1848 COMO ESCENARIO DE

LAS MODULACIONES DEL LIBERALISMO DECIMONÓNICO

 

María Pollitzer*


Instituto de Investigaciones Políticas - Universidad Nacional de San Martín

* maria_pollitzer@hotmail.com

 

Recibido: 8 de agosto de 2023

Aceptado: 14 de septiembre de 2023

DOI: 10.46553/colec.34.2.2023.p181-216


 

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Resumen: El artículo presenta a la revolución francesa de 1848 como el telón de fondo que deja al descubierto las similitudes y las diferencias que se advierten al interior de la tradición liberal en el siglo XIX. En él se examinan y comparan las lecturas que, sobre ella, ofrecieron Guizot, Tocqueville y Mill a partir de cuatro ejes de análisis: el lugar desde el cual cada uno ofrece sus observaciones; su interrogación acerca de las causas de la revolución y el rol de los liderazgos políticos; la apreciación respectiva sobre el conflicto social desatado y la prédica socialista y, por último, las consideraciones sobre las nuevas formas del orden instaurado tras la crisis. En la sección final se señalan los sentidos que habrán de tomar las trayectorias de cada uno de estos pensadores con posterioridad a 1848 y se retoman las principales conclusiones arrojadas por esta aproximación comparativa.

 

Palabras clave: Revolución Francesa 1848; Guizot; Tocqueville; Mill; Liberalismo

 

1848 AS A STAGE FOR LIBERALISM’S MODULATIONS IN THE 19TH CENTURY

 

Abstract: The article presents the French Revolution of 1848 as the backdrop that exposes both the similarities and differences within the liberal tradition in the 19th century. It examines and compares Guizot’s, Tocqueville’s and Mill’s interpretations, focusing on four analytical axes: the context from which each thinker offers his observations; their inquiry into the causes of the revolution and the role of political leadership; their respective assessment of the unleashed social conflict and socialist ideas, and finally, their considerations on the new form of order established after the crisis. The concluding section highlights their trajectories post 1848 and revisits the main conclusion drawn from this comparative approach.

 

Keywords: French Revolution of 1848; Guizot; Tocqueville; Mill; Liberalism

 

 

 

 

I. Una confrontación detrás de una confrontación

 

En 1848 el espíritu revolucionario atravesó las fronteras en Europa. Palermo, París, Viena, Berlín, Milán y Praga, fueron algunos de los escenarios en los que tuvo lugar la conocida “primavera de los pueblos”. Movilizados por el entusiasmo, la expectativa o el temor, varios publicistas prestaron sus plumas para indagar en su significado, sus orígenes y sus resultados. El objetivo de este artículo reside en circunscribir la mirada sobre el suelo francés para analizar y discutir las lecturas que hicieron algunos de sus mismos contemporáneos, testigos y protagonistas directos (como Guizot y Tocqueville) y atentos observadores extranjeros (como Mill), sobre el ciclo que se abre en febrero de 1848 y concluye con el golpe de estado de Luis Napoleón en diciembre de 1851.  

Los textos que se trabajarán (Démocratie en France, Souvenirs y Vindication of the French Revolution of 1848) no son los más conocidos ni acaso los más importantes de cada uno de los autores escogidos, son textos relativamente breves, escritos al calor de la coyuntura. Algunos de ellos son artículos periodísticos, otros —de factura más íntima— se presentan como diarios de recuerdos o confesiones y, por último, también están aquellos que se publicaron como libros. Sus autores no cuentan con la ventaja que supone la visión retrospectiva, puesto que plasmaron sus impresiones entre 1849 y 1852, pero, a pesar de estas limitaciones, sus reflexiones influyeron considerablemente sobre los análisis posteriores. Por lo demás, se trata de escritos que se encuentran surcados por las ideas y preocupaciones centrales de cada autor. Detrás de las consideraciones puntuales sobre la naturaleza, los orígenes y el derrotero de esta revolución, podremos observar en ellos su respectiva valoración de la democracia y sus desafíos, la opinión que guardaban sobre la representación política, sobre el liderazgo, la tramitación de los conflictos o la irrupción de la prédica socialista.

Guizot, Tocqueville y Mill son pensadores inscritos en la tradición liberal, fueron contemporáneos, se conocieron y leyeron mutuamente. Compartieron intuiciones e inquietudes, entendieron que la sociedad democrática era un proceso irreversible y aspiraron a preservar en ella la libertad. Pero sus acuerdos no deben opacar las particularidades de cada mirada. 1848 se presenta, así, como el telón de fondo que las deja al descubierto. Cuatro son los ejes bajo los cuales estas diferencias son objeto de análisis en este trabajo: a) el lugar de enunciación, es decir, las circunstancias que rodean la propia lectura de la revolución y los sentimientos que ésta despierta; b) la explicación que cada uno ofrece acerca de las causas generales de la misma y del rol desempeñado por los liderazgos políticos; c) la apreciación respectiva sobre el conflicto social desatado y la prédica socialista y, por último, d) las observaciones realizadas en relación con las nuevas formas del orden instaurado tras la crisis, particularmente, sus opiniones acerca de la república y la representación. En la sección final se señalan los sentidos que habrán de tomar las trayectorias de cada uno de estos pensadores con posterioridad a 1848 y se retoman las principales conclusiones arrojadas por esta aproximación comparativa.

 

 

II. Miradas en disputa: condena, ilusión y preocupación

 

Forzado por los acontecimientos, Guizot dimitió a su cargo de primer ministro el 23 de febrero de 1848. Gracias a las gestiones del matrimonio Austin[1], encontró refugio en un suburbio de Londres, en donde residió hasta mediados de 1849. Durante su exilio, retomó sus investigaciones sobre la historia de la revolución en Inglaterra y se interrogó acerca de las razones por las cuales allí la revolución sí había tenido éxito. Hacia fines de año tuvo lista su nueva obra, La Démocratie en France, que finalmente publicó en enero de 1849 bajo la edición de Víctor Masson. Guizot consideraba necesario ofrecer sus reflexiones acerca de los recientes sucesos en orden a disipar la confusión reinante y contribuir a derribar el “yugo de las palabras” para, de este modo, poder “ver los hechos tal cual son” (1981, 169). El suyo es un texto de acusación y de convencido magisterio. Inflexible e imperturbable, en él Guizot cuestiona duramente la concepción antropológica sobre la que reposan las propuestas socialistas y las de algunos liberales y vuelve sobre su propia teoría del gobierno representativo. Es preciso recordar que durante la década del 20 él mismo había impartido una serie de cursos en la Sorbona sobre la historia de la civilización en Europa y la historia del gobierno representativo y había publicado, a su vez, un par de folletos en los que había volcado sus tesis principales acerca de la soberanía, el ciudadano capacitario y el poder social[2]. Como entonces, en esta ocasión insiste en la importancia de reconocer la diversidad real y esencial de la sociedad francesa y de darle cabida en el ámbito institucional.

“Un panfleto más que un manifiesto” (Tudesq 1976, 194), una “especie de testamento frente a la revolución triunfante” (Del Corral 1956, 380), este breve ensayo conoció muy pronto varias ediciones y traducciones (Deaecto 2021). Su notable difusión, sin embargo, no debe llevar al engaño. En opinión de Rosanvallon, La Démocratie en France decepcionó al público, y puso en evidencia la “ruptura de la inteligibilidad” por parte de su autor, un “espectador a la deriva” para quien la democracia se había vuelto incomprensible (2015, 262).

Atento y asiduo lector de las principales producciones de los publicistas franceses, John Stuart Mill recibió de parte de John Austin los primeros comentarios sobre La Démocratie en France a fines de enero de 1849. A los pocos días ya había leído el texto, al que encontró “inferior a sus expectativas, vago y general”, según refiere en una carta enviada al editor de la Westminster Review, William Hickson (1972, 7). No creyó, por lo tanto, que pudiera hacer uso del aquél para el artículo que el mismo estaba escribiendo.

Mill conocía bien a Guizot[3] y, al igual que en 1830, había seguido de cerca el curso de los acontecimientos desatados en la nación vecina. Gracias a sus reiterados viajes a Francia y a los ricos intercambios epistolares que supo mantener con algunos de sus destacados pensadores y publicistas[4], Mill llegó a convertirse en una suerte de “embajador intelectual” de Francia en Inglaterra (Varouxakis 2004). Tal como le confiesa a su amigo Henry Chapman, quedó sin aliento de tanto leer y pensar acerca de estos “extraordinarios eventos”, cuya importancia e inmenso interés estimaba fuera de discusión (1963b, 732). Una vez más, Francia se colocaba en la delantera —le comenta con esperanza—, y si lograba establecer con éxito una república razonable, en poco tiempo toda Europa (a excepción de Inglaterra y Rusia) seguirían el mismo camino. En mayo de 1848 le escribió a Armand Marrast, integrante del nuevo gobierno provisional en Francia, ofreciéndole “aportar a tan grande obra [su] propio contingente de ideas” (1963b, 736). Le envió, así, una copia de sus Principles of Political Economy (que acababa de ser publicado en abril del mismo año) y le propuso escribir una serie de artículos para Le National (periódico del que Marrast había sido director) sobre el estado de cosas en Inglaterra. Tanto en su correspondencia como en algunos artículos periodísticos publicados en The Spectator y Examiner podemos constatar que Mill siguió atentamente los desafíos a los que se enfrentaba la nueva república y que reiteradamente buscó rebatir las críticas infundadas que ella recibía en Inglaterra (cfr. McCabe 2019).

Finalmente, en abril de 1849 publicó un artículo en la Westminster Review titulado: “Defense of the French Revolution of February 1848, in reply to Lord Brougham and others from the Westminster and Foreign Quarterly Review”. Una década más tarde incluiría este texto en sus Dissertations and Discussions, un volumen que reunía algunos de sus artículos periodísticos a los que buscaba dar mayor difusión. Es aquí donde aparece con el nombre de “Vindication of the French Revolution of 1848”. El objetivo que lo anima a escribir estas líneas es claro y explícito: “hacer justicia a los hombres y ofrecer una verdadera apreciación de los acontecimientos del 48 frente a los prejuicios y opiniones desfavorables y los ataques inmerecidos que los sectores egoístas y vulgares de las clases medias y altas vienen difundiendo a través de los periódicos” (1985, 319). Sus cuestionamientos se dirigen, sobre todo, a la lectura que Lord Brougham había presentado en su Letter to the Marquess of Lansdowne. Con ocasión de esta polémica, que rememora aquella mantenida entre Burke y Paine, Mill aprovecha para insistir sobre las condiciones necesarias para la estabilidad y el progreso de un gobierno representativo, la conveniencia de preservar ciertos espacios para los “pocos” y “mejores” que no vaya en desmedro de una amplia participación ciudadana, las funciones apropiadas para las asambleas, los efectos saludables del antagonismo en toda sociedad, la inevitable necesidad de discutir las propuestas socialistas y la centralidad que había adquirido la cuestión de la nacionalidad.

Por último, podemos rastrear las impresiones y reflexiones suscitadas en Tocqueville por los acontecimientos de 1848 en su correspondencia, en los discursos pronunciados en la Cámara de Diputados y en la Asamblea Constituyente y, sobre todo, de sus Souvenirs o Recuerdos de la Revolución de 1848. En este caso, se trata de un texto escrito entre julio de 1850 y marzo de 1851 desde la soledad y el retiro de la vida pública. A fines de octubre de 1849 Tocqueville había renunciado al cargo de ministro de Asuntos Exteriores por sus diferencias irreconciliables con el presidente Luis Napoleón: “Nuestros objetivos no sólo eran distintos, sino naturalmente contrarios —explicita—. Nosotros queríamos hacer vivir la república y él quería heredarla. Nosotros no le proporcionábamos más que ministros, cuando él necesitaba cómplices” (1984, 236).

De factura más íntima, su diario no está destinado originalmente a ser publicado (recién lo fue en 1893): “Este trabajo —aclara en sus hojas iniciales— será un espejo en el que me divertiré mirando a mis contemporáneos y a mí mismo, y no un cuadro que yo destine al público” (1984, 61). Tocqueville veía necesario mantener un riguroso secreto para que su pluma fuera auténtica y sincera. Lejos de ofrecer tan sólo una crónica más o menos exhaustiva de los principales momentos de la revolución, o un anecdotario que recopila vicios y virtudes de los diferentes protagonistas, los Souvenirs revelan sus reflexiones sobre la naturaleza de dicha revolución, sus ideas acerca la causalidad histórica, sus intuiciones sobre el liderazgo político, sus temores acerca del derrotero de la democracia ante la creciente difusión de la prédica socialista y sus convicciones relativas al ordenamiento institucional más conveniente para Francia, por mencionar tan solo algunas.

Rechazo, ilusión y preocupación resumen los sentimientos despertados, recíprocamente, en cada uno de estos pensadores por la Revolución de 1848. En el caso de Guizot, resuenan desde las primeras páginas de su libro expresiones como “un enorme mal”, “el caos” y “la confusión” para describir el cuadro que tiene frente a sus ojos.  Predomina en él una actitud de condena y de denuncia que le impide rescatar cualquier vestigio de verdad en las pasiones y en las ideas que mueven a los nuevos líderes del gobierno provisional, primero, y de la república, después. Si —como han señado Rosanvallon (1985, 262) y Roldán (2019, 27)— en los escritos de la década del 20’ o incluso en su artículo de 1837 (“De la démocratie dans les sociétés modernes”[5]), la democracia era presentada por Guizot como un fenómeno ambivalente (en tanto que reconocía en ella un principio justo de ordenación y una amenaza potencial de destrucción), en esta oportunidad su “lado oscuro” parece haber acaparado la escena. Su diagnóstico se vuelve binario y su lenguaje, predominantemente moral.

Mill, en cambio, habla de “eventos extraordinarios” (1963b, 739), “sin precedentes” (1985, 319) y “memorables” (1963b, 739), de una “noble iniciativa” por la cual siente una “simpatía profunda” (1963b, 736). Como le confiesa a Sarah Austin, estima que mucha de la nueva legislación en materia de trabajo y salarios que el gobierno provisional sancione será experimental, pero recuerda que “no puede haber mejor lugar para probar tales experimentos que en Francia” (1963b, 734). Sus cartas y escritos están teñidos de esperanza y de entusiasmo. En efecto, después de la desilusión que supuso en él el curso adoptado por el gobierno de Luis Felipe y la Jeune France, los sucesos del 48 no hacen sino despertar nuevas expectativas. Por otra parte, es justo recordar que el propio Mill no tenía escrúpulos en admitir que había “simpatizado de manera más o menos ardiente con casi todas las rebeliones, exitosas o no, que tuvieron lugar en [su] tiempo” (1862, 137). 1830 y 1848 en Francia, 1837 en Canadá o la guerra civil americana encontraron en él el mismo optimismo. Es más, en una ocasión sostuvo que otros rincones de Europa (Polonia o la misma Inglaterra) también podrían verse beneficiados por un estallido revolucionario (Pollitzer 2015; Williams 1989).

Un abanico de sentimientos se agolpan, en cambio, en el corazón de Tocqueville: alegría por la caída de un gobierno corrupto (1985, 211); inquietud por la falta de líderes adecuados; temor ante las dificultades económicas y financieras que se cernían en el horizonte; cierto enojo por las falsas nociones sobre economía política extendidas en Francia; sorpresa ante el espectáculo de un pueblo que en un comienzo se comporta en orden y manifiesta verdadero amor por el país; preocupación por la guerra civil; profunda tristeza y aflicción, por último, por el destino de una Francia que busca una libertad que no consigue abrazar (1985, 215 y  1984, 117). En un discurso pronunciado el 12 de septiembre de1848 en el seno de la Asamblea Constituyente, Tocqueville admite que él no había trabajado para la Revolución de Febrero, que no se había sumado a los banquetes porque no quería, precisamente, una nueva revolución. Pero aclara que, una vez que ésta se desencadenó, trabajó “para que fuera la última” y para que tuviera sentido. Su principal preocupación era reavivar la libertad en lugar de extinguirla, ya que entendía que “una gran revolución puede instaurar la libertad, pero la sucesión de varias revoluciones hace imposible, por mucho tiempo, toda libertad regular” (1984, 117).

Atravesados por miradas y sensibilidades distintas, los tres testigos escogidos se hacen eco de una apreciación extendida: el 48 no puede entenderse desligado del 89. Se trata de un ciclo que nuevamente se abre y que pone de manifiesto la difícil tarea que supone clausurar la revolución. Guizot se pregunta si acaso la Revolución Francesa está destinada a “no dar a luz más que dudas y equívocos, a no amontonar más que ruinas sobre sus triunfos” (1981, 91)[6]. Tocqueville, por su parte, reconoce haber creído —equivocadamente— que 1830 había logrado cerrar la revolución y admite como probable que su generación no alcance a ver esta tarea concluida: “Ignoro cuándo acabará este largo viaje —confiesa— Estoy cansado de confundir con la orilla, una y otra vez, unas nieblas engañosas” (1984, 18, 68).

Con independencia de si consideraban que la revolución era o no esperable, tanto a Guizot como a Mill su estallido los tomó por sorpresa y así ocurrió con la mayoría de sus contemporáneos. No podríamos afirmar lo mismo en el caso de Tocqueville. Como dijimos, desde 1839 aquél ocupaba un asiento en la cámara de Diputados y en varias oportunidades había expresado —tanto en discursos como en la prensa— sus críticas hacia el peligroso espíritu estacionario que había impregnado la vida política y social de Francia tras el ascenso de Luis Felipe al poder. De hecho, comienza sus Souvenirs trascribiendo pasajes del boceto de un Manifiesto que había elaborado junto a grupo de colaboradores en octubre de 1847, “De las clases medias y del pueblo”, en donde —tras describir la languidez de la vida parlamentaria— sentenciaba: “Muy pronto, la lucha política se entablará entre los que poseen y los que no poseen. El gran campo de batalla será la propiedad, y las principales cuestiones de la política girarán en torno a las modificaciones más o menos profundas que habrán de introducirse en el derecho de los propietarios. Entonces, volveremos a ver las grandes agitaciones y los grandes partidos” (1984, 68-9). También recupera allí las sombrías predicciones que había presentado en su discurso del 27 de enero de 1848. En dicha ocasión había advertido al recinto que Francia parecía dormitar a los pies de un volcán y que el gobierno reposaba sobre un suelo tembloroso, desconociendo la agitación que animaba a las clases obreras. Lo responsabilizaba de la degradación de las costumbres públicas y lo urgía a modificar su espíritu ante la inminencia de una nueva revolución (1984, 70-1).

 

 

III. Razones y sinrazones: causas generales de la revolución y rol desempeñado por los liderazgos políticos

 

Este profético discurso de Tocqueville fue recogido por Mill en su Vindication para refutar la descripción que Lord Brougham había ofrecido al público inglés acerca de las jornadas de febrero. En opinión del consagrado líder whig, miembro del Instituto Nacional, la revolución no había sido anticipada por ninguna queja relevante, y había sido la obra de un puñado de hombres prácticamente desconocidos (los describía como un grupo de “rufianes armados liderados por un zapatero y un subeditor”), que consiguieron derribar un gobierno que “a nadie disgustaba” y establecer uno nuevo “que nadie deseaba” (1985, 320). ¿Cómo podía afirmarse semejante despropósito? —se pregunta Mill—. Cualquiera que estuviera mínimamente informado sobre los asuntos públicos de Francia podría reconocer que “no había una sola persona oscura entre los miembros del gobierno provisional” (1985, 322). De la misma manera, pocos podrían pasar por alto que durante los seis meses previos a febrero quienes asistían a los banquetes se negaban a beber a la salud del rey. Es más, en los últimos años —recuerda— el republicanismo lejos de ser algo “impensado”, como sostenía Brougham, “había sido pensado y hablado en cada variedad de tono, tanto por amigos como por enemigos, en todos los rincones de Francia” (1985, 331).

A fin de comprender una revolución que a otros se presenta como inexplicable, tanto Mill como Tocqueville vuelven su mirada hacia atrás y reparan, por un lado, en las causas profundas, generales y hasta podríamos decir impersonales que la hicieron posible y, por otro, en aquellas que entienden de carácter coyuntural y que se confunden con las decisiones y el comportamiento concreto de los actores políticos más importantes del momento. Para el primer caso, notamos que la atención de ambos se concentra sobre todo en el estado social y político en el que se encontraba sumida Francia tras el ascenso de Luis Felipe al poder en 1830. Su rasgo más notorio era la homogeneidad que reinaba sobre “un mundo sin variedad, ni movimiento, ni fecundidad, ni vida” (1866b, 515). El triunfo completo alcanzado por las clases medias las había encerrado sobre sí mismas. Acantonada en el poder, “la burguesía no sólo fue la única dirigente de la sociedad, sino que (…) se convirtió en su arrendataria. Se colocó en todos los cargos, aumentando prodigiosamente el número de éstos y se acostumbró a vivir casi tanto del Tesoro público como de su propia industria”, sentencia Tocqueville (1984, 63). Su propio espíritu —activo, industrioso, ordenado pero deshonesto, temerario, mediocre, moderado en todo excepto en el gusto por el bienestar material, carente de pasiones elevadas, gangrenado por un creciente individualismo— se hizo extensivo a la gran mayoría de la sociedad. Según Mill, el mismo gobierno contribuyó en esta tarea, fue un agente desmoralizador que apeló únicamente a los deseos personales e inmediatos de los hombres, a sus miedos interesados y a su “indiferencia egoísta” (1985, 326)[7]. En sintonía con su par inglés, Tocqueville observa que fue este espíritu “detestable” que animó al gobierno el que “destruyó el espíritu público y lo llenó de un egoísmo tan ciego que los indujo [a las clases medias] a separar por completo sus intereses respecto de los de las clases más bajas”, las cuales quedaron abandonadas al consejo de hombres que las llenaron de “ideas falsas” (1985, 208).

Muy duros son los trazos con los que Tocqueville describe la vida parlamentaria: “Yo pasé diez años de mi vida en compañía de muy grandes talentos, que se agitaban incesantemente sin poder apasionarse, y que empleaban toda su perspicacia en descubrir motivos de graves disentimientos, sin encontrarlos” (1984, 66-7). Sus intervenciones parecían más un juego de ingenio que discusiones serias —insiste— y “la nación entera se aburría al oírles” (1984, 67). Esta monotonía, mediocridad y corrupción condujo a acrecentar no tanto el odio cuanto el desprecio que se sentía hacia la clase gobernante. Un desprecio que fue erróneamente interpretado como “sumisión confiada y satisfecha” (1984, 67) y que, en su momento, paralizó la resistencia de quienes estaban más interesados en conservar el poder (1984, 115).

Mill coincide con esta descripción y carga las tintas sobre la ausencia de todo espíritu de progreso en un gobierno integrado, llamativamente, por hombres cultivados y figuras destacadas en el conocimiento. “Ningún ministerio inglés alguna vez reunió tanto talento literario ni tales habilidades políticas y filosóficas como el que cuenta entre sus miembros con M. de Broglie, Guizot y Thiers y, sin embargo, ninguno ha gobernado tan mal a Francia” —había objetado ya a comienzos de la década de 1830 (1986, 512)[8]—. En otra oportunidad Mill había afirmado que la monarquía de Julio no sólo había frenado el progreso del pueblo francés hacia el reconocimiento de la necesidad de la igualdad de la ley y de una estricta definición de los poderes del magistrado, sino que también había llegado a suspender todo movimiento literario y filosófico (1985a, 192). Aunque en Vindication no utilice la expresión “pedantocracia”, neologismo que había acuñado en 1842 para referirse a uno de los rostros bajo los cuales se presenta el despotismo en las sociedades modernas (Pollitzer 2017), lo cierto es que estos comentarios apuntan en la misma dirección. La homogeneidad y el inmovilismo antes señalados había transformado el amor al progreso en un “conservadurismo de la peor especie”, caracterizado no sólo por una “obstinada resistencia a todo intento de reforma orgánica”, sino por el rechazo de “cualquier mejora en materia legislativa o administrativa”. Por lo demás —añade— ningún gobierno puede aspirar a la estabilidad si no garantiza, al mismo tiempo, tanto el progreso como el orden (1985c, 325). Sobre esta enseñanza volverá una década más tarde cuando escriba sus Considerations on Representative Government (1861), especialmente su capítulo II.

Otro aspecto que a ambos autores preocupa del escenario previo al estallido revolucionario y que no dejan sin señalar es la pasión creciente, ilimitada y desordenada por los cargos públicos. “La nación se ha convertido en una tropa de solicitantes”, había advertido Tocqueville en 1842 a sus compañeros de banca (1866a, 381). En los Souvenirs aclara que “el gusto por las funciones públicas y el deseo de vivir a costa de los impuestos no es, entre nosotros, una enfermedad exclusiva de un partido: es la gran y permanente debilidad de la nación misma, es el producto combinado de la constitución democrática de nuestra sociedad civil y de la centralización excesiva de nuestra administración” (1981, 85). Entre otras razones, ello le inquieta porque entiende que se trata de una realidad que “puede dar lugar al peor tipo de revolucionario: aquel que solo quiere cambiar el gobierno para obtener cargos” (1866a, 381). Ahora bien, lo que para Tocqueville se presenta como una nota distintiva del hombre democrático, a los ojos de Mill responde más bien a una disposición particular del carácter de ciertos pueblos, como el francés. Así lo constata en Principles of Political Economy (obra que publicó simultáneamente a estos acontecimientos, en abril de 1848): “En algunos países el deseo de los hombres es no ser tiranizados, mientras que en otros consiste meramente en tener igualdad de oportunidades para tiranizar” (1965, 944). Esta es una hipótesis que reitera luego en el capítulo III de CRG, cuando analiza los obstáculos que dificultan el disfrute de los beneficios del gobierno representativo: hay entre los hombres dos tendencias que operan en direcciones contrarias —aclara—, una es el deseo de ejercer poder sobre los otros y la otra es el rechazo a que el poder sea ejercido sobre uno mismo. La primera se materializa en el fenómeno que describe como “place-hunting”, que corre paralelo al crecimiento del estado. Aquí lo que los hombres prefieren es más bien la posibilidad, no obstante lo lejana e improbable que ella sea, de ejercer el poder sobre sus conciudadanos que la certeza de que no se está ejerciendo un poder innecesario sobre uno mismo. De esta suerte, aprecian la igualdad, pero no la libertad. O, como indica en otra ocasión, confunden el amor a la libertad con el amor al poder, lo que constituye no sólo un “error psicológico”, sino también “la peor lección moral posible” (1977a, 610).

Por último, Tocqueville no deja de mencionar que la Francia prerrevolucionaria semejaba un país dividido en dos: en la parte “de arriba” reinaba la languidez, la impotencia, el tedio, mientras que en la de “abajo”, podían detectarse síntomas febriles e irregulares. Destaca, así, la nueva configuración social de París, tributaria de los cambios que la revolución industrial había ocasionado. En su opinión, la revolución de febrero no se produjo por la miseria de las clases trabajadoras, sino que fue el fruto de las ideas quiméricas y las teorías exageradas que éstas comenzaron a abrazar y que prometían suprimir la pobreza y asegurarles bienestar y comodidad. Volveremos sobre este punto más adelante.

En definitiva, tanto para Tocqueville como para Mill, las clases medias se habían mostrado “incapaces” e “indignas” (Tocqueville 1984, 70, 244) de gobernar Francia. El primero, incluso equipara la hostilidad que sentía hacia aquéllas con la que le despertaban las nuevas manos en las que temía que recayera el poder (1984,70). Como veremos, en este punto no lo acompañará el inglés.  Guizot, en cambio, mantuvo una férrea defensa del orden inaugurado en 1830. En sus Mémoires pour servir a l´histoire de mon temps, describe a las clases medias como una clase “incesantemente abierta (…) al movimiento ascendente de toda la nación” y sostiene que ellas fueron “los mejores órganos y los mejores guardianes de los principios de 1789, del orden social como del gobierno constitucional, (…), de las libertades civiles como de la libertad política, del progreso como de la estabilidad” (1864, 522). Se defiende explícitamente de las acusaciones recibidas en el sentido de que durante su paso por el gobierno se había olvidado del país, que sólo se había ocupado de las clases medias en lugar de velar por la satisfacción y progreso del pueblo. De hecho, dedica las últimas páginas de sus Mémoires a enumerar las medidas implementadas durante su paso por la función pública “en beneficio de todas las clases, tanto en áreas rurales como urbanas, con el objetivo de mejorar el bienestar moral y material del pueblo” (1864, 539). Insiste en que su voluntad y sus esfuerzos estuvieron siempre dirigidos a servir a los mejores intereses del pueblo, su felicidad y su progreso. Asimismo, recuerda que siempre consideró propio de la charlatanería la disposición a prometer más de lo que se puede cumplir y decir más de lo que se hace. En otras palabras, según Guizot, bajo el reinado de Luis Felipe, la búsqueda del orden político y civil, de la libertad y seguridad pública, del progreso y el bienestar de todas las clases “fueron constantemente objeto de preocupación y acción seria, honesta y eficaz” (1864, 627). Es comprensible entonces, que —en ausencia de toda autocrítica— la revolución del 48 no pudiera ser vista sino como un accidente sorpresivo. Tocqueville recuerda haber escuchado a Guizot decir esto varias veces y comenta que a su viejo maestro “le resultaba difícil admitir que el mal gobierno de aquel príncipe había preparado la catástrofe que lo arrojó del trono” (1984, 113).

En cuanto al segundo nivel de análisis, el que apunta a las causas próximas o accidentales, la atención recae en los meses inmediatamente anteriores a la revolución, en las decisiones adoptadas por el gobierno y en el desempeño de los líderes de la oposición. Al considerar la actuación de los principales protagonistas, Mill y Tocqueville vuelven a coincidir al señalar que se trató de una revolución “más deseada que premeditada” (Tocqueville 1984, 88). Fue un acontecimiento espontáneo que “colocó el poder en las manos de hombres que ni lo esperaban ni lo buscaban”, opina Mill (1985c, 326). Paradójicamente, agrega Tocqueville, lo que la produjo “fue inducido y casi deseado por aquellos a quienes la revolución arrojó del poder y (…) no fue previsto y sí temido por los hombres que iban a vencer” (1984, 78). De este modo, así como los vencedores fueron sorprendidos en su victoria, los vencidos quedaron perplejos ante sus infortunios. Ambos se están refiriendo a la creciente tensión suscitada alrededor de la campaña de banquetes organizada por la oposición. El gobierno había limitado las asambleas públicas y la oposición había encontrado esta alternativa para canalizar las protestas. En la apertura de sesiones de 1848 el rey había conseguido atizar aún más el malestar al calificar a los impulsores de los banquetes de hombres animados por “pasiones ciegas o enemigas” (Tocqueville 1984, 78), lo que provocó una fuerte reacción por parte de un número elevado de diputados. En adelante, los acontecimientos se fueron precipitando a una velocidad y en una dirección que escapó de las manos de sus supuestos conductores.

Al explicar las razones por las cuales él no había querido sumarse a la campaña de los banquetes, Tocqueville confiesa que sus temores residían, justamente, en las consecuencias que sus compañeros habrían de afrontar al perseguir dicho curso de acción: si no lograban agitar al pueblo (al que por primera vez se dirigían), se volverían aún más odiosos a los ojos del gobierno y de la clase media (que en su mayoría apoyaba al gobierno). Es decir, que el resultado de su accionar sería el opuesto al buscado: sólo lograrían reafirmar al gobierno que pretendían derribar. En caso contrario, si efectivamente conseguían levantar al pueblo, no tenían forma de saber hacia dónde conduciría tal agitación. Advierte que, en rigor de verdad, los líderes radicales admitían que la revolución era todavía prematura y en el fondo no la deseaban, pero se creyeron obligados a pronunciar discursos encendidos y “soplar el fuego de las pasiones insurreccionales” (1984, 81) para diferenciarse de los miembros de la oposición dinástica. Esta última también se vio envuelta en un derrotero no previsto, y fue incapaz de retroceder a tiempo. Ante la violencia de sus adversarios, el gobierno terminó prohibiendo la reunión del gran banquete proyectado para el 22 de febrero en París. De este modo, los canales para las demostraciones y las quejas quedaron clausurados, y toda alternativa de reforma pacífica se vio obturada. Para Mill, este fue un acto de “locura” por parte de Luis Felipe y de Guizot que no hizo más que provocar al pueblo (1963b, 739). Estos sucesos nos enseñan, según Tocqueville, que “el destino del mundo marcha por efecto, pero muchas veces en contraposición a las voluntades de quienes lo producen, como una cometa que se eleva por la acción contraria del viento y de la cuerda” (1984, 81).

Aun reconociendo la legitimidad de los reclamos entre los líderes de la oposición, Tocqueville los acusa de falta de prudencia, de miopía y de “incapacidad para leer adecuadamente el horizonte social” (Aguilar Rivera 2019, 70). Mill es más duro con el gobierno de Luis Felipe que con los líderes de la oposición y estima como un acierto el que los republicanos hubieran tenido el buen sentido de levantar la bandera de la reforma electoral para convocar a su favor a las clases medias (1963b, 736). Considera que fueron ellos quienes se colocaron enseguida a la cabeza de la revolución porque eran los únicos que “no necesitaban improvisar un credo político” (1985c, 331). Guizot, en cambio, no creía necesarias ni oportunas las medidas de reforma reclamadas y juzga que los jefes de la oposición adolecen de dos “enfermedades fatales en los actores políticos: la impaciencia y la imprevisión” (1864, 533). Con varios años de experiencia política sobre sus espaldas, Guizot enarbola orgulloso la bandera de la moderación, fruto de una “exacta apreciación de los hechos” y capaz de conducir a “la mesura en las intenciones y en las pretensiones” (1981, 200).

La cuestión del liderazgo político es abordada por los tres autores en sus respectivos textos. No sólo al analizar las circunstancias que precipitaron la caída de Luis Felipe, sino también al momento de valorar la conducción a cargo del gobierno provisional. La mirada de Mill es la más elogiosa y el cuadro que retrata, en cierto modo, algo idealizado. Como le escribe a John Pringle Nichol en septiembre de 1848, nunca había experimentado tal grado de simpatía hacia ningún otro partido (1963b, 739). Dicha cercanía se funda en las intenciones que animaron a estos hombres y en la conducta que adoptaron frente a un escenario no exento de dificultades. Los encuentra puros, sinceros, desinteresados y realistas, en el sentido de que no se dejaron conducir ni por una “fe ardiente” ni por una “esperanza ilimitada” propia de sus antecesores (1985c, 332). Su conducta le resulta “admirable”, no sólo en términos de que buscaron producir tanto bien como sus ciudadanos eran capaces de recibir, sino que lo hicieron sin contar con el respaldo de una fuerza pública que pudiera asistirlos ni de ningún cuerpo político organizado de adherentes. “No tenían medios para imponer la obediencia” —observa— y, sin embargo, consiguieron que ésta se les prestara de manera voluntaria (1985c, 333). Una a una, Mill repasa y defiende las medidas adoptadas y rescata sobre todo las figuras de Lamartine y Blanc.

En claro contraste, Guizot describe a los hombres de la nueva república como jefes “hipócritas y débiles”, que se han vuelto “cómplices y aduladores del pueblo”, de sus “malas” pasiones y sus “malos” principios (1981, 105), hombres que “no saben o no se atreven o no pueden salir [del pantano revolucionario]” (1981, 124). Frente a ellos, reivindica las figuras de Washington (a quien, años más tarde, dedicaría un escrito) y de Napoleón, líderes que supieron gobernar sociedades democráticas “sin condescender a sus inclinaciones” (1981, 108), es decir, con verdadera autoridad. No deja de resultar llamativo el hecho de que, al referirse a Napoleón unos veinte años antes de esta fecha, Guizot había señalado que el principal mérito de aquél residía, más bien, en haber tenido en cuenta los intereses, las pasiones y las preocupaciones de las masas. A diferencia de lo ocurrido durante el Directorio —explica en su Des moyens de gouvernement et d´opposition dans l´état actual de la France— el general “reconoció sus necesidades, presintió sus deseos y arregló sus asuntos” (1821, 132)[9]. Esos eran, en su opinión, los medios interiores de gobierno, los verdaderos instrumentos de gobierno que los Borbones, tras la Restauración, no habían sabido reconocer.

En los primeros meses después de la caída de Luis Felipe Tocqueville le escribe a Lord Radnor[10] y le confiesa que el “principal peligro” que enfrentaba Francia era la “ausencia de jefes”. Los antiguos miembros del Parlamento no podían asumir los nuevos cargos y no se sabía a quién conferirlos (1985, 212). Varias de las figuras protagónicas de este drama se encuentran retratados en los Souvenirs, pero es en el capítulo V de la primera parte en donde su autor propone una caracterización general. Sus críticas no se dirigen a las intenciones o deseos que los animaron sino al modo en que se movieron. La nota dominante es su torpeza y su ambivalencia y los ejemplos que trae así lo ilustran: “no supieron ni servirse del sufragio universal, ni prescindir de él (…), se entregaron a la nación y, al mismo tiempo, hicieron todo lo que podía alejarla de ellos (…), la amedrentaron con la audacia de sus proyectos y con la violencia de sus actos (…), quisieron gobernar a la mayoría, pero contra el gusto de ésta” (1984, 148). Y, por añadidura, “quisieron seguir los ejemplos de sus antepasados sin comprenderlos” (1984, 148). He aquí un rasgo que muchos contemporáneos supieron destacar: el espíritu de imitación, la referencia implícita y explícita a 1789 que rápidamente coloreó los gestos, símbolos, palabras y tentativas de los nuevos actores. Según Tocqueville, por momentos parecía que lo que se intentaba hacer era “representar la Revolución Francesa más que continuarla” (1984, 105). El punto es que resultaba difícil despertar aquel entusiasmo o indignación entre unos espíritus fríos, abatidos y debilitados. “Se hacía hablar, pues, a las pasiones tibias de nuestro tiempo con el lenguaje inflamado del 93, y se citaba, a cada instante, el ejemplo y el nombre de ilustres malvados, a los que no había ni la energía ni siquiera el sincero deseo de parecerse” (1984, 125). Ello dio como resultado una “tragedia indecente representada por unos histriones de provincia” (1984, 106).

De todos modos, este “extraño espectáculo”, como llamó Guizot a “una república que no sabe más que copiarse a sí misma” (1981, 124), no ocultó a nuestros testigos en dónde radicaba la verdadera originalidad del momento: Tocqueville observa que ésta es la primera revolución hecha completamente al margen de la burguesía y en contra de ella. Son las clases trabajadoras —constata—, las que hasta ahora nunca habían sido las conductoras del estado, las que portan las armas, cuidan los lugares públicos, vigilan, mandan y castigan (1984, 122-3). Y éstas —recordemos— habían sido abandonadas por las clases medias al consejo de hombres que las habían llenado de “ideas falsas” (1985, 207). El enfrentamiento de ambas clases dio el tono particular a esta revolución. Sobre este aspecto versa el siguiente punto.

 

 

IV. Lucha de clases, conflicto y prédica socialista

 

Guizot identifica a la “idolatría democrática” como el aspecto más novedoso y como la impronta que da su sello al estado de Francia en 1848. Ella es el “talismán” (1981, 92) que todos portan y el ideal que todos —monárquicos, republicanos, socialistas y comunistas—, invocan de manera constante. Ella se eleva como “un grito de guerra social, promovido con cólera por una clase contra la otra” (1981, 118). En su Démocratie la expresión “guerra social” aparece de manera recurrente, y los bandos enfrentados se presentan como “amenazadores” y “amenazados”. Ahora bien, la lucha de clases no era —según Guizot— un fenómeno reciente, sino más bien una “llaga antigua” (1981, 93). En efecto, tanto en su Histoire de la Civilisation en Europe como en sus Mémoires el Guizot historiador reconoce a la lucha de clases como un ingrediente distintivo del pasado francés: durante trece siglos, Francia estuvo comprendida por dos clases distintas y desiguales, que atravesaron innumerables vicisitudes y no cesaron de combatirse. En esta contienda, los vencedores nunca lograron reducir a la impotencia a los vencidos. Lo mismo podía aplicarse a la civilización europea en general, cuya historia —a diferencia de lo que había ocurrido en las civilizaciones antiguas u orientales— había sido siempre agitada, confusa y, en ocasiones, tormentosa o violenta. Ello se debía a la pluralidad que la animaba desde sus orígenes y que la había convertido en una civilización enérgica y, sobre todo, libre.

 

La lucha, en lugar de convertirse en un principio de inmovilidad, ha sido una causa de progreso; las relaciones de las diversas clases entre sí, la necesidad en que se encontraron de combatirse y cederse unas a otras a turno, la variedad de sus intereses y de sus pasiones, la necesidad de vencerse, sin alcanzarlo nunca por completo; de todo ello ha salido acaso el principio más fecundo y enérgico de desarrollo para la civilización europea. (Guizot 1968, 176-7)

 

Si la lucha o el conflicto resultante de la coexistencia de diversos elementos en una misma sociedad era entendida por Guizot como un componente vital para asegurar su dinamismo y progreso, ¿cómo se explica el sesgo peyorativo con el que se refiere al conflicto desatado en el 48? La respuesta es que ahora —dice Guizot— la lucha ha renacido no sólo “con más violencia y ferocidad que nunca” (1981, 93), sino que la “hostilidad radical” que anima a una de sus partes la conduce a pretender extirpar y excluir a la otra (1981, 174). Lo que Guizot cree observar es una “guerra a muerte”, en la que las clases obreras, “arrogantes y excluyentes” (1981, 173) pretenden “anular al resto y poseer solas el mando” (1981, 171). Es por ello que insiste en la necesidad de que tal disposición desparezca como primera condición para poder alcanzar la paz, y con ella, la libertad, la seguridad, la prosperidad y la dignidad. En el anteúltimo capítulo de la Démocratie (“Condiciones políticas de la paz social en Francia”) hace un llamado a que todas las partes “se resignen a vivir juntas, codo a codo, tanto en el gobierno como en la sociedad” (1981, 174) y asegura que, para conseguirlo, debe organizarse el gobierno de modo tal que cada una tenga allí su sitio. Su teoría del gobierno representativo se apoya sobre una defensa de la diversidad y las desigualdades naturales que recorren la sociedad civil y que no pueden ni deben desconocerse.

Tocqueville también habla de una “guerra de clases” en los Souvenirs (1984, 125) y en una carta enviada a Paul Clamorgan[11] en los días de la insurrección de junio. Lo que observa es una sociedad partida en dos: “los que no tenían nada, unidos en una común codicia, y los que poseían algo, en una común angustia. No había lazos ni simpatías entre las dos clases” (1984, 149). Se refiere a ambos grupos como adversarios que “se acercan, se acosan, se agarran pero no se ven”. En ese marco, su encuentro con G. Sand y la descripción que ella supo brindarle sobre lo que ocurría “en el campo de [sus] adversarios” le resultó particularmente significativa (1984, 182). La insurrección de junio —un “estallido desafortunado” según Mill (1963b, 739)— le llenó de preocupación. La describe como “la guerra civil más grande y singular que haya tenido nuestra historia” (1984, 184), en la que no se buscó cambiar una forma de gobierno sino alterar una forma de sociedad. Fue la radicalidad de su naturaleza la que condujo a que toda transacción resultara imposible y se terminara recurriendo —a su pesar[12]— a la declaración del estado de sitio. Dos son los efectos que Tocqueville asocia con el resultado de este enfrentamiento: en primer lugar, un cambio en los sentimientos de la nación: en adelante, señala, “el amor por la independencia iba a ser sustituido por el temor y tal vez por el aborrecimiento de las instituciones libres [puesto que] después de tal abuso de la libertad, tal retroceso era inevitable” (1984, 212). El segundo lugar, la derrota e impotencia del partido socialista.

¿En qué consistía tal partido y cómo valoraban sus propuestas nuestros interlocutores? Guizot directamente les niega el status de partido político, porque cree que sus seguidores no tienen un principio, ni proponen un verdadero sistema de organización política en reemplazo del existente. No sólo perturban el orden social, sino que en el fondo son anárquicos. Dicen preferir una república, pero a decir verdad, sólo creen que bajo esa forma de gobierno habrán menos diques que contengan su fuerza (1981, 167). Lo único que persiguen sus líderes, “atrevidos e ingeniosos soñadores”, es engañar y seducir a los sectores más necesitados encendiendo en ellos un peligroso fanatismo, quieren destruir todas las influencias, todos los lazos morales o materiales que vinculan a las clases políticas y separar profundamente a la población (1981, 139, 166). En ellos, la confianza y el entusiasmo se han transformado lisa y llanamente en “presunción” y la supuesta simpatía que pregonan los ha conducido a levantar una “guerra social” (1981, 196). Prometen resolver lo que otros no han podido y, aunque sus ideas no son nuevas, ahora se escuchan con más fuerza. Por ello cree imperioso considerar sus propuestas de frente e “interrogarlas a fondo”. Guizot los acusa de no ver en la sociedad más que hombres aislados, sin vínculos ni lazos que los sobrevivan, los cobijen y los eleven, que sólo toman de la tierra aquello que necesitan para subsistir y procurarse placer. Así, reducen y degradan la vida humana a la condición animal (1981, 134-5). En la misma línea afirma que la suya no es una revolución a favor del trabajo, como declaman, sino en contra de éste. “El trabajo común, el último en la escala, es el que se toma por base y por regla, (…) sacrificándose todos los grados superiores y aboliendo por doquier la diversidad y la desigualdad en beneficio de cuanto es pequeño y más bajo” (1981, 160). En tercer lugar, los “doctores de la república social”, como los llama, destierran a Dios del espíritu humano, lo vuelven un poder imaginario en el cual descargan su propia responsabilidad. “Al trasladar así hacia otro dueño y otra vida las miradas de los que sufren, les predisponen a resignarse con sus sufrimientos y se aseguran a sí mismos la conservación de sus usurpaciones” (1981, 136). Empequeñecimiento de la vida humana, uniformidad social y ausencia de libertad son los males con los que Guizot asocia, principalmente, a las “absurdas y quiméricas” propuestas de Proudhon.

Tocqueville tampoco guardaba simpatía hacia los socialistas. Los tilda de “demagogos” (1984, 157) y de haber alentado “expectativas absolutamente quiméricas” en las clases trabajadoras, ideas cuya aplicación entiende “irreconciliable con las leyes generales que regulan la producción y la propiedad” (1985, 202). Cuando en el seno de la Asamblea Constituyente se discutió sobre el derecho al trabajo, Tocqueville tomó la palabra y buscó precisar en qué consistía el socialismo y si acaso era adecuado llamar a la revolución de febrero, una revolución socialista. Entre los rasgos distintivos de los sistemas que llevaban tal nombre destaca, primero —y en sintonía con Guizot—, una apelación enérgica continua, desmedida a las pasiones materiales del hombre. Señala que los socialistas piden que el trabajo no solo sea útil, sino agradable y que algunos sostienen que los hombres deberían ser retribuidos no en función de sus méritos sino según sus necesidades (1866c, 540). El segundo sería un ataque directo o indirecto, pero continuo, al principio de la propiedad individual (admite, también al igual que Guizot, que algunos buscan destruirla mientras otros, transformarla o limitarla). El tercer rasgo, y el que más le preocupa, es la profunda desconfianza hacia la libertad, a la que buscan mutilar, y hacia la razón humana, cuyo desarrollo pretender entorpecer. Para los socialistas —asegura Tocqueville— “el estado no sólo debe ser el director de la sociedad, sino (…) el dueño de cada hombre. ¡Qué dije! Su maestro, su tutor, su pedagogo” (1866c, 541). Al igual que ocurría bajo el Antiguo Régimen, aquí también se cree que el estado todo lo sabe y se considera a los hombres como individuos débiles que necesitan ser guiados por miedo a que caigan. En este marco, pone de relieve la distancia que separa estos ideales de los que se levantaron en 1789. Por entonces no se hablaba de salario, de bienestar, de consumo o satisfacción de necesidades físicas, sino de amor a la patria, de honor, de virtud, de generosidad, de desinterés y de gloria. Por otra parte, recuerda que durante la Revolución de 1789 también se había buscado que el estado asumiera sus deberes para con los pobres y que, sin desconocer el lugar que le cabía a la previsión y la sabiduría individuales, utilizara los medios disponibles para reducir la miseria. Pero esta conducta no debía ser confundida sin más con el socialismo, ella podría ser calificada más bien de “caridad cristiana aplicada a la política”. En otras palabras —concluye Tocqueville—

 

democracia y socialismo no son solidarias la una con la otra. Son diferentes y contrarias. La democracia extiende la esfera de independencia individual, el socialismo la cierra. La democracia da todo el valor posible a cada hombre, el socialismo hace de cada hombre un agente, un instrumento, una cifra (…) Solo comparten una palabra: la igualdad, pero la democracia quiere la igualdad en la libertad y el socialismo quiere la igualdad en la miseria y la servidumbre. (1866c, 546)

 

Más allá de estos duros términos, cabe señalar que cuando en los Souvenirs su autor se pregunta por el futuro del socialismo, pareciera conceder que, “a la larga, las leyes constitutivas de la sociedad moderna [debían] ser modificadas” (1984, 127). Es cierto que, al mismo tiempo, insiste en que le parece impracticable que las actuales sean completamente destruidas, pero admite que con el paso del tiempo se siente tentado de creer que “lo que llamamos instituciones necesarias no son, frecuentemente, más que instituciones a las que se está acostumbrado y que, en materia de constitución social, el campo de lo posible es mucho más vasto de lo que se imaginan los hombres que viven en cada sociedad” (1984, 127). Esta inflexión en su pensamiento lo acerca, al menos tímidamente, a la posición que Mill mantuvo para con los socialistas.

Como es bien sabido Mill entró en contacto con el socialismo pre marxista a partir de la fuerte crisis intelectual que sufrió entre 1826 y 1830. En su momento se sintió particularmente atraído por la escuela saint-simoniana, entre otras razones, por el lugar que aquéllos concedían a los sectores ilustrados dentro de la sociedad, por su preocupación por la pobreza y su llamado a revisar el concepto de propiedad, su apoyo a la emancipación femenina o la manera en que leían el devenir de la historia. A partir de entonces no dejó de insistir en que todas las personas “reflexivas” deberían tomar en seria consideración estas creencias políticas y que cada artículo de su credo requería ser sometido a investigación y discusión. De lo contrario, si estas grandes cuestiones quedaban libradas a “la lucha entre el cambio y la oposición ignorante al cambio”, “el futuro de la Humanidad correría grave peligro” (1967, 708). No sorprende, en este sentido, que en su Vindication, celebre la creación de la comisión de Luxemburgo como una “arena de discusión” sobre el problema de la miseria y la distribución de los beneficios sociales, y que se haya invitado a participar en ella a personas competentes que pudieran contribuir con sus ideas y sugerencias a arribar a su solución (1985c, 354). Defiende especialmente a Louis Blanc de las acusaciones injustamente recibidas durante su paso al frente de la misma.

Sobre el derecho al trabajo opina que es una de las cuestiones más controvertidas de su tiempo, y lo interpreta como una ayuda garantizada para quienes no pueden trabajar y como trabajo para quienes sí pueden. Considera que su reconocimiento no busca desligar a los individuos de la responsabilidad que les cabe en la búsqueda del trabajo y de probar su voluntad de esforzarse para ello. Aclara que lo que se persigue con la medida es “asegurar que siempre haya trabajo para ser encontrado” (1985c, 350) y lo único que objeta es que no se haya tenido en cuenta, de forma paralela, el crecimiento de la población. Para Mill era importante discutir el derecho que todos tenemos a propagar la especie según nuestra propia discreción y sin límite. En su opinión, todas las clases, no sólo las más pobres, deberían consentir en ejercer tal poder solo en la medida en que no entre en conflicto con las regulaciones que la ciudad pudiera prescribir con miras al bien común.

Lejos del tono de temor y preocupación que observamos en Guizot o Tocqueville, Mill recuerda que la mayoría de los socialistas no propone que la propiedad privada le sea quitada a nadie. Por otra parte, encuentra como fuente de esperanza que la parte más fuerte y activa de los socialistas en Francia sean los fourieristas liderados por Considerant, a los que caracteriza como “mucho más sensibles e ilustrados tanto en la parte destructiva como constructiva de su sistema, y eminentemente pacíficos” (1972, 31). La comparación tenía como término de referencia al “incendiario” Proudhon, quien —a su parecer— no promovía nada de lo que a él le gustaba y respetaba de los socialistas. En Chapters on Socialism volverá a presentar esta misma distinción y cuestionará duramente a los socialistas revolucionarios, llegando a comparar a Proudhon con Robespierre y Saint Just. Volviendo a 1848, Mill no desconoce las dificultades que el nuevo gobierno debe afrontar y admite que su éxito depende de que logre sostenerse sobre principios racionales, que conserve la institución de la propiedad privada pero que “facilite todos los experimentos posibles para prescindir de ella por medio de la asociación y se deshaga de las desigualdades necesariamente inherentes en esa institución” (1972, 31).

A decir verdad, en Vindication Mill no se explaya en el análisis de las propuestas de los socialistas ni es exhaustivo tampoco en sus observaciones. Éstas pueden encontrarse, más bien, en PPE y Chapters on Socialism. En esta oportunidad tan solo manifiesta su preferencia por aquellos que proponen un sistema de producción cooperativo que permita distribuir la producción según el principio que cada comunidad estime justo y conveniente. Expresa su extrañeza por el hecho de que este tipo de propuestas pueda despertar “tal grado de terror en ambos lados del canal” (1985c, 353). Por otra parte, indica que le parece “perfectamente razonable” que en las actuales circunstancias de Francia el gobierno haya optado por asistir con fondos públicos, hasta una extensión lógica, a la creación de este tipo de comunidades industriales. Es más, está convencido de que ése es el camino a seguir, aun cuando se sepa de antemano que tal tentativa va a fracasar. ¿Por qué? Porque sólo la propia experiencia así se los podía demostrar. Pero, además, “porque un experimento nacional de este tipo, gracias a las elevadas cualidades morales que se despertarían en el esfuerzo por hacerlo funcionar, y gracias a la instrucción que irradiaría a partir de su fracaso, sería equivalente al gasto de muchos millones en cualquier de las cosas que comúnmente se llama educación popular” (1985c, 354). Una vez más, su apuesta pasa por alentar la vía experimental en las más variadas dimensiones de la vida individual y colectiva.

 

 

V. Las nuevas formas del orden: acerca de la República y representación

 

A fines de abril, la Asamblea Constituyente presentó su proyecto de constitución y ésta fue aprobada en noviembre de 1848. En adelante, Francia sería gobernada por una república con un presidente elegido por cuatro años y una sola cámara legislativa. ¿Qué comentarios hicieron estos observadores sobre el nuevo orden instaurado tras la revolución?

Guizot siempre prefirió un régimen monárquico. Aunque en el capítulo III de su Démocratie (“De la república democrática”) admite que la república es una “noble forma de gobierno”, que ha “presidido el destino y la gloria de grandes pueblos” (1981, 111), en seguida aclara que ésta no debe quedar dispensada de los mismos deberes que le caben a cualquier gobierno. Y el primero de esos deberes es el mantenimiento de la paz, objetivo que, en su opinión, todavía no se había alcanzado. El problema que encuentra en los gobiernos republicanos es que éstos suelen ser “débiles y precarios”, y carecen de fuerzas capaces de contenerse recíprocamente. Por ello necesitan nutrirse de “mucha fuerza moral” (1981, 116) y para sobrevivir resulta imperioso que consigan, no sólo la confianza del pueblo, sino “el apoyo decidido de las clases que, por su situación adquirida, por su fortuna, por su educación, por sus hábitos, aportan a los asuntos públicos un mayor bagaje de autoridad natural, de independencia tranquila, de luces y de tiempo libre” (1981, 116). Ellas constituyen los elementos conservadores, las “fuerzas sanas” (1981, 210) de la sociedad, a las que convoca a unirse hacia el final del texto. Ellas deben oponer al espíritu revolucionario, el espíritu familiar, el espíritu político y el espíritu religioso. El primero enseña a sacrificar el presente en aras del porvenir; el segundo implica “querer y aceptar cada uno su parte y desempeñar regularmente su papel en los asuntos de la sociedad sin emplear la violencia” (1981, 200) y el tercero, es el que vela por “la dignidad moral y los intereses más caros de la Humanidad” (1981, 202).

Desde Inglaterra Mill opina que la monarquía constitucional estaba destinada a ser, en Francia, una breve pausa en el camino hacia el despotismo o la república. Le parece que esta última era la forma más natural para los franceses, aunque no deja de advertir acerca de dos grandes obstáculos que entre ellos aún persistían: la indiferencia política de la mayoría (que adjudicaba a la falta de educación y a la ausencia de hábitos de discusión y participación en los asuntos públicos) y el miedo inspirado en los recuerdos de 1793 y 1794.  En más de una oportunidad Mill plantea la pregunta por la relación entre la preexistencia de determinadas costumbres y prácticas y las constituciones y códigos que las sociedades aspiran a darse. Los primeros capítulos de CRG así lo atestiguan. En Vindication responde que lo que se necesita es que la constitución que se busque implantar no violente los hábitos y sentimientos preexistentes ni suponga determinadas cualidades o un grado de interés y adhesión a las instituciones que estén ausente en el carácter del pueblo al que van destinadas. En este caso puntual lo que le preocupa es que la república no concite suficiente atención o el deseo de promover su éxito sino, por el contrario, “la disposición a sacrificarla ante cualquier conveniencia tribal, cualquier entusiasmo personal o sueño de una mayor seguridad” (1985c, 357).

Tocqueville es taxativo: en su opinión, la monarquía limitada estaba muerta y sólo la república era posible para Francia. Lo único que estaba por verse era si ésta sería una “buena” o una “mala” república (1985, 201). Esta era una disyuntiva apremiante porque, según sus observaciones, los que amaban la república parecían “incapaces o indignos de dirigirla” y los que sí podían dirigirla y consolidarla, la detestaban (1984, 244). En lo personal, Tocqueville no creía que el gobierno republicano fuera el más apropiado para las necesidades de Francia. Lo confiesa abiertamente en los Souvenirs: “En un pueblo en que los hábitos, la tradición, las costumbres han asegurado al poder ejecutivo un lugar tan amplio, su inestabilidad será siempre, en tiempos agitados, una causa de revolución, y, en tiempos tranquilos, de gran malestar” (1984, 243). También consideraba que, en comparación con la monarquía constitucional, la república era un gobierno sin verdaderos contrapesos. A pesar de sus reservas, entendía que era preciso defenderla, sobre todo porque no veían “nada preparado ni nada bueno para poner en su lugar” (1984, 243).

De los tres, Tocqueville es quien dedica mayor espacio en su texto a comentar las disposiciones de la nueva constitución. En el capítulo XI de la segunda parte reseña las principales discusiones que se libraron en el seno de la Asamblea Constituyente con relación a la conveniencia de establecer un poder legislativo uni- o bicameral, las dificultades que suponía confiar el asiento del poder ejecutivo a la elección popular en un pueblo con hábitos todavía monárquicos y la posibilidad o no de habilitar su reelección. También menciona brevemente lo dispuesto para la conformación del consejo de Estado y el Poder Judicial y las previsiones relativas a la responsabilidad ministerial. Reconoce que el resultado final podría haber sido mejor, pero recuerda que el tiempo apremiaba y la elaboración de una constitución republicana perfecta no era su principal objetivo (1984, 223). Vista en retrospectiva, uno de sus puntos más débiles —advertido tanto por Tocqueville como por Mill— fue el haber colocado “cara a cara a la asamblea y al primer magistrado”, anudando ambos poderes al sufragio popular directo e impidiendo la reelección del presidente. El camino que transitaría Luis Napoleón así lo confirmaría.

Guizot no presenta un análisis detenido de la nueva constitución, pero sí aprovecha para denunciar algunas nociones equivocadas sobre la representación política y el poder. El mismo había dedicados varias lecciones a estos temas en los cursos impartidos a comienzos de la década de 1820 en la Sorbona y sobre ellas volvería a los pocos años en su Histoire des origines du gouvernement représentatif en Europe (1851). Aquí no se detiene a señalar la distinción entre la soberanía de hecho y la soberanía de derecho, ni a explicitar que la representación no consiste en “una simple máquina aritmética destinada a recolectar y contar voluntades individuales” sino que está llamada a ser “un proceso natural por medio del cual se produce la razón pública” (2002, 253). Tan solo sostiene que él se opone tanto a una representación de tipo unanimista, que considera al pueblo bajo el manto de una absurda y tiránica unidad, como a una representación de tipo corporativa. “La sociedad —asegura— no equivale a una federación de profesiones, de clases, de opiniones, que traten juntos mediante mandatarios, los asuntos que le son comunes” (1981, 176). Defiende un modelo bicameral que permita dar cabida a los elementos móviles y a los permanentes que recorren toda sociedad y apoya la existencia de poderes fuertemente constituidos, “capaces de llenar efectivamente el lugar que ocupan y de guardarlo bien” (1981, 180). Asegura, por fin, que todo poder débil es un poder “condenado a la muerte o a la usurpación” (1981,180).

Mill califica a la nueva constitución como “un digesto de las doctrinas elementales de una democracia representativa” (1985c, 359), aunque admite que le faltaría introducir más frenos a la voluntad popular. Más allá de esta apreciación general, él aprovecha su texto para hacer dos observaciones sobre aspectos que considera centrales en el diseño de un verdadero gobierno representativo. El primero guarda relación con la necesidad de establecer mecanismos que aseguren la mayor participación ciudadana posible al mismo tiempo que la guía y conducción de los “pocos mejores y más sabios”. Así, al referirse a la circular Carnot, encuentra que allí quedó expresada una verdad que es conveniente recordar: las asambleas representativas no están para hacer las leyes (ellas deben ser elaboradas por pocos, especialmente preparados para la tarea). Su misión, en todo caso, es velar para que éstas sean confeccionadas de manera adecuada y, luego, ratificarlas. Unos párrafos más adelante, aclara que la asamblea representativa debe ser electiva y funcionar como un órgano que supervise y controle al gobierno, al tiempo que determinados funcionarios deben ser seleccionados atendiendo a sus cualificaciones especiales. Sobre estos aspectos se detendrá en el capítulo V de CRG.

El segundo punto en el que se detiene es la conformación del poder legislativo, unicameral o bicameral. En rigor de verdad no es tanto ésa la discusión que le interesa (cfr. CRG, cap. XIII) sino más bien traer a la mesa la importancia que le atribuía al antagonismo como elemento indispensable para el cultivo de la autonomía individual y para la libertad y el progreso de la sociedad (Pollitzer, 2015). Aquí lo que se pregunta es si no sería mucho más fecundo y beneficioso situar dicho antagonismo en la sociedad antes que en el estado, en las Universidades antes que en el Parlamento, “si debiera tener su lugar entre los poderes que forman la opinión pública más que entre quienes tienen por función ejecutarla” (1985c, 360). Es preciso recordar que el elogio del antagonismo cobra mayor centralidad en su pensamiento a medida que constata que uno de los grandes peligros que debía afrontar la sociedad moderna era el estancamiento o inmovilidad de su vida social y política. Un escenario en el que la diversidad y el conflicto quedaban sepultados bajo el manto de la uniformidad, resultado ésta de la imposición hegemónica de un solo grupo de individuos, de intereses, de pasiones y hábitos sobre el conjunto de la sociedad.

 

 

VI. Después de 1848

 

Guizot, Tocqueville y Mill, tres de los pensadores liberales más importantes del siglo XIX, se sintieron interpelados por los desafíos abiertos tras el advenimiento de la sociedad moderna o democrática, compartieron algunas preocupaciones y se interrogaron acerca de los canales y los dispositivos necesarios para asegurar, en ella, la libertad. Como se señaló en este trabajo, la revolución de 1848 los encontró en lugares diferentes y sus reacciones también lo fueron. Compartieron, eso sí, una misma autopercepción: creyeron encarnar posiciones minoritarias dentro de su propio entorno. Aparentemente incomprendido por las clases medias a las cuales había querido liderar, Guizot cree que no hay que desesperar ni claudicar en la tarea esclarecedora que se empeña en sostener, al menos, hasta que nuevas oportunidades hagan posible el establecimiento de un verdadero gobierno representativo. Tocqueville también confiesa haberse sentido bastante solo durante su paso por la cámara de diputados y, una vez desatada la crisis, aislado entre “una minoría que quiere la república socialista y roja y una inmensa mayoría que ni siquiera quiere oír hablar de una república” (1985, 221). Por su parte Mill, quien en más de una oportunidad se presentó como “un cruzado solitario” (Collini 1991, 129), asume cual Paine redivivo la tarea de despejar los prejuicios que tiñen las miradas sobre la reciente revolución entre sus coterráneos.

Como pudo apreciarse, los acontecimientos desatados a partir de febrero de 1848 no fuerzan en Guizot una revisión de sus propios postulados. Antes bien, lo conducen a robustecer aquel “lado oscuro” de la democracia que, en sus primeros textos, convivía con su faz luminosa. Es más, Rosanvallon recoge comentarios realizados en la primavera de 1848 en los que Guizot reconocía haber ganado mayor claridad en sus observaciones y sus ideas. “Certeza teórica y seguridad psicológica van de la mano” (Rosanvallon 2015, 259) —sugiere en su reconocido estudio—, son actitudes propias de aquellas miradas teñidas de pensamientos históricos progresistas. Confiado como nunca en que los males podrían combatirse sobre todo con una renovación de la educación moral, Guizot concluye su libro indicando que, si bien las condiciones políticas son necesarias, ellas no son suficientes. Argumenta, así, en favor de la centralidad que deben reunir ciertas disposiciones morales, como la prudencia y la virtud en la vida de los pueblos. Es que, finalmente, “es de los hombres de quien depende el éxito de las instituciones” (1981, 89).

Aun cuando no lo advirtiera de inmediato, 1848 significó el fin de la carrera política de Guizot. Es cierto que en su correspondencia manifiesta no haber perdido las esperanzas en la posibilidad de revertir el rumbo que los acontecimientos habían tomado y, de hecho, decidió presentarse a las elecciones legislativas en abril de 1849. En esa ocasión redactó un Manifiesto electoral, Mr. Guizot à ses amis, en el que aprovechó para reivindicar la monarquía constitucional e impugnar con mayor ímpetu aún los errores en los que Francia había incurrido y que él mismo acababa de denunciar en su reciente obra. No obstante, su candidatura tuvo una recepción muy fría. Apenas cosechó 166 votos sobre un total de 89.000 electores, un número muy bajo, menor —incluso— al que había obtenido en tiempos del sufragio censitario (Tudesq 1976, 184)[13]. En los siguientes años, ya de regreso en Francia, permanecerá alejado de la vida política sin resignar, empero, su magisterio intelectual y moral durante el Segundo Imperio. Durante esta etapa concluye su Historie de la révolution d´ Angleterre, publica sus Mémoires, reedita antiguas lecciones y reflexiona particularmente en torno al protestantismo en sus Méditations sur la religion chrétienne. En palabras de Rosanvallon, “el historiador que cede paso al teólogo” (2015, 260).

Tanto Tocqueville como Mill habían seguido de cerca las lecciones que Guizot había impartido en la década del 20’. Uno había asistido personalmente a sus clases y el otro había reseñado sus obras. Para ambos, el gobierno de Luis Felipe terminó cayendo en el mismo vicio que antaño el propio Guizot había endilgado a la conducción de Luis XVIII y Carlos X: había perdido el pulso de la sociedad, había desconocido sus intereses, había cerrado sus filas en torno a un grupo muy reducido y no fue capaz de leer en los reclamos que afloraban otra cosa que los resabios de un espíritu revolucionario (cfr. Girard 1974; Manent 1990 y Kahan 2003).

Al igual que Guizot, Tocqueville también abandona la vida política tras 1848. Con ocasión del golpe de Luis Napoleón escribe un artículo para el London Times que titula “The State of France. A narrative by a member of the National Assembly” en el que no ahorra sus críticas hacia el nuevo déspota. La reapertura del ciclo revolucionario que supuso 1848, esto es, el reemplazo de la monarquía por la república y, luego, por el imperio, lo condujo a repensar la relación entre el estado social y las instituciones políticas (cfr. Furet 1980). Tocqueville cree intuir que la verdadera causa detrás de los cambios experimentados debe buscarse en la creciente centralización administrativa y gubernamental. El establecimiento del segundo Imperio lo reconduce hacia el primero, y con él, hacia la pregunta por las causas que permiten explicar el primer el golpe, el del 18 Brumario. Ahora bien, en esta pesquisa advierte que su investigación debe retroceder aún más en el tiempo, toda vez que la centralización es la que se asoma como el principal agente del cambio operado. Es así como su atención se dirige hacia el Antiguo Régimen. Como observa Jardin, “el historiador toma el relevo del hombre político” (1997, 387). Sin abandonar la gran apuesta que lo acompañó a lo largo de su vida, es decir, sondear la naturaleza de la democracia, Tocqueville se embarca en otro viaje, esta vez de orden temporal (Furet 1980, 168). Desde 1852 hasta 1856 Tocqueville dedica su tiempo y sus esfuerzos a la redacción de la que será su última obra, L’ Ancien Régime et la Révolution.  Según Benoît, éste no es sólo de un libro de historia, sino de un “libro de combate” dirigido contra el despotismo de Luis Napoleón (2005, 338-9). En él Tocqueville buscó probar que las instituciones que se consideradas un efecto de la Revolución, como por ejemplo, la centralización, se remontaban en rigor de verdad al Antiguo Régimen.

A diferencia de sus pares franceses, para Mill el desempeño de funciones públicas fue posterior a 1848. De hecho, su acceso a la cámara de los Comunes llegaría recién en 1865. Por el momento, seguirá trabajando en la East Indian Company y contribuyendo con varios artículos en la prensa londinense. A los pocos años de producida esta revolución Mill transitó una etapa que supo recordar como la más feliz de su vida: en 1851 finalmente contrajo matrimonio con Harriet Taylor, su gran compañera y fuente de inspiración, y en lo que respecta a sus opiniones lo recuerda como un período en el que ellas ganaron en “amplitud y profundidad” (1981, 237). Recién al final de esta década y comienzos de la siguiente verán la luz sus obras más conocidas en materia de teoría y filosofía política: On Liberty (1859) y CRG (1861).

Podríamos sugerir que así como la reflexión y los intereses de Guizot tras el 48 se inclinan hacia la religión y las preocupaciones morales, y en Tocqueville, hacia una interrogación por el pasado francés inmediatamente anterior a la Revolución de 1789, en el caso de Mill el acontecimiento que aquí nos convoca operó como una suerte de “catalizador” para su acercamiento progresivo hacia una forma de socialismo (McCabe 2019, 139). En su Autobiography el mismo se identifica como defensor de un “socialismo cualificado” (1981, 199) y acepta ser incluido dentro de la designación general de socialista (1981, 239). En este mismo texto insiste en repudiar “la tiranía de la sociedad sobre el individuo a la que la mayoría de los sistemas socialistas supuestamente conduce” pero admite también que anhela un tiempo en que la sociedad no esté más dividida entre ociosos e industriosos y en el que la regla de que quien no trabaja no coma se cumpla para todos de manera imparcial. “El problema social del futuro —resume— es cómo unir la mayor libertad individual de acción con una propiedad común de los recursos naturales del planeta y una participación equitativa de todos en los beneficios del trabajo conjunto” (1981, 239). En cuanto al legado de 1848, cree que contribuyó a abrir la mente pública a estas novedosas opiniones. En lo que a él refiere, recuerda haber recibido “con gran placer e interés todos los experimentos socialistas realizados por individuos seleccionados (como las sociedades cooperativas) los cuales, ya sea que tuvieran éxito o fracasaran, no podían dejar de funcionar como una educación muy útil para aquellos que participaban en ellos, al cultivar su capacidad de actuar motivados por el bien común, o hacerles conscientes de los defectos que les impiden a ellos y a otros hacerlo” (1981, 241).

Guizot, Tocqueville y Mill ofrecen tres modulaciones bajo las cuales el liberalismo decimonónico se enfrentó a la difícil tarea que suponía articular libertad e igualdad, estabilidad y progreso, autonomía individual y mayor bienestar social.

 

 

Referencias

 

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* La autora es Licenciada en Historia y Doctora en Ciencias Políticas (UCA). Dicta clases de grado y posgrado en la UCA, UTDT y UNSAM, en donde lleva a cabo tareas de investigación vinculadas a la historia de las ideas políticas (siglos XVIII a principios del XX), liberalismo, republicanismo y gobierno representativo. Integra el Instituto de Investigaciones Políticas (UNSAM) y participa, actualmente, de dos PICT financiados por FONCYT.

Una versión preliminar de este texto fue presentada en el 27° Congreso mundial de Ciencias Políticas de IPSA (julio 2023).

[1] El matrimonio entre el jurista John Austin y su mujer, Sarah (escritora y traductora) mantuvo un estrecho vínculo con los tres autores abordados en este trabajo. Durante la década de 1820, los Austin fueron vecinos de John Stuart Mill, a quien introdujeron en el estudio de las obras de Blackstone y el derecho romano. También fueron ellos quienes propiciaron su acercamiento a Carlyle, por un lado, y a la lengua y el pensamiento alemán, por el otro. El sobrino de los Austin, Henry Reeve fue quien tradujo al inglés ambos volúmenes de la Démocratie en Amérique, de Tocqueville. Según cuenta en una carta enviada a Nassau Senior, el viajero francés mantuvo contacto con esta pareja durante las primeras semanas de la revolución de 1848, cuando éstos se encontraban viviendo en París (Tocqueville 1985, 206). Guizot también trabó amistad con ellos, especialmente tras su paso por la embajada de Francia en Londres, entre 1840 y 1842. Según Theis (2012), Sarah Austin fue la amiga inglesa más querida por Guizot, quien- además- tradujo al inglés algunas de sus obras.

[2] Nos referimos, especialmente, a su Des moyens du gouvernement et d’ opposition dans l’état actual de la France actuelle (Paris: Ladvocat, 1821) y a su Philosophie politique:  de la souveraineté (Paris: Hachette, 1985).

[3] Sobre este punto véase Pollitzer (2016) y Varouxakis (1999).

[4] Mill visitó Francia en varias ocasiones (1820, 1830, 1834, 1836, 1839, 1853) y hacia 1860 se instaló definitivamente en Avignon. Entre los franceses con quienes mantuvo un intercambio epistolar se destacan: G. d´Eichthal, Tocqueville, J. Michelet, H. Taine, L. Blanc, A. N. Thibaudeau, V. Cousin, Ch. Duveyrier y A. Comte.

[5] Se trata de un artículo publicado en la Revue Francaise en 1837 en donde Guizot discute los textos de E. Alletz, La democracia nueva, las costumbres y el poder de las clases medias en Francia y el de A. Billiard, Ensayo sobre la organización de la democracia en Francia.

[6] Como acertadamente observa Rosanvallon, para Guizot, “clausurar la revolución” implicaba “depurarla” (1985, 221). De ahí su insistencia en disipar la confusión y recordar los verdaderos principios sobre los que se asienta el gobierno representativo.

[7] En una carta dirigida a T. Carlyle el 25-11-1833, Mill observa que, a los pocos años de la revolución de Julio, ya no se hablaba demasiado sobre política, sino que lo único que parecía importar, en una “irracional imitación de Inglaterra y de la prosperidad inglesa”, eran los ferrocarriles (1963a, 192).

[8] Es más, afirma que al igual que en la época napoleónica, el régimen burgués había buscado a los hombres más distinguidos de la nación y los había situado en lugares eminentes con la condición de que estuvieran dispuestos a prostituirse en su servicio (1985b, 185-6).

[9] Guizot reconoce que Napoleón terminó cayendo, precisamente, por haber pedido de vista a las masas, y haber separado sus asuntos de las de ellas (1821, 131-2).

[10] Whig inglés de ideas cercanas a Cobbett, a quien Mill había conocido en su viaje a Inglaterra en 1833.

[11] Fue su hombre de referencia en Valognes, distrito por el que había sido elegido para la Cámara de Diputados en 1839 y luego para integrar tanto la Asamblea Constituyente como la Legislativa en 1848.

[12] Al respecto, comenta en los Souvenirs: “Siento por naturaleza tal desprecio y tal horror ante la tiranía militar que esos sentimientos se alzaron tumultuosamente en mi corazón cuando oí hablar del estado de sitio, y dominaron incluso los sentimientos que el peligro suscitaba. Con ello cometí un error, que, afortunadamente, tuvo pocos imitadores” (1984, 195).

[13] Tanto Tudesq como Rosanvallon no dudan en califica esta proclama electoral de “suicidio político” (Rosanvallon 2015, 307).