Notas Bibliográficas

Christoph Theobald. Transmitir un Evangelio de libertad. Buenos Aires: Agape Libros, 2019, 224 pp.

C. Iván Ríos

Revista Teología

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN: 0328-1396

ISSN-e: 2683-7307

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 59, núm. 138, 2022

revista_teologia@uca.edu.ar



Esta obra aborda con peculiar profundidad la desafiante cuestión del anuncio del Evangelio como una posibilidad para la libertad en el mundo actual. Esto implica decir con simplicidad lo que nos habita y decir al mundo -tal como nosotros lo percibimos, con sus enigmas y su misterio, en medio del mutismo y la invasión de imágenes, palabras y sonidos- aquello en lo que creemos y por eso transmitimos.

La transmisión del Evangelio, está íntimamente vinculada a la libertad del hombre, ya que no existe un dominio sobre la capacidad de escucha del otro por lo que se debe renunciar a toda tentativa de seducción, a toda astucia, a toda estrategia de “convencimiento al otro” en el anuncio. Aquello que llamamos Palabra de Dios es una palabra radicalmente humana, la más humana que puede existir: es portadora de vida en nuestras travesías difíciles o dichosas. Esa palabra hace camino al oído del otro, porque está cargada del deseo de que el oyente pueda entenderla y tomarla sobre sí, a despecho de lo que se le opone individual o colectivamente. Por ello, transmitir un Evangelio de libertad es transmitir el Evangelio de Dios, porque toda palabra de vida sobrepasa a aquel que la profiere y a aquel que la recibe, porque nada garantiza de antemano que ella los haga “vivientes parlantes”. Fe y Palabra deben formar aquí un cuerpo, un intercambio, para que la transmisión se haga posible, con condiciones a respetar; la primera de ellas es la hospitalidad, un espacio de vida donde los extranjeros pueden volverse familiares. He aquí el desafío propuesto por el autor. El problema no radica en el método apropiado o la estrategia más inteligente de transmisión, sino que la fe debe hacerse cuerpo con su palabra, el desafío es la relación con el otro que nos mueve a recibirlo y acogerlo en nuestras historias. La hospitalidad permite que el extranjero se vuelva nuestro hermano.

Partiendo de la base de que “para vivir nuestras vidas, no hay otro camino que dar crédito”, Theobald remarca que esta fe, es distinta a la fe del credo del Cristianismo; es aquella que nos dice que sin ella no hay vida humana. Vivimos una confianza inaugural en las relaciones, un rostro que se nos presenta y hace cercanos, otro que se convierte en dador de fe, aún en medio de las circunstancias adversas que podamos vivir en nuestras vidas, por ello necesitamos “dadores de fe”, ya que no es tan simple creer en ella, y nadie puede creer en la vida en lugar de otro. Y porque el flujo de la fuente de la fe en la vida es intransmisible, debemos liberarnos de toda estrategia voluntarista de transmisión. Jesús no dice: “yo te he salvado”, sino “Tu fe te ha salvado”.

La fe no puede surgir más que libremente desde el fondo mismo de sus interlocutores porque: a) no hay vida humana sin fe; b) la experiencia del hombre única para cada uno es una experiencia difícil, no es más fácil la de creer; c) Jesús de Nazaret lo sabe; sabe también que nadie puede “creer” en lugar de otro; d) la hospitalidad abierta puede engendrar la fe en una vida lograda, sin proporción con nuestra existencia cotidiana.

¿Cómo nace, entonces, la fe en Cristo? Jesús engendra la fe en la vida por su manera de dirigirse a los otros, una presencia de la que podemos ser simples beneficiarios o podemos preguntarnos por su manera de tratar con el ser humano, admirarnos de lo que la historia de la humanidad ha recibido de él, interrogarnos entonces sobre aquello que lo hace vivir a él y aproximarnos así a su misterio. Nadie está obligado a hacerlo, “lo único necesario” para vivir consiste en creer que la vida vale la pena ser vivida y que vale la pena ponerla en juego por otro, porque es así que la hemos recibido y es así que se transmite. Comprobar la presencia benéfica de alguien puede conducir al deseo de conocerlo y de conocer aquello que lo hace vivir. Y a Jesús, se lo conoce en los relatos evangélicos que hablan de él y en aquellas personas que hoy día viven de él.

El Evangelio quiere reconocer al hombre desde el interior de sí mismo, tiene su lugar donde él está en lucha con la apuesta fundamental que es el simple hecho de existir, quiere hacer posible en él la fe en la bondad fundamental de la vida y suscitar así el coraje de afrontar la aventura única de su existencia que es una, única e irrepetible, misteriosa, inabarcable y no se puede aprisionar.

Creer en Cristo es descubrir sin cesar en él un tacto sin igual para tocar lo que es humano y siempre más humano en nosotros y percibir así la extraordinaria connivencia entre el Evangelio de Dios y el misterio de nuestra existencia humana. En Cristo todos tienen su lugar y la hospitalidad es enorme. En Cristo, el interés es por todos y solo es necesario simplemente estar presente para todo. Que todos tengan vida es el anuncio del Evangelio, saliendo al encuentro del hermano que está herido, por mi omisión o indiferencia, mi sordera o la ceguera. Ese hermano que está herido, lo está junto a Dios mismo y a nuestra propia libertad: porque el otro fue creado a su imagen y a su semejanza.

La escucha efectiva de la palabra nos muestra que somos llamados a la libertad, no nacemos libres, sino que devenimos libres gracias a un encuentro históricamente situado, encuentro que nuestras escrituras sagradas identifican como llamada, siempre adaptada a cada uno, a cada acontecimiento. La fe viene de la obediencia o de la escucha (Rom 10, 17) a la voz escuchada que es la traza última de “Dios”, de «Aquel, precisamente, que llama a la existencia lo que no es» (Rom 4,17). En la escucha del Evangelio, nada es escuchado sino sobre el fondo de un silencio absoluto, la bondad radical y siempre nueva de un “tú puedes si tú quieres”: la apertura gratuita de una libertad que el apóstol traduce en términos de filiación, de inmanencia del Espíritu de Dios, infundido en nuestros corazones y de herencia divina. El drama del ser humano, consiste en la confusión entre la “forma espiritual” y la “forma moral” de esta conciencia; ella se manifiesta en nuestra propensión casi congénita abrir nuestros oídos al sonoro “tú debes” de dar crédito a las potencias de toda suerte que obtienen su beneficio, y de no ir más la voz tenue del “tú puedes” que, bajo la forma de un genérico, abre el texto del Decálogo, revela su “soberanía” espiritual del verdadero Dios y espera nuestra obediencia: “Yo soy el señor tu Dios que te hice salir del país de la esclavitud” (Éx 20, 2s)

El evangelio de la libertad es en efecto siempre lo que algún otro debe decirme y lo hace con autoridad, si al mismo tiempo él sabe que no puede sustituir “mi conciencia espiritual”. Y yo no escucho un “tú puedes si tú quieres” más que si una voz externa suscita mi fe y si mi voz interna deviene con-vicción porque ella ha sido con-fortada con-firmada por el “crédito” con que el otro me gratificó.

El alejamiento de una civilización que hay que reconquistar y recristianizar, donde la verdad es finalmente una, nos demanda leer los signos de los tiempos, descubrir en los otros la capacidad de escucha, aprendiendo a respetarlo en su alteridad.

La buena noticia no existe nunca en ella misma, deviene real siendo interpretada aquí y ahora, en efectiva relación con aquellos y aquellas que la escuchan o que podrían escucharla. La fe elemental no puede ser inmediatamente comprendida como fe en Dios o explícita en Cristo. A pesar de que surge el contacto con el Nazareno, ella ya está en obra en el interlocutor: “Tú fe te salvado” dice Jesús a la hemorroísa.

Jesús, lejos de aplastar la autonomía de las culturas o de las opciones humanas, suscita las fuentes más propias de esas tradiciones.

El milagro de la proximidad puede salvarnos de la muerte y la fe es la valentía para enfrentar el porvenir y debe ser traducida en términos de comunicación.

Una obra que invita a ser leída por aquellos que desean transmitir un evangelio de libertad, porque los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo, sin caer en formalismos o fórmulas mágicas, en idealismos o soluciones alejadas de la realidad, sino dejándose interpelar por el Dios de la historia que se hace cercano a nuestras vidas para llevarlas a la plenitud. Aquel que está preparado para dejar convertir su imagen de Dios, puede efectivamente encontrar al Resucitado.

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