entidad suprapersonal, frente a la cual la voluntad humana se limita a custodiar y acompañar su correcto desenvolvimiento.

 

Para nosotros ser conservador es, por la positiva, la defensa política de que la dirección social debe pertenecer a una entidad suprapersonal y, por la negativa, el rechazo a quienes defienden que la dirección social debe pertenecer a la voluntad humana. Ambos aspectos (suprapersonalidad vs. voluntarismo) componen la gran dicotomía que caracteriza, a nuestro modo de ver, al pensamiento conservador. Clarifiquemos todavía más nuestra hipótesis.

De acuerdo con la definición propuesta, afirmamos que el conservadorismo “defiende que la dirección política general de la sociedad corresponde a una entidad suprapersonal”. Por dirección nos referimos a la capacidad para orientar los destinos de una sociedad: su evolución institucional, su forma cultural y jurídica, su régimen de gobierno; en suma, sus aspectos estructurales.

En cuanto a las palabras entidad suprapersonal son reemplazables por sinónimos como “procesos impersonales”, “mecanismos supraindivi-duales” o frases derivadas que indiquen que la dirección social es ajena a la determinación humana. Con ello, se intenta recoger la idea de que dicha dirección depende de una fuerza que excede las facultades humanas. Son ejemplos de mecanismos impersonales o de entidades suprapersonales Dios, la historia y el mercado[24]. En todos los casos, los conservadores sostienen que el devenir de lo social no debe estar en manos humanas, por ser demasiado limitadas e incapaces.

Los conservadores sostienen la imposibilidad humana de reemplazar a estas entidades por dos motivos antropológicos comunes en su literatura general (Quinton 1978; Harbour 1985): porque el ser humano es incapaz de conocer al detalle lo social en comparación con lo impersonal (falla su razón) y entonces carece de la eficacia mostrada por el orden suprapersonal (falla su voluntad); o porque, aun si fuera capaz de conocer en profundidad todas las variables que dan forma a la realidad (acierta su razón), tampoco estaría en condiciones de hacer uso de ese conocimiento con la misma habilidad que una suprapersonalidad (falla su voluntad)[25]. Para los conservadores los sujetos están lejos de poseer el conocimiento y la potencia de Dios, de la tradición histórica o del mercado. El conservadorismo es justamente la creencia en la superioridad de lo suprapersonal, por lo que afirma que el ser humano debe subordinarse a la dirección de estos procesos.

Finalmente, la frase “la voluntad humana se limita a custodiar y acompañar su correcto desenvolvimiento” deja constancia, y esto es importante, de que el criterio propuesto jamás sugiere que el ser humano carezca de tareas políticas para el conservadorismo[26]. Por el contrario, encontramos dos funciones principales. Una de ellas es la autolimitación o la conciencia de que la naturaleza humana es incapaz de igualar la validez de lo impersonal y que por lo tanto debe subordinarse a su dirección o combatir a los que se le oponen. La otra, más importante aún, es una activa política de protección, resguardo, corrección, etc., para apuntalar y proteger la continuidad de la dirección suprapersonal. En el conservadorismo, actuar políticamente es actuar a favor de las fuerzas impersonales, no en contra.

El conservador, entonces, custodia la suprapersonalidad frente a los enemigos políticos (aquellos que no se autolimitan y desafían la dirección impersonal) a la vez que opera activamente en favor de su sostenimiento. Para decirlo con pocas palabras, en el conservadorismo la voluntad humana supone una autonomía secundaria, porque tiene cierto margen de acción política, pero “secundaria” o “funcional” al proceso general de desarrollo de lo social dirigido por los mecanismos o entidades suprapersonales.

Aclarado el sentido de nuestro criterio, si la observamos en conjunto emerge un aspecto relevante: que para el conservadorismo existe una dicotomía tajante entre las fuerzas del mundo y las de la voluntad humana. Dichas fuerzas nunca actúan para la voluntad humana. En el conservadorismo, son los seres humanos los que se subordinan a lo suprapersonal porque son inferiores a ella en razón y/o voluntad. Por lo tanto, son incapaces de acelerar, reemplazar o dirigir los tiempos impersonales, así como de crear o construir lo formado por lo impersonal[27]. Todo proceso defendido por un conservador implica la confianza política en la eficacia de lo suprapersonal[28].

Con esto en mente, si en una teoría política cualquiera existe un momento de pura autonomía humana, de creación planificada general o de dirección activa de un proceso suprapersonal, entonces no se trata de una teoría conservadora[29]. En cambio, si la dirección general de lo social es encomendada a una entidad suprapersonal o a un mecanismo impersonal frente al cual la voluntad humana debe subordinarse y atrincherarse a su favor, entonces se trata de una teoría o de un pensador conservador.

Para resumir, lo conservador es un criterio que distingue radicalmente entre quienes avalan la dirección suprapersonal unida a la colaboración humana y quienes desean una transformación planificada de la sociedad para ajustarla a algún ideal abstracto. Impersonalidad con acompañamiento humano es entonces el modelo que el conservadorismo opone a los intentos voluntaristas de modificar la sociedad.

 

III.3.  El conservadorismo adjetivo

 

La singularidad de lo conservador radica en su capacidad para distinguir entre quienes favorecen la suprapersonalidad y la apoyan políticamente y los que la repudian y pretenden transformar la sociedad. Este es el criterio sustantivo que anunciamos y podría pensarse que la tarea de definir al conservadorismo termina aquí.

Sin embargo, en la primera parte habíamos explorado otro significado, todavía vigente en el lenguaje coloquial y académico, que decía que el conservador es quien repudia los cambios o, en una dirección similar, que es una inclinación de la naturaleza humana hacia la aceptación de lo existente. Discutiendo contra estas nociones, sostuvimos que impedían captar la peculiaridad de lo conservador porque cualquier posición política defendería el orden vigente si fuera ella la que dirigiera el proceso. No obstante, el término sigue siendo utilizado y hay razones que lo justifican. Al fin y al cabo, caracteriza una conducta política habitual. Dicho esto, para completar la descripción de lo conservador vayamos sin más a la definición que elaboramos: 

 

Por conservadorismo adjetivo entendemos toda actitud política de impedimento, desaliento o moderación ante algún cambio parcial o total

 

Lo llamamos adjetivo en su sentido gramatical, debido a que se aplica a un sustantivo al cual refiere. Dicho sustantivo incluye a cualquier corriente política, por lo que es posible hablar de un liberalismo conservador, de un socialismo conservador o incluso de un conservadorismo conservador. El carácter adjetival indica un proceder político de conservación frente a una medida con la que se desacuerda[30]

Por “impedimento, desaliento o moderación” recogemos una variedad de actitudes posibles para contrarrestar una indeseable modificación política. En efecto, se puede impedir un avance y entonces anular la transformación proyectada. A su vez, se puede desalentar una política por inconducente u ociosa, o moderarla y así matizar sus efectos dañinos. Además, en la definición del conservadorismo como adjetivo carece de relevancia el alcance cuantitativo del cambio, que puede ser parcial o total.

 Las tres variantes de la actitud conservadora del conservadorismo como adjetivo surgen de la lectura crítica de quien mejor ha trabajado este problema, Albert Hirschman, en su libro Retóricas de la intransigencia. Allí, el autor, estudia las formas lógicas de argumentación de los sectores vagamente designados como conservadores, con el objetivo de captar la matriz discursiva de los que se oponen a los cambios[31]

Hirschman utiliza el clásico esquema de evolución de la ciudadanía inglesa de Thomas Marshall (2004) de 1950 según el cual hubo tres grandes oleadas de extensión de los derechos ciudadanos: una oleada civil durante el siglo XVIII, otra política en el siglo siguiente y la última relativa al bienestar social del siglo XX. A cada progreso civil, político o social le fueron opuestos argumentos cuya repetición y persistencia en el tiempo deja ver un patrón capaz de formalizarse en tipos discursivos. Dado el esquema trifásico de la evolución de la ciudadanía es esperable que Hirschman encuentre tres formas o tesis, como las llamará él, de cuestionar los cambios políticos.

La primera es la tesis de la perversidad, la más importante de las tres para los conservadores, que afirma que toda medida de gobierno aplicada para mejorar algún aspecto del orden político, social o económico producirá el efecto contrario y aumentará o empeorará el problema. Quienes pronuncian este argumento suelen justificarlo a través de la idea de “consecuencias imprevistas” de la acción (Hirschman 2001, 21), que afirma la existencia de una brecha imposible entre los objetivos de una acción y sus resultados finales. Un ejemplo posible es el siguiente: universalizar los derechos políticos, lejos de canalizar las demandas sociales por la vía institucional, llevará al poder a líderes demagogos.

La segunda tesis es la de la futilidad, que arguye que la transformación perseguida carecerá de efectos. Esta tesis se vincula con el hecho de que quien impulsa la acción ignora las leyes de funcionamiento de lo social, volviendo irrelevante todo intento de modificación. Para ejemplificar: la gratuidad universitaria no estimulará la educación de las clases bajas, porque su condición de pobreza les impedirá el acceso con o sin arancelamiento. Finalmente, la tesis del riesgo sostiene que una pretensión de cambio provocará efectos indeseables en otros aspectos del orden social. El postulado se relaciona con la defensa del statu quo, porque quienes lo utilizan creen que un adelanto pondrá en peligro otro anterior, y de ahí que no se desee correr el “riesgo”[32]. Un caso ilustrativo: proveer planes sociales a los desempleados trastocará la cultura del trabajo.

Reduzcamos los postulados a frases sencillas. (1) Tesis de la perversidad: actuar frente a un problema lo empeora, (2) tesis de la futilidad: actuar frente a un problema lo mantiene igual, (3) tesis del riesgo: actuar frente a un problema trastoca otro o peligra el conjunto. Precisamente, nos basamos en la exposición de Hirschman para construir las tres actitudes políticas contrarias al cambio en la definición del conservadorismo adjetivo que dimos al comienzo (impedimento, desaliento, moderación). Cuando una política de cambio agrava el problema, entonces se hace necesario impedirla. Si por el contrario lo mantiene inalterado, desalentarlo aparece como la mejor opción. Por último, la alteración social producto de un cambio cualquiera exige una actitud conservadora capaz de apaciguar los efectos de la modificación, porque en esta tesis (la del riesgo) no se objeta el cambio en sí mismo sino en la medida en que puede desorganizar el conjunto[33]. La siguiente tabla ordena de modo sintético los contenidos trabajados. La tercera columna (Actitud) ilustra nuestro aporte a partir de la obra de Hirschman, expresada a su vez en las dos primeras (Tesis – Formula):

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tesis

Fórmula

Actitud

Perversidad

Actuar frente a un problema lo empeora

Impedimento

Futilidad

Actuar frente a un problema lo mantiene igual

Desaliento

Riesgo

Actuar frente a un problema trastoca otro o el conjunto

Moderación

 

Ahora bien, otro aspecto relevante del trabajo de Hirschman aparece en un pasaje en el que admite que las tres formas de argumentación pueden ser utilizadas por cualquier actor político más allá de su ideología:

 

Estos argumentos no son, por supuesto, propiedad exclusiva de los “reaccionarios”. Pueden ser invocados por cualquier grupo que se opone o hace críticas a nuevas proposiciones de política (…) Siempre que los conservadores o reaccionarios se encuentren en el poder y estén en situación de proponer (…) sus propios programas y políticas, pueden ser atacados a su vez por lo llamados liberales o progresistas según la línea de las tesis de la perversidad, la futilidad y el riesgo. (Hirschman 2001, 18)

 

En rigor, más que distinguir entre conservadores y progresistas, la propuesta del autor separa entre quienes detentan la dirección de la sociedad (o están a favor del curso que ésta toma) e intentan convencer de lo ventajoso de continuar el rumbo sin cambios, y aquellos disconformes con el actual estado de cosas. Sin embargo, cuando Hirschman ilustra sus tesis sobreabunda en ejemplos conservadores generando el efecto de que son privativas de ellos[34].

Naturalmente, esto no quiere decir que los conservadores prescindan de los tres argumentos de Hirschman, sino que los tienen a su disposición tanto como el resto de las corrientes políticas. Para condensar lo expuesto, digamos que el conservadorismo como adjetivo es una actitud de impedimento, desaliento y moderación de los cambios sociales imputable a cualquier tradición política. Postulados los dos tipos de conservador analicemos su relación.

 

III.4. El conservadorismo conservador: las tareas de la voluntad humana

 

Al comienzo del apartado anterior comentamos que lo conservador entendido como adjetivo aplica a cualquier corriente política cuyo objetivo sea contrario al cambio. Dimos ejemplos: hablamos de liberalismo conservador, socialismo conservador, etc. Reflexionar sobre la relación entre sustantivo y adjetivo es lo mismo que analizar uno de esos casos: el del conservadorismo conservador.

El conservadorismo sustantivo es la defensa de que la sociedad es dirigida por un mecanismo o entidad suprapersonal con el aporte humano. Cuando esto ya sucede, la tarea del conservador se limitará a impedir, desalentar o moderar los intentos de transformación social, dado que se comportará como alguien conforme con el curso de los acontecimientos (situación conservadora).

¿Pero qué sucede si los cambios radicales triunfan, se instalan, toman parte en la trayectoria de los hechos y alteran el edificio de la impersonalidad? Ahora lo “existente” es enemigo de lo conservador. El presente y la constitución de un nuevo statu quo nada tienen que ver con las pretensiones políticas de los conservadores. La realidad ya no acompaña a la política conservadora. En este caso, la actitud conservadora adjetiva a la otra posición política, la voluntarista, que será la que tratará de impedir, desalentar o moderar la lucha por la restauración (situación voluntarista). Los conservadores sustantivos se convierten en opositores de una realidad que detestan[35].

La acción humana conservadora tiene por lo tanto dos tareas. La primera es la autolimitación y/o el freno del enemigo revolucionario propio del conservador adjetivo que limita o frena a sus opositores al impedir, desalentar o moderar los cambios. La segunda tarea implica una lucha activa por apuntalar, sostener y reproducir el sistema impersonal de dirección social. Es decir, involucra algo más que una autolimitación o un freno al enemigo e incluso, si los hechos así lo requieren, implica abandonar la mera intervención sobre la realidad para pasar al ataque mediante un proyecto político que atento a los problemas del presente busque una restitución no de tal o cual régimen, sino del cauce suprapersonal.

Cuando la revolución asoma, el conservador abandona su actitud conservadora para combatir activa y políticamente con el objetivo de rescatar a la entidad suprapersonal del peligro voluntarista. Debe, en consecuencia, proponer un nuevo proyecto capaz de apuntalarla mejor de lo que hasta entonces había ocurrido[36]. Apuntalar no significa crear, planificar, etc., quiere decir recuperar la impersonalidad y colocarla sobre bases más seguras, como si se repusieran las viejas vías de un tren o se desmalezara un campo fértil. Puede implicar desde reconfigurar las alianzas internacionales y reforzar la autoridad política y religiosa hasta destruir a la filosofía voluntarista. El diagnóstico conservador acerca del momento puntual de la “perdida” dependerá del punto de vista adoptado por el autor y de su juicio acerca de cuándo, por qué o cómo las cosas empezaron a salirse de su cauce[37]. En ese punto, el del diagnóstico del desvío, debe recomenzar el apuntalamiento conservador[38].

La relación entre sustantivo y adjetivo depende entonces del momento político. Si el conservador es oficialista hablaremos de conservar al conservadorismo. Si la suerte lo coloca del lado opositor hablaremos de un abandono de la conservación del conservadorismo (porque de hecho ya no acontece lo conservador) para dar lugar a un combate por su reformulación (la restitución del cauce suprapersonal). En diversas situaciones vitales de la historia como la Revolución de 1789, las revoluciones de 1848, la Revolución rusa de 1917 o los fascismos de entreguerras, los conservadores se han enfrentado con situaciones de este tipo, en las que los regímenes voluntaristas interrumpen exitosamente el trayecto de lo impersonal activando las fuerzas conservadoras, que iniciarán así una lucha política e intelectual con el objetivo de restituir la evolución impersonal atacada para devolverla, renovada, a su curso normal.

 

 

IV. Conclusiones

 

Al comienzo de este artículo, revisamos las principales afirmaciones sobre el conservadorismo para marcar sus puntos débiles. Sostuvimos que la corriente conservadora implica algo más que rechazar los cambios o favorecer el orden existente. Al mismo tiempo, mostramos la escasa utilidad de describirlo a través de un detallado pero difuso conjunto de características y afirmamos que la improcedencia de esta estrategia es independiente del uso del concepto de ideología. Seguidamente, argumentamos contra las propuestas que asocian conservadorismo con tradicionalismo porque, creemos, los modos de vida tradicionales son protegidos por el hecho de ser impersonales y no por ser en sí mismos tradicionales. Finalmente, la última afirmación típica desacierta porque sostiene que el conservador es la contracara del progresista, ignorando que el primero también promueve una perspectiva de futuro, solo que diferenciada del esquema ilustrado de la idea de “progreso”.

Con el soporte de esta crítica, distinguimos entre dos tipos de conservadorismo: el sustantivo y el adjetivo. El primero otorga un significado específico a la corriente conservadora. El segundo, es una conducta política observada en cualquier grupo político.

El conservadorismo como sustantivo parte del rechazo a la noción de voluntarismo o, con otras palabras, la fe en que es posible refundar la sociedad tomando como modelo un ideal abstracto. En cambio, la identificación de lo puramente conservador fue asociada a la superioridad de lo que denominamos mecanismos impersonales o entidades suprapersonales (como la tradición, Dios o el mercado) en comparación con las capacidades humanas.

Dentro de este esquema, todo conservador tiene una clara misión política: la de garantizar la primacía de las fuerzas impersonales en la dirección política de lo social. Esto implicará tanto protegerlas contra los sectores voluntaristas o revolucionarios como acompañarlas facilitando su desenvolvimiento.  

El conservadorismo como adjetivo surge de las tres actitudes políticas de oposición al cambio de la teoría de Albert Hirschman. Cualquier grupo político que acuerde con los términos generales de la dirección social procurará impedir, desalentar o moderar los cambios. De esta manera es posible adjetivar a cualquier movimiento como conservador para expresar su deseo táctico de ir contra algún cambio. La relación entre el criterio del conservadorismo sustantivo y la definición adjetiva nos dejo ver dos situaciones posibles. En la primera, los conservadores acuerdan con la marcha de las cosas, por lo que solo deben conservar lo establecido. En la segunda, triunfa el proyecto voluntarista y el conservador debe luchar para restituir el cauce suprapersonal interrumpido por el voluntarismo.

Este modelo es capaz de ser extrapolado a diversas situaciones y épocas, ya que intenta aglutinar al espacio conservador a través de un criterio formal capaz de abarcar a muchos movimientos conservadores diferentes. A la vez, es lo suficientemente específico como para diferenciar nítidamente al conservador de otros movimientos políticos. En especial, nuestra propuesta distancia al conservadorismo de otras derechas voluntaristas con las que es injustamente asociado[39]

En suma, el conservadorismo en un sentido general o adjetivo es un comportamiento político tendiente a rechazar el cambio en favor del orden existente. Como tal, es propio de cualquier grupo político que desee conservar su causa. En cambio, el conservadorismo en un sentido específico es una corriente de pensamiento político cuyo objetivo es combatir al voluntarismo (sobre todo revolucionario), justificar la dirección impersonal o suprapersonal de lo social y acompañar estos procesos para reforzarlos o defenderlos cuando se encuentren en peligro inminente de ser reemplazados por fuerzas humanas.

 

 

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* El autor es Licenciado en Ciencias Políticas (UBA), Magíster en Ciencia Política (UNSAM) y Doctor en Ciencias Sociales (UBA). Es becario posdoctoral del Conicet con sede en Instituto Gino Germani (IIGG-UBA) en el área de Teoría Política. Se dedica a temas relacionados con el pensamiento conservador y neoliberal, sobre los que dirige un Proyecto de Reconocimiento Institucional (PRI/UBA).

[1] En este artículo, elegimos la voz “conservadorismo” en vez de la más habitual “conservadurismo”. Ambas palabras se encuentran autorizadas por la RAE (https://dle.rae.es/conservadorismo). El diccionario panhispánico de dudas confirma su validez (https://www.rae.es/dpd/conservadurismo). La preferencia se debe a su semejanza sonora con otras corrientes (comunismo, fascismo, etc.).

[2] Para el caso español, ver las obras de Pedro González Cuevas (2000, 2016), quien señala que la marca distintiva de la derecha española es el catolicismo. Sobre Francia, aunque acotado al estudio de la contrarrevolución, son destacables los trabajos de Jacques Godechot (1984) y de Gerard Gengembre (1989). El caso inglés se puede abordar a través de la clásica obra de Antonhy Quinton (1978), mientras que los conservadores norteamericanos son estudiados por Russell Kirk (2001).

[3] El resto del artículo reelabora parte de nuestras reflexiones doctorales. Ver Castro (2021).  

[4] Existe una séptima que por consideraciones de espacio no trataremos aquí y que afirma que debe hacerse una distinción tajante entre el conservador y el reaccionario. La omitimos porque implica un tratamiento diferente, el de la viabilidad del concepto de “reacción”. Ver Castro (2021). 

[5] Es lo que Huntington (1957) llama las “teorías aristocráticas” del conservadorismo, según las cuales las ideas conservadoras surgen de la pérdida de privilegios de los sectores dominantes. Rodríguez Araujo (2004) afirma que es habitual llamar “conservadores” a los defensores del orden establecido. 

[6] Por ejemplo, para Estrada Villa la revolución vio nacer al conservadorismo “como movimiento contrario al cambio, defensor de la tradición y del mantenimiento del status quo” (2011, 15).

[7] Friedrich Hayek (1998) llama “quietista” al conservador británico de mediados del siglo XX, pues obstaculiza las reformas liberales. Para él, ese quietismo distingue a los conservadores de los liberales.  

[8] Además, la referencia a la desigualdad es propia de la derecha en general (Bobbio 1995). Por otro lado, cabe preguntarse qué sucede con los grupos radicales de derecha prohibidos o “subordinados” al orden establecido y que también reclaman derechos políticos, como los sectores neonazis.

[9] “El tradicionalismo se convierte en pensamiento conservador sólo en una sociedad escindida en clases sociales y como reacción consciente a formas de pensamiento progresista” (González García 1993, 73)

[10] “Sugerir que éste se enraíza en la sustancia de la vida empaña el hecho de que es un fenómeno histórico: un conjunto de creencias que determinados grupos sociales empezaron a articular en un momento histórico concreto” (Eccleshall 2004, 85).

[11] “La teoría conservadora es antiteórica. La mente liberal y racionalista enuncia conscientemente patrones abstractos; la mente conservadora inconscientemente encarna las tradiciones concretas” (Viereck 1959, 21).  

[12] Harbour cree que “Muchos conservadores adherirían a ella, y algunos exceptuarían ciertos principios (…) No es indispensable adherir a todas las ideas para ser considerado conservador. Con todo, tomadas en conjunto, las mismas constituyen el sentido central del pensamiento conservador” (1985, 17). 

[13] Y a realizar comparaciones sorprendentes en las que el conservador prefiere el “libro” y la “música clásica” y el de izquierda “la televisión” y el “jazz” (Prezzolini 1972, 28)

[14] “en el caso del conservadurismo, es todavía más difícil que para otras ideologías hacer afirmaciones sobre los principios programáticos generales” (Von Beyme 1985, 23). El uso del término ideología no evita el énfasis del autor en lo anti-teórico e indefinido de lo conservador.

[15] Esta es la observación de Huntington (1957) quien usa de ejemplo a Kirk para ilustrar las teorías “autónomas” del conservadorismo, es decir, aquellas que lo definen a partir de un sistema universal de valores aplicables a todo tiempo y lugar.

[16] Un aspecto derivado a criticar reside en la indistinción entre los significados de “teoría” e “ideología”. Huntington (1957) es de los pocos que aborda la diferencia. Ashford y Davies explican que la conservadora es, para algunos autores “la única doctrina política que evita la ideología, al estar basado en la observación empírica y referido a las condiciones históricas (…) Según este uso, la ideología se identifica virtualmente con la teoría per se” (1991, 140).

[17] “Most conservatives adopt conservative ideas in order to defend one particular established order” (Huntington 1957, 463) [La mayoría de los conservadores adoptan ideas conservadoras para defender un orden establecido particular].

[18] En palabras de Burke: “[Cada sociedad] es una sociedad no sólo entre vivos, sino entre los vivos, los muertos y los que están por nacer” (1980c, 167).

[19] “La verdad del conservadurismo es que la sociedad civil se puede destruir desde arriba, pero crece desde abajo. Crece a través del impulso asociativo de los seres humanos, que crean asociaciones civiles que no son empresas determinadas por un objetivo sino lugares de orden libremente sostenido” (Scruton 2018a, 150). En esta idea el autor sigue a Michael Oaskeshott (1992), quien distinguía entre asociaciones civiles y empresariales. En las primeras, la misma asociación es el fin. Las segundas se disuelven una vez finalizado el proyecto que las convocó. La mentalidad empresarial descripta por Oakeshott es otro modo de denunciar la planificación social, y es en este sentido que la toma Scruton.

[20] Brevemente podemos hacer mención a la figura de Michael Oaskeshott. También en él se defienden las tradiciones. Su particularidad es que producto de su escepticismo epistemológico la tradición aparece desprovista de fundamentos religiosos y metafísicos y, por ende, de toda racionalidad intrínseca. Lejos de constituir un valor en sí mismo, la tradición es simplemente lo que provee de hábitos y reglas de moral práctica para que el individuo se desenvuelva en el mundo. Los prejuicios son herramientas que tiene a disposición, “instrumentos útiles para una variedad de trabajos distintos, pero parecidos” (2009, 70).

[21] Esto no impide reconocer que uno de los mejores intentos de establecer un canon conservador es el de Roger Scruton. En Conservative Thinkers (1989) y sobre todo en Conservative Texts (1991) presenta su nómina de conservadores básicos. Un aspecto notable de su selección es la inclusión de Joseph de Maistre y Louis de Bonald, habitualmente excluidos del conservadorismo. Esta incorporación es valiosa porque reconoce aspectos comunes entre conservadores metafísicos y teológicos y otras corrientes inmanentes y seculares como la de Oakeshott. El libro de Quinton (1978) se basa en una distinción semejante.

[22] Además, la defensa de tradiciones y/o modos de vida autóctonos están lejos de ser privativas del conservadorismo. Pueden utilizarse, por ejemplo, desde la izquierda política para contrarrestar avances culturales imperialistas o constituirse en un llamado a romper con el statu quo de la dominación política. Defender el “genuino” modo de vivir es también el alimento para una causa revolucionaria.

[23] Laclau y Mouffe critican el concepto moderno de revolución nacido durante 1789, pues opinan que éste “implicaba el carácter fundacional del hecho revolucionario, la institución de un punto de concentración del poder a partir del cual la sociedad podía ser reorganizada ´racionalmente´. Ésta es la perspectiva que es incompatible con la pluralidad y la apertura que requiere una democracia radicalizada” (2015, 223).

[24] Por citar algunos ejemplos, en Burke (1980b) la impersonalidad dominante es la tradición. En los católicos de la contrarrevolución De Maistre (2015), Louis de Bonald (1988) y Juan Donoso Cortés (1970), la entidad suprapersonal es Dios. En Hayek (1998) es el mercado.

[25] Demos ejemplos de los dos casos. Para De Maistre (2015) es imposible conocer plan de Dios (falla la razón) y el poder humano, como es obvio, es muy inferior al de su divinidad (falla la voluntad). En cambio, para un conservador como Oswald Spengler (1993) es posible conocer las etapas de cada cultura (acierta la razón), pero es imposible modificarlas, acelerarlas o retrasarlas (falla la voluntad).

[26] Notar aquí la posición de Goodwin sobre el supuesto fatalismo conservador: “Una teoría del cambio basada en el concepto de evolución requiere poca o ninguna acción política, puesto que se considera que el cambio es un proceso que tiene lugar espontáneamente” (1997, 194). Si bien coincidimos con la importancia de la espontaneidad impersonal ínsita al conservador, extraemos la conclusión contraria respecto del papel de la voluntad.

[27] Para el conservador, somos incapaces de crear cultura de manera consciente, puesto que la tradición es un método espontáneo de paulatina formación institucional. Ver los comentarios de Burke (2013), de Strauss (2014) y de Levin (2015) al respecto. Lo mismo sucede con aquellos que ubican a la entidad suprapersonal en Dios, como De Maistre y Donoso Cortés, para quienes es imposible asumir el mando del mundo y reemplazar el plan de Dios. Por su parte, Hayek (1978, 2013) sostiene que la planificación económica daña la eficacia del orden espontáneo del mercado, orden que debemos estimular y no dirigir. John Gray (1984) llama “tradicionalismo voluntarista” al evolucionismo hayekiano, lo que es extraño a nuestra terminología, pero compatible con nuestros conceptos. Ver también, Josep Baqués (2017).

[28] De ahí que el conservadorismo no tenga relación con filosofías como la del progreso ilustrado, que se sostiene sobre el avance progresivo de la autonomía humana. De acuerdo con Bury: “Ese proceso [la marcha histórica de la razón] debe ser el resultado necesario de la naturaleza psíquica y social del hombre, no debe hallarse a merced de ninguna voluntad externa” (2009, 17). En el caso del marxismo, los debates en torno al determinismo o a la autonomía de la praxis en Marx exceden este trabajo. La tendencia en la literatura conservadora es la de asociar a la Revolución francesa con el socialismo, dado que ambas persiguen una transformación social radical. Ver Thomas Molnar (1975) y Scruton (2018b)

[29] Nuestra propuesta salda debates con las teorías de Freeden (2003) y de Quinton (1978). Por un lado, Freeden afirma que el conservadorismo contiene dos ideas nucleares: favorecer los cambios orgánicos en vez de los artificiales y defender estos cambios con rudeza. Rescatamos el acento puesto por Freeden en lo impersonal, pero diferimos en que el ser humano deba abstenerse de actuar ante dichos procesos porque, en realidad, su voluntad es necesaria para acompañar y defender a la impersonalidad. Por otro lado, Quinton acierta en destacar la imperfección humana como uno de los rasgos centrales del pensamiento conservador. Pero luego reduce la teoría conservadora a puro tradicionalismo y se pierde de ver que no se trata únicamente de tradición, sino de operaciones impersonales y que, por lo tanto, existen conservadores no-tradicionalistas. Una tercera influencia es Carl Schmitt (2005, 2009), quien en Romanticismo Político destaca el elemento suprapersonal presente en la contrarrevolución francesa, aunque no profundiza en las consecuencias de esta afirmación.

[30] Una consecuencia de esta postulación es la distinción entre una posición sustantiva y otra adjetiva al momento de caracterizar a cualquier orientación política. Por ejemplo, debería distinguirse entre conservadorismo liberal o liberalismo conservador, ya que la posición gramatical comunica ahora nociones completamente diferentes. El liberalismo conservador, con la palabra “conservador” ocupando el lugar de adjetivo, indicaría un liberalismo que no desea realizar cambios y por eso adopta una actitud de conservación de lo liberal. En cambio, hablar de conservadorismo liberal, con la palabra “conservadorismo” en la función de sustantivo, expresa la defensa de una impersonalidad cuyo resultado ha derivado en un régimen liberal. Con otras palabras, hablaríamos de aquel caso en el que la existencia de un proceso impersonal ha decantado en favor de un cierto tipo de liberalismo sin el diseño o la intervención humana voluntarista. Traducido en autores, el pensamiento tradicionalista de Edmund Burke y las teorías pro-mercado de Friedrich Hayek pueden ser consideradas como conservadoras liberales porque en ambos el devenir espontáneo adopta la forma y las instituciones del liberalismo. 

[31] “no escribiré un volumen ni analizaré más acerca de la naturaleza y las raíces históricas del pensamiento conservador. Mi meta es más bien delinear los tipos formales de argumento o de retórica” (Hirschman 2001, 16-17).

[32] Veamos las palabras exactas de Hirschman. La tesis de la perversidad dice que “toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico sólo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar” (2001, 17), la de la futilidad “sostiene que las tentativas de transformación social serán inválidas, que simplemente no logran ´hacer mella´” (2001, 17) y la del riesgo “arguye que el costo del cambio o reforma propuesto es demasiado alto, dado que pone en peligro algún logro previo y apreciado” (2001, 17-18).

[33] Al esquema precedente Hirschman contrapone tres tesis “progresistas” que justifican la urgencia del cambio. También pueden ser utilizadas por los conservadores. Los argumentos representan la contracara de la perversidad, la futilidad y el riesgo, y son los siguientes: (1) no actuar frente a un problema, lo empeora, (2) actuar está respaldado por fuerzas que ya están en marcha, por lo que no tiene sentido oponerse, (3) la solución nueva se complementará con lo viejo sin dañar la sociedad. No obstante, es necesario recalcar que el autor nunca define lo que entiende por conservador, reaccionario o progresista.

[34] Ofrezcamos otros entonces, vistos desde un no conservador. Favorecer la competencia en el mercado generará mayor concentración de la economía, por lo que es mejor impedir esta política (Perversidad). Disminuir la edad de imputabilidad no impactará en los índices de criminalidad, razón por la cual hay que desalentar la orientación punitivista (Futilidad). Eliminar las políticas de ayuda social a los desfavorecidos producirá un estado de agitación capaz de atentar contra la gobernabilidad, por lo que es mejor una reducción paulatina en función del aumento del empleo (Riesgo).

[35] De ahí lo inconveniente de limitar a los conservadores a una mera oposición o “gestión del cambio” (O´Hara 2014). Más que el modo de llevarlo a cabo, lo central es quien lo realiza: la suprapersonalidad.

[36] Edmund Burke (2013) llamaba a una guerra total contra la Revolución y aconsejaba a Francia imitar el desarrollo impersonal inglés. Joseph de Maistre (2015) proponía reconfigurar Europa alrededor de la autoridad papal para ajustar los comportamientos humanos al plan divino de Dios. En el mismo sentido y contra las revoluciones de 1848, Donoso Cortés (1970) reclamó una dictadura política capaz de terminar con el orgullo humano ateo. Ya en otro contexto, Hayek (1998) rechazó la planificación económica estatal, pero afirmaba que el Estado debía asegurar el proceso impersonal del mercado mediante un nuevo marco jurídico.

[37] Por salirse de su cauce nos referimos al momento en el que se pasa de una dominación suprapersonal a una voluntarista.

[38] Soslayar este aspecto ignora que los conservadores no son meros restauradores del viejo régimen, sino que simplemente lo refuerzan. A los contrarrevolucionarios como De Maistre (2015), Bonald (1988) y sobre todo Donoso Cortés (1970) les importaba menos reponer la vieja dinastía que consolidar la relación entre la suprapersonalidad divina y la acción humana. 

[39] El caso del fascismo es el más claro. Si este movimiento se caracteriza por apreciar los componentes irracionales de la conducta, la obediencia a la voluntad de un líder, el culto al heroísmo, entre otras características, se reconoce que poco tiene que ver con el conservadorismo, que es más bien pesimista en su consideración de las capacidades humanas. Ver Bobbio (2008). En Castro (2021) nos ocupamos con mayor detalle de diferenciar a los conservadores de los movimientos fascista, romántico, totalitario y autoritario.