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La Historia de la Iglesia en la Argentina, entre la crítica histórica y la hermenéutica teológica.
Carlos María Galli
Carlos María Galli
La Historia de la Iglesia en la Argentina, entre la crítica histórica y la hermenéutica teológica.
The History of the Church in Argentina, Between Historical Criticism and Theological Hermeneutics.
Revista Teología, vol. 59, núm. 139, pp. 13-78, 2022
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires
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Resumen: El artículo resalta la obra histórica del Padre Juan Guillermo Durán que conjuga la rigurosa investigación científica de la historia con la lectura de sus figuras y acontecimientos según la tradición católica. Su hermenéutica surge de la fe en la Providencia que conduce la historia, de la presencia maternal de María de Luján y de las vicisitudes del Pueblo de Dios. El ensayo parte de la novedad del estudio de la historia del Pueblo de Dios en América Latina, resume la historiografía de la Iglesia católica en Argentina y estudia la historia del catolicismo argentino contemporáneo. Desde allí, en una segunda fase, se presentan las distintas miradas sobre la Iglesia y se sitúa el conocimiento teologal de su historia según el Concilio Vaticano II. En un tercer paso se analiza el estatuto científico de la historia de la Iglesia como historia y como teología, a la vez que se propone un horizonte superador entre las dos perspectivas llamadas confesional y laica; también se destaca la forma mentis del historiador que procede científicamente en el seno de la fe en la Providencia de Dios.

Palabras clave: Hermenéutica, Providencia, Forma mentis, Pueblo de Dios.

Abstract: The article highlights the historical work of Father Juan Guillermo Durán that combines the rigorous scientific investigation of history with the reading of his figures and events according to the Catholic tradition. His hermeneutics arises from faith in Providence that guides history, from the maternal presence of María de Luján and from the events of the Church. The essay starts from the novelty of the study of the history of the People of God in Latin America, summarizes the historiography of the Catholic Church in Argentina and studies the history of contemporary Argentine Catholicism is studied. From there, in a second phase, the different perspectives on the Church are presented and the theological knowledge of its history according to the Second Vatican is situated. In a third step, the article considers the scientific status of the history of the Church as history and as theology, while an overcoming horizon is proposed between the two perspectives called confessional and secular. The forma mentis of the historian who proceeds scientifically within the faith in God's Providence is also highlighted.

Keywords: Hermeneutics, Providence, Forma mentis, People of God.

Carátula del artículo

Artículos

La Historia de la Iglesia en la Argentina, entre la crítica histórica y la hermenéutica teológica.

The History of the Church in Argentina, Between Historical Criticism and Theological Hermeneutics.

Carlos María Galli
Pontificia Universidad Católica Argentina, Argentina
Revista Teología
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN: 0328-1396
ISSN-e: 2683-7307
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 59, núm. 139, 2022

Recepción: 11 Agosto 2022

Aprobación: 14 Octubre 2022


La Historia de la Iglesia en la Argentina, entre la crítica histórica y la hermenéutica teológica

«Esta es la primera mirada que hay que tener sobre la Iglesia, la mirada de lo alto. Sí, hay que mirar a la Iglesia ante todo desde lo alto, desde los ojos enamorados de Dios… Esta es la segunda mirada que nos enseña el Concilio, la mirada en el medio, estar en el mundo con los demás y sin sentirnos jamás por encima de los demás… estar en medio del pueblo, no por encima del pueblo… (El buen Pastor) quiere –tercera mirada– la mirada de conjunto. Todos, todos juntos. El Concilio nos recuerda que la Iglesia, a imagen de la Trinidad, es comunión…».[1]

«El estudio de esta disciplina es una pasión que se renueva en cada obra donde asoma la oculta, silenciosa y paciente tarea del investigador, quien desplegando los recursos de la ciencia histórico-crítica –no sin maduro discernimiento desde la fe– acaricia la idea de dar a la luz de la imprenta lo que cree digno de ser conocido».[2]

La obra histórica del Padre Juan Guillermo Durán es inmensa y sobresaliente. Él es el mayor exponente de una línea que ha caracterizado a Nuestra Facultad de Teología en la segunda etapa de su existencia, desde el Concilio Vaticano II (1962-1965) hasta el presente.[3] Me refiero a la investigación, la enseñanza y la difusión de la historia de la Iglesia en América Latina y, en especial, en nuestra Argentina. La antigua Cátedra de Historia –hoy Departamento, dirigido por Durán– privilegió este campo en los estudios de sus profesores y alumnos, tanto en los cursos de grado como de posgrado; en diversas actividades de investigación y extensión –seminarios, tesis, jornadas, congresos–, y en publicaciones de nuestros historiadores editadas en libros y en artículos, especialmente en la revistaTeología, a la que Durán dirigió desde 1980 a 2003.[4] Algunas presentaciones que se hacen de nuestra revista destacan que cuenta con «un excelente panel de teólogos e historiadores de la Iglesia».[5]

En este marco, la producción científica del académico Durán es el mayor aporte que esta Facultad de Teología hace a la historia de la Iglesia latinoamericana y argentina. En particular se destaca, como una opera magna en etapas, la serie de estudios –libros y artículos– sobre Nuestra Señora de Luján y la obra del Padre Jorge María Salvaire, el apóstol de «la perla del Plata»[6] La vida y el ministerio de Durán, en la arquidiócesis de Mercedes-Luján, están asociadas a la Imagen y al santuario.

Un rasgo típico del método y el estilo de Durán está en conjugar la rigurosa investigación científica de la historia con la lectura de sus figuras y acontecimientos según la fe cristiana y la tradición católica. Lo observamos en su última obra, dedicada al querido Negro Manuel, «el fiel esclavo de la Virgen de Luján», que rebosa de erudición histórica y humanismo cristiano. En el primer aspecto, su estudio fundamenta todas las afirmaciones en las fuentes, y a veces reconoce que algunos hechos no están documentados y quedan en cierta penumbra. En base a mucha documentación recorre los lugares que atravesó Manuel ‘Costa de los Ríos’ en su travesía marítima, desde el archipiélago de Cabo Verde, en África Occidental, al puerto de Cartagena de Indias, pasando luego al mercado de esclavos en Brasil – tal vez en Pernambuco, lo que no está probado - hasta llegar en la carabela San Andrés con las dos imágenes de la Virgen al Puerto de Buenos Aires el 21 de marzo de 1630.[7]

Al mismo tiempo, la hermenéutica que hace Juan Guillermo surge de la mirada de fe en la Providencia de Dios que conduce la historia, de la presencia maternal de María en nuestra tierra, de las vicisitudes del Pueblo de Dios, de la vocación servicial de Manuel para custodiar a la Virgen… Un pequeño signo de esta lectura teologal y profética es la siguiente descripción del “Negro”:

«Manuel fue dignificado no por los hombres de su tiempo, sino por la gracia divina y el amor de la Virgen. Esta conciencia sobre la propia identidad de su persona se consolida en virtud de su profunda y operante piedad mariana, que reconoce a su favor varios títulos: fidelidad al cargo recibido, sencillez candorosa, espíritu de oración y de penitencia, y llamativa familiaridad en el trato con la Santísima Virgen, y ello en sumo grado. Trato que Tomás de Kempis llama familiaritas stupenda nimis (familiaridad estupenda en sumo grado), que le permitía dirigirse a su “Ama” con una sencillez estremecedora, que expresa la suma confianza propia del hijo a su madre».[8]

El ejemplo señala la peculiaridad de la comprensión de la historia de la Iglesia porque ella es una comunidad sui generis. Su intelección articula la racionalidad crítica de la ciencia histórica y la luz de la razón teologal de la fe cristiana. La disciplina «historia de la Iglesia», sobre todo en la forma en la que la concebimos y ejercitamos en esta Facultad, es, de modo inseparable, historia y teología. Quiero avanzar en esta línea mediante una conversación con historiadores y teólogos argentinos.

Para eso, organizo el discurso en tres momentos. En el primero parto de la novedad del estudio de la historia del Pueblo de Dios en América Latina (1), resumo la historiografía de la Iglesia católica en nuestro país (2) y me concentro en la historia del catolicismo argentino contemporáneo (3). Desde allí, en una segunda fase, presento las distintas miradas que hay sobre la Iglesia (4) y sitúo el conocimiento teologal de su historia según la enseñanza del Concilio Vaticano II (5). En un tercer paso analizo el estatuto científico de la historia de la Iglesia como historia y como teología (6), propongo un horizonte superador entre las dos perspectivas llamadas confesional y laica (7), y señalo la forma mentis del historiador que procede científicamente en el seno de la fe en la Providencia de Dios (8).

1. La historia del Pueblo de Dios en América Latina

El Concilio Vaticano II dispuso que en la enseñanza de la historia de la Iglesia se haga de acuerdo a la teología de la Iglesia expuesta en la Constitución conciliar Lumen Gentium (cf. OT 16). Esa historia expone el origen, el desarrollo y la misión de la Iglesia como Pueblo de Dios en el mundo, que se expande en el tiempo y el espacio, examinando científicamente las fuentes históricas.

La Iglesia vive «en» el mundo histórico. Aquí no es posible desarrollar todo lo que esto significa. Me concentro solo en cuatro aspectos: la Iglesia siempre está encarnada en comunidades humanas; es el Pueblo de Dios en los pueblos y las culturas; existe y actúa en el ámbito de los estados; este trasfondo delinea la historia de la Iglesia en América Latina, nuestra región histórica-cultural.

La Iglesia está siempre en una comunidad humana. San Pablo saluda a «la Iglesia de Dios que está en Corinto» (1 Co 1,2) o en «Galacia» (Ga 1,3). Se refiere a una región (1 Ts 1,1: «la Iglesia de los tesalonicenses»), o una ciudad (Rm 16,1: «la Iglesia que está en Kenkreas»), o una casa (Flm 2: «la Iglesia que se reúne en tu casa»), o una asamblea (1 Co 11,18).[9] El apóstol innova ante el Primer Testamento porque emplea el término iglesia en plural: «las iglesias de Judea» (1 Ts 2,14). Esto justifica hablar históricamente de la Iglesia en distintos lugares y tiempos, en una época y en la actualidad, en un país y en el mundo entero. La Constitución pastoral Gaudium et spes no tuvo como tema «La Iglesia y el mundo contemporáneo», sino «la Iglesia “en” el mundo de este tiempo».

La Iglesia es el misterio del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Si la palabra “misterio” designa su origen trinitario y su misión salvadora, la expresión «sujeto histórico» califica al Pueblo de Dios que actúa en la historia. En ella se vincula con las comunidades que surgen de la naturaleza social del ser humano, como la familia y la sociedad. El resto de las sociedades son formaciones contingentes que nacen de la libertad. La Iglesia no es una de las comunidades naturales, pero tampoco se puede equiparar a una asociación intermedia. Ella es una gracia que se da por la comunión de libertades entre el amor de Dios y la respuesta humana a partir del acontecimiento de Cristo.

Por su subjetividad singular el Pueblo de Dios es un protagonista de la historia. En este camino anda entre los pue­blos como un sujeto histórico entre otros e interactúa con ellos. La relación entre la Iglesia y los pueblos se rige por la lógica de la encarnación, propia del cristianismo, que une en la distinción y distingue en la unión. Aquellos no se identifican ni se confunden, sino que se distinguen en el plano de la actividad empírica por causa de la naturaleza evangélica y la misión evangelizadora de la Iglesia. Pero tampoco están separados o divididos absolutamente porque hay varias formas de unión entre estos sujetos colectivos distintos. El Pueblo de Dios habita y actúa en un espacio interior a los pueblos, entretejiendo su vida y su acción con las naciones en una íntima, real y misteriosa compenetración. En este sentido, hablamos de la “presencia” de la Iglesia “en” un lugar.

El lugar histórico del Pueblo de Dios es el interior de las familias y los pueblos, que son los sujetos primarios de la historia. La unidad en la distinción pide el reconocimiento y el respeto recíprocos. La Iglesia debe respetar la autonomía de los pueblos y reconocerlos en su dignidad de sujetos, siendo consciente de la influencia que tienen las estructuras políticas, económicas y comunicacionales cuando se vuelven poderes anónimos y pretenden comandar una historia sin sujetos. Según la lógica de la encarnación, la vocación de comprender y aceptar a los pueblos como sujetos es confirmar su subjetividad para dar a la praxis histórica y cultural «un sentido humano más profundo» (GS 40).

El Pueblo de Dios debe afirmar la subjetividad de los pueblos y debe apoyar a todas las comunidades e instituciones intermedias que manifiestan la subjetividad creadora de la sociedad (CA 13, 46, 49). Debe hacerlo con respeto a su subjetividad secular, incluso cuando ha contribuido a formar muchas naciones en distintos continentes y regar sus raíces culturales por medio de la evangelización. El respeto a la secularidad de los pueblos previene a la Iglesia de la tentación de ser un factor hegemónico, como si fuera el único sujeto significativo. Este respeto afirma la libertad individual y colectiva, significando que «el encuentro de la fe con la secularidad en un pueblo depende de la libertad. Toda forma de cristianismo futuro que no sea estatal ni privado ha de pasar por la libertad de ese sujeto histórico básico que son los pueblos». Esto marca una diferencia de la eclesiología católica con la visión hegeliana de la historia llevada por el Espíritu Absoluto que gobierna el mundo. Para el filósofo, ese sujeto total superaría a «los espíritus de los pueblos (que) son tan sólo, en su necesaria sucesión de fases, momentos del espíritu general único, que mediante aquellos se encumbra en la historia, consumándose en una ‘totalidad’ que se concibe o se comprende a sí misma».[11]

«El Pueblo de Dios está presente en todos los pueblos de la tierra» (LG 13). En su exhortación programática el Papa Francisco asume esta concepción del Vaticano II: «Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia» (EG 115). En esta eclesiología laten descripciones antiguas, como la expuesta por san Beda el Venerable (+ 735) al escribir su historia de los pueblos anglos (Historia ecclesiastica gentis Anglorum). Esa historia no es sólo una historia de las gestas de Dios en la Iglesia sino, también, la primera historia del pueblo inglés. El Pueblo de Dios peregrina entre las naciones en una «misteriosa compenetración» (GS 40).

Hasta el Vaticano II predominó una idea que miraba la Iglesia y el Estado como “sociedades perfectas” en una perspectiva jurídico-política, teniendo cada una de ellas todos los medios necesarios para cumplir su fin. En ese marco, sus convergencias y sus divergencias eran vistas como juegos de poderes. Medio siglo después del Concilio sabemos que la Iglesia existe en el mundo, y el mundo es la comunidad humana universal formada por los pueblos, las culturas, las sociedades, las naciones y los estados. La historia eclesial comprende los vínculos entre la Iglesia, el Pueblo y el Estado.

En este marco se ha desarrollado lo más original de la historia de la Iglesia entre los pueblos de América Latina. Una excelente síntesis de ese itinerario en los períodos colonial, independiente y contemporáneo, antes y después del Concilio, se halla en la obra del historiador uruguayo Alberto Methol Ferré.[12] Una recopilación reúne sus aportes para pensar las relaciones entre la historia de la Iglesia y las historias de los pueblos, junto a reflexiones sobre filosofía y teología de la historia.

Hasta hace algunas décadas, en nuestra región, si se escribían historias, sólo eran historias locales de cada Iglesia en su país. El proceso de integración y de unificación de los episcopados y las iglesias de América Latina (luego del Caribe), acelerado a partir de 1955, permitió una progresiva toma de conciencia histórica de nuestra historia regional. Si en tiempos de la conferencia de Medellín primaba el análisis sociológico centrado en la situación, entre Medellín y Puebla se afianzó la comprensión histórica, no sólo en cada país, sino en toda la región, como mostró el Documento de Puebla (cf. DP 1-14; 408-443). Enrique Dussel sostiene que ese enfoque histórico-cultural, que permitió superar el esquema jurídico de relaciones entre la Iglesia y el Estado, y al que adhirió en sus primeros trabajos históricos, tuvo su punto culminante en la Conferencia de Puebla.[13]

La latinoamericanización de la conciencia de esta Iglesia fue posible porque las iglesias de cada país comenzaron a vivir una historia compartida. La historia de nuestra Iglesia – también de nuestra teología -, que en el siglo XVI comenzó siendo regional, en el siglo XIX se fragmentó por el proceso de la independencia americana y el surgimiento de los estados nacionales. Esa situación empezó a revertirse a partir de 1899, con el I Concilio Plenario Latinoamericano, y sobre todo, desde 1955, con la celebración de la I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Río de Janeiro y la creación por parte de Pío XII del Consejo Episcopal Latinoamericano / CELAM, propuesto por esa asamblea. América Latina fue la primera comunidad regional de iglesias que contó con un organismo al servicio de los episcopados. El CELAM generó una revolución institucional que dio origen a un itinerario colegial y sinodal novedoso en el continente. Esto permitió alcanzar un panorama de la Iglesia en América Latina y favoreció la tendencia a analizar su historia regional.

En tiempos de la Conferencia de Medellín, celebrada en 1968, América Latina era la periferia católica del mundo occidental. Era –sigue siendo– el único subcontinente con mayoría cristiana en el mundo del sur, a diferencia de África y Asia, y la más fuerte concentración de católicos en Occidente, a diferencia de Europa y de Norteamérica. Entonces, sólo uno de cada tres católicos vivía en nuestra región. Hoy, dos de cada tres católicos viven en el Sur global. La elección de Francisco como Obispo de Roma en 2013 muestra que el Viento de Dios sopla fuerte desde el sur del Sur. Su pontificado arraiga en la originalidad de la Iglesia latinoamericana. Desde 1968 –año de la primera visita de un Papa a la región– hasta 2018 –año de la canonización de Pablo VI por el primer Papa americano– la Iglesia de América Latina completó su ingreso progresivo y modesto en la historia mundial.[14]

Quienes hemos vivido en este período conocemos el inmenso desarrollo de la historia regional y nacional de la Iglesia. La historiografía eclesial latinoamericana es abundante.[15]Nuestro país fue, quizás, el país latinoamericano con más historiografía escrita al comenzar el siglo XX.[16] Después del Vaticano II hubo otro florecimiento de la historiografía argentina.[17] Para narrar esta historia de la historia hay que ubicarse en la historia de las iglesias locales, de las comunidades cristianas situadas en ámbitos socio-culturales determinados, marcados por un territorio común, sea una provincia, una región, un país, o un continente. En este proceso de autoconciencia histórica latinoamericana debe ubicarse la gesta académica de nuestra cátedra - hoy departamento - de historia eclesial.

2. Historia de la historia de la Iglesia en la Argentina

El historiador católico argentino tiene una doble pertenencia. Por un lado, es un miembro de la Iglesia y comparte la fe, la esperanza y la caridad con otros cristianos en la tradición católica. Por otro, es un ciudadano de la República Argentina, por su pertenencia histórica, cultural y jurídica a esta nación. Está situado en esas dos comunidades, una religiosa y otra política, que se entrecruzan.

Varios estudiosos mostraron que la historiografía argentina se bifurcó a partir de 1852 tomando los cauces del romanticismo cultural y el positivismo científico. Estas corrientes tuvieron sus exponentes en Juan B. Alberdi (+ 1884) y Domingo F. Sarmiento (+ 1888). Las dos narrativas están bien representadas por las obras de Vicente Fidel López (+ 1903) y Bartolomé Mitre (+ 1906). Ambos hicieron una historia civil con un paradigma secular, que no daba relieve a la vida de la Iglesia.

Algo parecido sucedió en la primera gran historia argentina elaborada por la Junta de Historia y Numismática bajo la dirección de Ricardo Levene. Si bien narra la acción evangelizadora en la formación de la nación, no estudia lo vinculado a la Iglesia de 1810 a 1930. Esto manifiesta la falta de conciencia histórica de obispos y laicos de aquel tiempo. La situación comenzó a cambiar por un doble impulso: la acción social y política de laicos entre 1892 y 1929, y el estudio de la filosofía y el derecho en los Cursos de Cultura Católica desde 1922. En 1938 la Junta se convirtió en la Academia Nacional de Historia e integró miembros de tradición católica. En 1942 el cardenal Luis Copello creó la Junta de Historia Eclesiástica, cuyo órgano de difusión es la revista Archivum, que sigue siendo editada bajo la dirección del Pbro. Dr. Ernesto Salvia. Al mismo tiempo, varios seminarios diocesanos comenzaron a enseñar historia de la Iglesia con una clara orientación referida al pasado de Europa y de la Santa Sede, sin conocer el itinerario histórico de la Iglesia latinoamericana y argentina.

La historiografía acerca de la Iglesia en nuestro país se desarrolló desde comienzos del siglo XX, pero su estudio aún no hizo plenamente.[18] Se destaca la obra de Néstor Auza, quien escribió varios panoramas de la historiografía clásica de la historia de la Iglesia y del laicado católico en la Argentina. Precisó las relaciones entre la historia del país y la historia de la Iglesia, por un lado; y entre la Iglesia, la historia de la Iglesia y la historia de la teología, por otro. Se centró en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX. Consideró la historiografía en distintas etapas estudiando en paralelo o de forma cruzada los procesos, porque la Iglesia se desarrolla en la vida nacional.

Hoy se reconocen como precursores los estudios de Antonio Piaggio, Influencia del clero en la Independencia Argentina (1910-1920), editado en 1912, y de Rómulo Carbia (+ 1944) Historia eclesiástica del Río de La Plata (1914). En 1915, Mons. Abel Bazán y Bustos (+ 1926), obispo de Paraná, publicó sus Nociones de Historia Eclesiástica Argentina para cubrir la necesidad bibliográfica del programa de enseñanza religiosa aprobado por el Episcopado argentino un año antes. A partir de entonces algunos pioneros de la intelectualidad católica se dedicaron a la historia de nuestra Iglesia estudiando hechos, personas e instituciones. Entre esos historiadores hubo sacerdotes y obispos, como Pablo Cabrera, José Verdaguer, Juan Isern, Guillermo Furlong, Américo Tonda, Cayetano Bruno, y laicos, como Vicente Sierra, Juan Carlos Zuretti, Enrique Udaondo, José María Ramallo. En distintos períodos algunos autores publicaron visiones de conjunto sobre el desarrollo historiográfico.[19]

Entre 1966 y 1981 el salesiano Cayetano Bruno publicó su Historia de la Iglesia en la Argentina en 12 volúmenes, centrada en la labor pastoral de la jerarquía, elaborada con un método positivo que reúne muchos datos y con el acento puesto en el influjo católico en la formación de la nación. En 1993 editó un compendio con el título La Iglesia en la Argentina. En 1992 el Área Cono Sur de la CEHILA publicó el libro 500 años de cristianismo en la Argentina.[20] En 2000 se publicó la obra Historia de la Iglesia argentina del argentino Roberto Di Stefano y el italiano Loris Zanatta.[21]

Auza explica que en la denominación “historia eclesiástica” subyace «una idea de Iglesia reduccionista o, si se quiere, limitada, ya que la reduce, como su nombre lo dice, a la naturaleza eclesial, pero entendiendo por tal sólo a los miembros de la jerarquía, el clero y las instituciones eclesiásticas».[22] No obstante, historiadores que emplearon esa denominación trascendieron el enfoque clerical, como Zuretti, que incluyó el laicado, las mujeres, el periodismo; otro, como Bruno, tituló “historia de la Iglesia”, pero su estudio se concentró en la historia de los obispos, diócesis y congregaciones.

En las últimas cuatro décadas hubo un desarrollo novedoso de la historiografía sobre el catolicismo argentino. El estudio más completo de esta historiografía ha sido realizado por Roberto Di Stefano y José Zanca. Ellos señalan que, desde 1980, la Iglesia y el catolicismo comenzaron a ser valorados como objetos de estudio y analizados «desde una lógica ajena a la religión católica».[23] Este proceso, de gran vitalidad, es producto de investigaciones realizadas en universidades estatales. Varias fueron favorecidas por becas dadas por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas –CONICET. Los estudios recientes se concentraron en dos períodos: el paso del orden colonial a la vida independiente y el renacimiento católico a partir de 1930. Los dos autores hacen un relevamiento historiográfico de ambas etapas vinculadas al estudio de la historia política. Aquí no me detengo en las investigaciones realizadas sobre los siglos XVI-XIX, salvo en lo referido a la polivalente noción de Iglesia, un concepto que varía según los tiempos y las disciplinas, y al que considero necesario precisar, en lo posible, para poder avanzar en el diálogo entre la historia y la teología.

En la década de 1980, investigadores de instituciones no confesionales, en sociología y en historia, comenzaron a interesarse por los fenómenos religiosos en sus relaciones con la política. La vuelta de la democracia hizo que algunos ampliaran su interés a la historia del catolicismo. Se buscaba entender el rol que la Iglesia Católica jugó en la esfera pública y en la historia institucional del país.

«Es desde fines de la década de 1980 que se conforma un campo de estudios que puede autonomizarse de las demandas, tanto confesionales como ideológicas, que coartaban su estructuración. Los trabajos buscaron desprenderse de la retórica teológica que parecía ineludible al hablar del catolicismo. Surgió una historia de la Iglesia y del catolicismo que podía pensar su objeto con instrumentos y reglas ajenos a su propia lógica. Esos primeros trabajos tuvieron un norte claro: entender el rol que había jugado la Iglesia como actor político en el siglo XX. Esa premisa estaba pautada por el clima de la naciente democracia de 1983 y la búsqueda de las matrices autoritarias que habían condenado a la Argentina a una inestabilidad endémica desde, al menos, 1930».[25]

Este proceso historiográfico remite al crecimiento del catolicismo en el siglo XX. En la década de 1930 la Iglesia comenzó a tener una mayor presencia en la vida social. Incidieron la organización del laicado a través de la Acción Católica desde 1931, y las movilizaciones del Congreso Eucarístico Nacional celebrado en 1934, precedidas por numerosos congresos parroquiales, diocesanos y regionales. El llamado “renacimiento católico” había comenzado de forma paulatina en décadas anteriores.[26] En ese proceso influyeron varios factores, como el incremento de la población católica por las colectividades de inmigrantes y la reorganización de la vida pastoral argentina durante el pontificado de León XIII, sobre todo después del Primer Concilio Plenario Latinoamericano celebrado en 1899. Dos años antes, en 1897, aquel Papa había escrito la encíclica Trans Oceanum para acompañar la gran inmigración europea que venía a América, con mayoría de familias italianas y españolas.

Cuando se analiza sólo la historia política de la Iglesia se pierde de vista el desarrollo de su misión en el paso de un siglo a otro y así registrado por documentos de la época.[27] En el crecimiento católico en América Latina jugaron un rol importante las decisiones pastorales de tres concilios provinciales previos al Concilio Vaticano I (1870); los nueve celebrados entre 1870 y 1899; el Concilio Plenario de 1899 y sus orientaciones en todos los campos pastorales, incluso en las relaciones con la Sociedad Civil y el Estado (Título I, capítulos X y XI). También incidieron la recepción de esas normas por parte de los obispos a partir de 1900; los sínodos diocesanos, entre ellos, cuatro en Argentina: Tucumán en 1905, Córdoba en 1906, Paraná en 1915 y Cuyo en 1916; los nueve concilios de varias provincias eclesiásticas del continente; y las juntas trianuales de obispos de cada país.[29]

En Argentina se celebraron “conferencias (reuniones) episcopales” en 1902, 1905, 1909, 1912 y 1915.[30] Aquel crecimiento se expresó en todas las actividades e instituciones, e incluyó la presencia del catolicismo social en la vida pública y sindical.[31] En esos años comenzó una nueva etapa pastoral, dirigida por los obispos y orientada a una nueva inculturación o argentinización de la fe y al desarrollo de valores cristianos en el pueblo nuevo que se estaba formando. Conforme con aquel Concilio plenario, los grandes objetivos se concentraron en los desarrollos de la pastoral sacramental, educativa y social, y profundizaron el compromiso de los laicos y la formación de los sacerdotes.

Justamente, en la reunión del 16 de enero de 1915, los obispos argentinos solicitaron a la Santa Sede crear tres facultades eclesiásticas a tenor del canon 697 del Concilio Plenario.[32] El pedido dio lugar a gestiones, en las cuales intervino personalmente el Papa Benedicto XV. El resultado fue la erección de nuestra Facultad de Teología (y de otra de Filosofía) el 23 de diciembre de 1915, con sede en el Seminario de Buenos Aires, entonces guiado por los jesuitas, que estaba ubicado en Villa Devoto desde 1898.[33] Esas decisiones –y tantas otras– no dependieron de una estrategia de influencia política, sino que se insertaron en objetivos de más largo plazo, como la formación académica del clero en el país –no en Roma– y la renovación del ministerio ante los desafíos del nuevo siglo.

En el proceso historiográfico posterior a 1983 se entendió a la Iglesia sobre todo como un actor político de peso en la génesis de la Argentina autoritaria, como una institución que deseaba ocupar el centro de la escena nacional e imponer la identificación entre ser católico y ser argentino. Estas investigaciones tomaron como paradigma el constructo «mito de la nación católica».[34] Ese criterio de interpretación se aplicó al pensamiento y la acción de sectores de la Iglesia en las décadas de los años treinta y cuarenta, cuyos efectos tendrían su mayor expresión en la revolución de 1943. Por cierto, hoy se discute el grado de adhesión e influencia que entonces tuvo ese paradigma, tanto en las elites laicales dirigentes como en el pueblo católico común. Pero lo más significativo de esa lectura de nuestro catolicismo es que fue extendida a la historia eclesial de todo el siglo XX.

«El mito de la nación católica era un vector en torno al cual giraban discursos de distintos actores: nacionalistas, integristas, liberacionistas, culturalistas, reformistas. Más allá de sus particularidades, todos reivindicaban una Argentina esencialmente católica. Lo que podía cambiar era el sujeto de enunciación: en algunos casos esa esencia era un instrumento para denunciar el liberalismo de las elites del siglo XIX, que habrían abandonado el sentir nacional entregándose a ideas foráneas; en otros casos, el énfasis estaba puesto en el catolicismo cuasi natural del “pueblo”, en oposición a las mismas elites religiosas intelectualizadas que pretendían “domesticar” su religiosidad popular. En cualquier caso, no se ponía en duda el componente identitario del mito de la nación católica, ni de las prerrogativas que el mismo le otorgaba, en su administración, a la Iglesia».[35]

3. La historia social del catolicismo argentino contemporáneo

En los mismos años ochenta, la sociología de la religión encontró en la perspectiva histórica una nueva vía para analizar el papel de la Iglesia en la sociedad argentina. Desde el área de Sociedad, cultura y religión del CEIL –Centro de Estudios e Investigaciones Laborales– del CONICET, se impulsaron investigaciones sociorreligiosas. Desde 1983 la revista Sociedad y Religión se convirtió en un ámbito de intercambio intelectual y en el catalizador de estudios de sociología religiosa, encabezada por los sociólogos Floreal Forni y Fortunato Mallimaci. El interés por este ámbito ya tenía antecedentes en los estudios realizados sobre el catolicismo popular en la Argentina a fines de la década del sesenta y durante la del setenta. Algunos de ellos fueron impulsados por laicos y sacerdotes que valoraban el fenómeno y lo interpretaban desde perspectivas distintas. Incluso, en ese tiempo, hubo debates públicos sobre la forma de comprender las expresiones populares de la fe y la religión católica, tanto desde la sociología como desde la teología.[36] Muchas investigaciones y tesis posteriores se situaron en una línea que tiende a unir la historia religiosa y política con la sociología religiosa. La historiadora Lila Caimari, al dedicar un capítulo de su tesis a analizar la postura de la Iglesia en los orígenes del peronismo (1943-46), dice que hace «un ensayo de sociología política de la Iglesia».[37]

Las caracterizaciones que se hacen como sociología religiosa no especifican, normalmente, el significado del fenómeno religioso en un diálogo con otras disciplinas pertinentes, como la historia de las religiones, la fenomenología religiosa, la filosofía de la religión, y la teología, que también piensa la religión. En nuestro país esa corriente vinculó el paradigma socio-histórico desarrollado por el francés Émile Poulat con la historia de la Iglesia local. Una de sus claves es entender al catolicismo en sus categorías propias, en particular, el concepto de “integralismo” que, desde inicios del siglo XX –y sobre todo en el pontificado de Pío XI (+ 1939)– marcó la conducta episcopal y el pensamiento laical. En oposición a un “catolicismo liberal” que tendió puentes entre la Iglesia y la modernidad en los tiempos antimodernos de Pío IX, el “catolicismo integral” fue una respuesta intransigente de carácter antiliberal y anticomunista a nivel filosófico y político.[38] Esa línea habría sido impulsada por la Santa Sede junto con la “romanización” de las iglesias locales de América Latina, la cual tuvo sus instrumentos básicos en la formación del clero y el nombramiento de obispos. Su expresión política más fuerte en la Argentina fue el nacionalismo católico y militar de los años treinta y cuarenta.

Esa lectura convirtió al integralismo católico en un paradigma histórico, opuesto a la tesis de la secularización moderna. Por su parte, la sociología de la modernización quiso verificar y explicar la secularización señalando que la modernización de las sociedades tradicionales implicaba necesariamente el desplazamiento de la religión como el eje estructurador de la vida y de la sociedad. Sin embargo, ya a mediados de los años sesenta, se advertía que aquel proceso también incluía la reconfiguración de la religión en la ciudad secular y la adaptación de la Iglesia a las trasformaciones socioculturales. No obstante, como observó con fineza una historiadora argentina, «ni la secularización ni la romanización fueron objeto de un debate crítico».[39] En el diálogo interdisciplinario sobre estas cuestiones, aún pendiente en ámbitos académicos argentinos, junto con los valiosos aportes de las ciencias sociales, la teología y la filosofía pueden decir una palabra lúcida e interpeladora.

Di Stefano y Zanca señalan que «tanto los trabajos de Zanatta como los de Mallimaci permitían pensar el devenir de la Iglesia y el catolicismo a lo largo del siglo XX».[41] Muchos estudios se dedicaron a mostrar las relaciones entre el catolicismo y los fenómenos políticos del nacionalismo, el militarismo y el peronismo. Otros versaron sobre las relaciones del catolicismo con la violencia armada y la dictadura militar.[42] En la primera década del siglo XXI se publicó la lectura política de la historia de la Iglesia argentina hecha por Horacio Verbitsky desde un ángulo ideológico y con lenguaje periodístico (2007-2019). Esa Historia política de la Iglesia católica 1884-1983 se suma a sus otros libros. En 2020 publicó una nueva edición del cuarto tomo sobre el período 1976-1983.[43]

«El mito de la nación católica, que habría sobrevivido a las tormentas intra-eclesiásticas de los años sesenta y setenta, serviría como matriz explicativa de esta dificultad».[44] Varios estudios consideran que las matrices interpretativas de la nación católica y el catolicismo integral adoptaron distintos ropajes: nacionalista, peronista, liberacionista, culturalista, democrático. Algunos emplearon esos conceptos para comprender toda la historia de la Iglesia argentina en el siglo XX. Si las nociones tienen algún fundamento histórico, sus aplicaciones son discutibles porque incluyen sujetos y tiempos muy distintos: la presencia católica de los años 30, la revolución militar del 43, el peronismo histórico, la defensa de la enseñanza libre, obispos y laicos gravitantes en varias décadas, la revolución del 66, el nacionalismo católico de derecha e izquierda, la lectura del catolicismo popular, los teólogos argentinos del Pueblo de Dios, el pueblo y la cultura, la peregrinación juvenil a Luján, el proceso del 76, la conducta ante los gobiernos de Alfonsín y Menem, la mentalidad de Bergoglio - Francisco…

Una valiosa investigación doctoral sobre la acción política de la Iglesia católica también tomó como matriz la supervivencia de la idea de la nación católica y la asoció con la llamada “teología del pueblo” elaborada desde fines de los años sesenta. Sostiene que el catolicismo latinoamericano, en el laicado y en el clero, tuvo varias estrategias de acción política, desde la bandera de una “Iglesia revolucionaria” a la cruzada de una «Iglesia (neo) conservadora)».[45] En esta línea ubica a representantes de la teología de la cultura, a la que presenta como una variante del neo-integralismo populista y de la neo-cristiandad latinoamericanista, afirmando que ella se planteó como una alternativa a la teología de la liberación.[46]Teólogos argentinos de distintas líneas no aceptan esa simplificación, que debería ser fundamentada histórica y textualmente.[47] Yo tampoco comparto esa alternativa, como he mostrado con distintos argumentos –fundados en textos– en estudios publicados desde 1988.[48]

Aquellas dos categorías forjaron una matriz de lectura y fueron atribuidas a muchos actores eclesiales y políticos, a los que se transfirieron la vocación hegemónica y la praxis autoritaria de un sector católico de otro período. La impresión de una extrapolación ahistórica y acrítica ha sido cuestionada por Di Stefano cuando pidió superar «la tendencia a pensar a la Iglesia como un todo monolítico y dotado de una política unívoca con respecto a la sociedad en la que está inserta».[49]

Miranda Lida ha hecho una narración bastante completa de la historia social, cultural y política del catolicismo argentino desde el Concilio Vaticano I a las vísperas del Vaticano II. Ha mostrado su aggiornamento cultural a lo largo del siglo XX, un índice de su diálogo sui generis con la modernidad y su carácter cosmopolita, no sólo romano.[50] Estudia los procesos que desarrollaron los movimientos católicos, sobre todo los grupos juveniles, hasta los años ochenta, al ritmo de las transformaciones sociales, la urbanización creciente, la movilidad social y la heterogeneidad de las clases medias y los sectores populares. Muestra las variaciones en el estilo de vivir la fe, sobre todo desde los años sesenta, y las razones por las cuales entonces «la idea de un catolicismo compacto, unificado, homogéneo, hacía agua».[51] Ejemplos elocuentes son las misiones y campamentos de trabajo en barrios del conurbano y pueblos rurales, y las peñas folklóricas y los concursos de música en parroquias y colegios. A nivel musical me permito señalar las diferencias de estilo que hay entre el himno del Congreso Eucarístico de 1934, los cantos en latín, los cantos en castellano en el posconcilio y, en el ámbito de la música popular, la Misa Criolla de Ariel Ramírez (1964) y La Biblia de Vox Dei (1971).

La irrupción masiva de grupos juveniles a fines de los años sesenta fue un fenómeno singularísimo. Tuvo muchas causas: la renovación conciliar de la Iglesia, el crecimiento de las escuelas católicas, la presencia de curas jóvenes, los ideales de la época, los cambios en las costumbres, el surgimiento de la pastoral juvenil, las nuevas dinámicas de retiros, encuentros, misiones y campamentos, el auge de la radio y la televisión, la novedad de la cultura juvenil. Los jóvenes se movieron entre la música, el deporte, la religión y la política. «(Al mismo tiempo) los jóvenes de los barrios construían la capilla, la unidad básica y la escuela».[52] La película “Tango feroz”, sobre el rockero “Tanguito” de los años sesenta, sólo muestra conexiones entre parte del incipiente rock nacional y el movimiento político a nivel universitario. Pero omite las referencias religiosas de uno y otro proceso, como se verifica en la misma historia del rock local. Impulsados por la realidad del país y el mensaje cristiano, muchos jóvenes ingresaron en la militancia social y el compromiso político. La politización de los sectores medios atravesó a la Iglesia en todos los ámbitos sociales y en todas las provincias.[53]

En sectores de la juventud católica se cruzaron cuatro procesos, que se potenciaron entre sí: la renovación de la Iglesia y del compromiso social de la fe en la lucha por la justicia, urgida por el Vaticano II y Medellín; la aparición de “la juventud” como un fenómeno social ligado a la revolución cultural occidental; el ideario emancipatorio de los años sesenta incentivado por la revolución cubana; la urgencia del compromiso político ante los golpes militares y la proscripción del peronismo. En ese marco, líderes, intelectuales y jóvenes católicos de las clases medias hicieron «“la opción por peronismo en nombre del cristianismo social” y vieron allí “un potencial revolucionario” y “un cristianismo de los pobres”».[54] Esas coordenadas se cruzaron fuertemente en nuestro país.

En 1966 comenzó una nueva etapa a nivel secular y eclesial. En el ámbito político, la Revolución Argentina, causada por el golpe de Estado del 29 de junio, consolidó la proscripción del peronismo iniciada en 1955 y la amplió, forjando la realidad del «país proscripto».[55] Disolvió los partidos, intervino con violencia la Universidad de Buenos Aires, auspició una prensa adicta. Los sectores medios comenzaron a vivir en carne propia una proscripción cultural que no se limitó a restringir las libertades cívicas. En el ámbito eclesial un mes antes, el 13 de mayo, los obispos hicieron su primera recepción del Vaticano II en la Declaración pastoral: La Iglesia en la situación posconciliar y crearon la Comisión Episcopal de Pastoral –COEPAL– para elaborar un plan pastoral de conjunto.[56]

En los años noventa se multiplicaron investigaciones orientadas a conocer las lógicas particulares del catolicismo social más allá de los vaivenes políticos. Estudian la relación de la sociedad de masas, que irrumpió a mitad del siglo, con las organizaciones católicas, cuyas formas de crecimiento, formación, movilización y presencia tienen sus lógicas y no se pueden reducir a estrategias políticas de élites conservadoras. «Ese mismo desplazamiento permitió pasar de una historia estrictamente institucional de la Iglesia a una historia del catolicismo. El presupuesto de esa transición era distinguir las necesidades institucionales de la Iglesia, de las racionalidades de sus militantes y adherentes».[57] Esta nueva etapa tiene muchos aportes sobre la historia socio-cultural del catolicismo en ámbitos tan variados como la acción social, la prensa, la actividad cultural, la tarea intelectual, la vida religiosa.

En el siglo XXI crece una variada producción sobre la historia de la Iglesia argentina con una perspectiva distinta a la llamada “confesional”, una óptica que se ha autodenominado “laica”. En la historia del culto a Nuestra Señora de Luján – en la que se ha destacado Durán - se superponen estudios realizados desde la historiografía católica tradicional y trabajos de esta nueva corriente historiográfica. Algunos autores se centran en la jerarquía eclesial y no consideran al pueblo creyente como protagonista histórico. Tampoco contemplan a quienes acuden a Luján movidos por la fe teologal, la cual crea una relación personal con Cristo y la Virgen más allá de las convocatorias formales. A esta dificultad se suma la tendencia a leer la vida eclesial señalando fuertemente las motivaciones políticas y los intereses coyunturales. En esa línea se tiende a ver la difusión del culto a la Virgen como una forma de acentuar el poder de la Iglesia en la sociedad sin captar la lógica de la acción evangelizadora en su conjunto, la cual articula diversos aspectos religiosos y elementos sociales.

Como explica Enrique Bianchi, aquí habría que considerar el tema más amplio de la relación del Evangelio y la fe con la dimensión política de la vida, la que existe en América desde la denuncia profética del siglo XVI hasta la teología de la liberación del siglo XX. Toda la historia del cristianismo, desde el Nuevo Testamento hasta el presente, está atravesada por sus relaciones con la vida de los pueblos y los estados. A eso se agregan las conductas políticas de dirigentes cristianos –laicos y pastores–que no siempre actuaron desde los valores del Evangelio. Esta dolorosa realidad, que llegó al colmo de la incoherencia y la crueldad en el Proceso militar 1976-83, no impide reconocer que en la Iglesia hay acciones que tienen como fin principal la evangelización y no pueden ser reducidas a estrategias de posicionamiento, sobrevivencia, influencia, captación, poder o control a nivel político.

El Papa Pablo VI enseñó que «la Iglesia existe para evangelizar» (EN 14). La acción evangelizadora repercute en la vida personal y en la convivencia social, lo que no supone una cosmovisión integralista, sino una concepción integral e integradora de la evangelización, que respeta la autonomía relativa de las distintas esferas de la vida y la cultura. La misión de la Iglesia es un campo abierto al diálogo entre la historia y la teología.[58] Aquí surge con fuerza el tipo de racionalidad que mira la historia eclesial acompañada por la eclesiología y la teología de la misión. Como escribió Durán al presentar los catecismos hispanoamericanos como instrumentos de la primera evangelización,

«De este modo la teología de la misión viene a iluminar con sus aportes específicos el discurso histórico, ofreciendo el marco de una reflexión mucho más profunda y enriquecedora que, al trascender lo puramente fáctico, devela las motivaciones y causas últimas que explican efectivamente la trayectoria de la Iglesia en el espacio americano».[59]

4. Tres miradas a la Iglesia en la historia

Al dirigir la atención a la Iglesia aparecen tres grandes miradas: empírica, ética, teologal.[60] Estas se pueden corresponder con tres tipos de conocimiento intelectual: las evidencias empíricas, las verdades filosóficas, las creencias religiosas. Corresponden a tres manifestaciones de la figura eclesial y tienen consonancias con tres miradas a Jesús: histórica, humanista, creyente. «Pero es científica y religiosamente esencial reconocer que a lo largo de la historia siempre se le ha reconocido a Jesús esta triple dimensión: fáctica, antropológica y teológica. Así se le ha conocido, creído, amado y seguido hasta hoy».[61] En efecto, la mirada a la facticidad histórica genera la historia crítica de Jesús; la comprensión de su valor humano suscita la cristología filosófica; la aceptación de su misterio singular es la raíz de la cristología teológica. Algo similar sucede en el conocimiento de la Iglesia.

Cristo, el cristianismo y la Iglesia son historia, no mitos ni ideas. Esto es manifiesto desde el relato del nacimiento de Jesús «en tiempo del emperador Augusto… cuando Quirino gobernaba la Siria» (Lc 2,1-2). El Símbolo de la Fe afirma: Cristo «padeció bajo Poncio Pilato». La Iglesia es una realidad histórica y experimentable en el pasado y el presente. Así se la percibe en tantas experiencias de la vida de los creyentes, desde un bautismo familiar a una peregrinación a un santuario. La Iglesia es la comunidad cristiana, constituida por un vínculo religioso, no por otro factor social o cultural, ni por otra religión. En esta realidad histórica los seres humanos se unen con Dios y entre sí por Cristo. Ella, que existe más allá de nosotros y de nuestro tiempo, puede ser mirada de distintas formas.

La mirada empírica describe lo que se muestra en la superficie visible de la historia pública. Para esta percepción la Iglesia es una comunidad que actúa entre otras comunidades humanas. Si se la mira con un lente sociológico, es una sociedad con un estilo tradicional, sobre todo en la cultura occidental. Si el enfoque es político, es un factor de poder que incide en la sociedad. Si la mirada es internacional, es valorada por su experiencia diplomática. Si el ángulo es económico, es considerada como una institución empresarial o bancaria difusa. Si la mirada es filantrópica, es vista como organización no gubernamental de bien público. En todos los casos, y más allá de sus aspectos verdaderos, este enfoque puede destacar un elemento más de lo que hay en la Iglesia o convertirlo en el factor determinante, con lo cual se la reduce a una institución social sin contenido religioso originario y específico. Aquí está el valor y el límite de una mirada empírica que se reduce a lo visible.

Una segunda mirada humanista y ética descubre, más allá de los hechos y las circunstancias, una comunidad de cualidad excepcional que hizo y hace un aporte inmenso de sentido y valor a la cultura humana en todos los ámbitos, en especial a la filosofía, la ciencia, la salud, el derecho, el arte y la paz. Esta valoración trasciende las miradas de corto plazo porque contempla la Iglesia como una comunidad humana que se ha desarrollado durante dos mil años y ha aportado muchas riquezas al desarrollo de una humanidad más humana y plena. Aquí se podrían nombrar los aportes que contribuyeron a reconocer la dignidad y los derechos universales de cada ser humano, o las categorías filosóficas que la tradición judeocristiana legó al pensamiento, como las de creación, bondad, persona, libertad, comunión, historia y amor como don. También se podrían admirar tantas obras de arte en la música, la pintura, la arquitectura, el teatro, la literatura, que expresaron la fe cristiana, la oración litúrgica y la piedad popular. O registrar la creación de dos instituciones que han marcado la vida moderna: los hospitales como centros de salud y las universidades como ámbitos de saber.

La historia de la Iglesia tiene luces y sombras. En cada país donde ella está situada se registran no sólo intervenciones de algunos de sus miembros en procesos violentos y en diversas guerras, sino también y sobre todo, su compromiso por la paz en la vida cotidiana y en las situaciones dramáticas de los pueblos, como lo que pasa en 2022 en Ucrania. En la historia argentina reciente son conocidas las intervenciones del Episcopado y del Papa Juan Pablo II en 1978 ante el conflicto con la hermana república de Chile, que concluyó en el Tratado de Paz y Amistad celebrado en 1984, y el viaje repentino del Papa polaco para acompañar a nuestro pueblo durante la guerra por las Islas Malvinas en 1982. Estos hechos pueden ser analizados sólo desde una lectura empírica a nivel político, o pueden ser mirados con un enfoque ético por sus contribuciones para garantizar la paz entre los pueblos.

Ante la historia de los cristianos, un historiador no cristiano se puede preguntar si en la Iglesia actúa algo superior a lo que se registra de forma visible. Por ejemplo, mirando el martirio de tantos cristianos simples en el Japón del siglo XVII, como narran los documentos históricos y se muestra en la película Silencio de Martin Scorsese, se plantea lo que puede haber por detrás o por arriba de los fenómenos que se ven en la superficie. La mirada de la fe cristiana es rigurosamente racional y, por eso, puede asumir y atravesar las miradas respectivas de la hermenéutica histórica-fenomenológica y de la hermenéutica filosófica-ética, que hemos resumido. Además, al recibir inteligibilidad de otra luz, puede aportar elementos que ayuden a interpretar otras facetas del misterio de la Iglesia, por ejemplo, los fenómenos de la santidad y los santos, que son realidades plenamente humanas con consecuencias históricas y culturales en muchos lugares y tiempos. A la vez, otras miradas, si son científicamente rigurosas, pueden contribuir para que la inteligencia de la fe enriquezca sus lecturas.

Una tercera mirada es teologal y religiosa porque la fe es un don que proviene de Dios y une al ser humano con Dios. Si la primera mirada analizada es racional y empírica, y la segunda es racional y filosófica, esta, tercera, es racional y creyente porque el acto de fe no anula la racionalidad de quien cree. El sujeto creyente piensa y debe pensar lo que cree. La fe cristiana confía pensando y piensa confiando. Su perspectiva original es abrirse a la mirada amorosa de Dios. Como dijo el Papa Francisco en el 60 aniversario de la inauguración del Concilio, esta es la primera mirada del creyente.

«Esta es la primera mirada que hay que tener sobre la Iglesia, la mirada de lo alto. Sí, hay que mirar a la Iglesia ante todo desde lo alto, desde los ojos enamorados de Dios. Preguntémonos si en la Iglesia partimos de Dios, de su mirada enamorada sobre nosotros. Siempre exista la tentación de partir más bien del yo que de Dios…».[62]

En el Símbolo de la Fe la Iglesia aparece tanto como sujeto creyente como en el ámbito de las realidades u objetos creídos. El acto de fe se dice en primera persona del singular –yo creo– y en primera persona del plural –nosotros creemos–. Decir yo creo es decir que adhiero personalmente a lo que todos creemos juntos. La Iglesia es el sujeto comunitario de la fe. El acto personal reposa sobre la fe de la comunidad. Ésta no es una relación exclusiva entre el yo del creyente y el Tú de Dios. La fe se vive en el “nosotros”, como muestra la forma dialogada del Credo de origen bautismal.

¿Creemos “en” la Iglesia? Ella es la comunidad de fe, esperanza y amor. Como tal, profesa el Credo, que comienza diciendo: Creemos en Dios Padre. También ella es un objeto de fe; por eso decimos: Creemos en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica… Amén. La Iglesia está integrada por la fe en los misterios del Dios Trino y de Cristo, que forman el único centro bipolar del cristianismo, y está asociada a la fe en el Espíritu Santo. Para la doctrina católica no creemos en la Iglesia del mismo modo como creemos en Dios. El Credo profesa la fe en las tres Personas divinas como un acto personal que viene de Dios y lleva a Dios. Emplea una fórmula latina de origen bíblico: credere in Deum, que significa: Creer en-hacia Dios… en Jesucristo… en el Espíritu Santo.

En cambio, la Iglesia es creída como una obra de Dios porque ella no es Dios. Santo Tomás de Aquino decía que creemos “la Iglesia” (ecclesiam, en el modo acusativo del latín sin preposición), aceptamos su existencia como una obra de Dios en Cristo y en su Espíritu. No creemos “en la Iglesia” (in ecclesiam) porque distinguimos la adhesión a ella del acto de fe en la Persona divina del Espíritu Santo, que santifica y hace santa a la Iglesia (ST II-II, 1, 9, ad 5um). El Catecismo de la Iglesia Católica, en su párrafo 750, declara: «En el Símbolo de los Apóstoles hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa (Credo... Ecclesiam), y no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia».

La Iglesia de Cristo se sitúa en el cruce de dos campos de experiencia: la comunidad y la religión. En ella la comunión con Dios conlleva la unión de los creyentes entre sí. Desde el punto de vista histórico, este fenómeno se ubica en la historia de las religiones y sus instituciones. Ella es la comunión con Dios mediada por la relación a Cristo. Su historia es la historia del cristianismo.

La Biblia expresa la originalidad de la comunidad religiosa cristiana. La palabra Iglesia traduce el sustantivo griego ekklèsia, que significa asamblea. Ekklèsia surge del verbo griego ek-kalein, que traduce la raíz hebrea qahal. Significa convocar y ser convocado. Iglesia es la comunidad convocada por Dios, la asamblea del Pueblo de Dios (Hch 19,39). Es un término empleado en la traducción griega del Antiguo Testamento para designar la asamblea del pueblo santo en la presencia de Dios. En el Sinaí, Israel celebró la Alianza, recibió la Ley, fue constituido Pueblo de Dios.

Dándose a sí mismas el nombre de “Iglesia”. las comunidades del siglo I que creían en Cristo se reconocieron herederas de esa asamblea y partícipes del Pueblo de Dios. En ella Dios convocó a su Pueblo desde todos los pueblos de la tierra. En la reunión celebrada en Jerusalén el apóstol Santiago afirmó que la comunidad cristiana es «un Pueblo de pueblos» (Hch 15,14). En el Nuevo Testamento, la frase «Iglesia de Dios» (Ekklèsia tou Theou) denomina la convocación del Pueblo de Dios a través de la reunión de las comunidades cristianas (Hch 8,1-3; Ap 2,1-8). De la palabra latina ecclesia surgen los vocablos que emplean las lenguas ibéricas para nombrar a la Iglesia. Del término Kyriaké, que señala la comunidad del Señor (Kyrios en griego), derivan las palabras church en inglés y Kirche en alemán, que denominan a la Iglesia como la comunidad «que pertenece al Señor».

Esta tercera mirada a la Iglesia, propia de la fe, asume lo válido de las otras perspectivas, evita sus reduccionismos y señala que en esta comunidad hay algo que trasciende lo humano. La fe teologal mira a la Iglesia como un misterio semejante al de Cristo, en el cual lo histórico hace transparente lo invisible y lo trascendente se manifiesta en lo visible. En este nivel se comprenden lo que significan los nombres que el Nuevo Testamento da a la Iglesia: Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu. Esta mirada funda la comprensión de la historia de la Iglesia como historia y como teología. «La Iglesia es visible e invisible. La visibilidad de la Iglesia no es toda la Iglesia, pero es el punto de asidero para la comprensión histórica de la Iglesia. Es una cierta visibilidad de lo invisible».[63]

La comunidad eclesial se realiza en el punto misterioso en el que la vida teologal se percibe y realiza históricamente. San Pablo enseñó que importa «la fe que obra por medio del amor» (Ga 5,6). Esa primacía de la caridad se manifiesta en las obras. La historia de la Iglesia expresa la dinámica que circula entre lo invisible de lo visible y lo visible de lo invisible en un vaivén permanente.

«La historia verdadera, auténtica, de la Iglesia, es la historia de la fe, de la esperanza y del amor en el mundo. No es posible describirla porque en la dimensión histórica exterior emerge únicamente uno de sus aspectos; el otro, mucho más importante, permanece oculto en las almas, en la interioridad propia del Reino de Dios… Ciertamente, el Espíritu Santo en la Iglesia es un factor histórico, pero no inmanente a la historia».[64]

5. La historia de la Iglesia según el Vaticano II

«Del concepto que se tenga de la Iglesia dependen la inteligencia y la finalidad de la historia de la Iglesia».[65] Como sucede con cualquier otro sujeto histórico, no se puede entender la Iglesia ni su historia, permanente o contingente, si no se considera su autocomprensión, aun cuando no se la acepte. La Iglesia se entiende a sí misma como un sujeto histórico-salvífico, peregrina en una historia vivida y pensada como historia de la salvación. Esta mirada permite comprender su origen, historia y fin, su naturaleza y misión; aunque no esclarece los sucesos contingentes de su devenir concreto.

La imagen que la Iglesia tiene de sí está expresada en este párrafo de la constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II: «una realidad compleja... integrada por elementos divinos y humanos» (LG 8). La Iglesia es una comunidad divino-humana en analogía con el misterio de Cristo, el Dios-Hombre. Entre ellos hay una desemejanza porque Cristo es una Persona divina y la Iglesia es una comunidad de personas humanas en comunión con las Personas divinas, un «Pueblo reunido por la Trinidad» (LG 4). Hay una semejanza porque se dice que «el “elemento divino” de la Iglesia se ha encarnado en una figura humana e histórica que debe orientarse continuamente a partir de la palabra y el ejemplo de Jesucristo».[66] Así, la historia eclesial necesita de la eclesiología y la eclesiología necesita de la historia para entender lo que es la Iglesia como institución humano-divina.

Esto no significa que la afirmación de la fe vaya por un lado y la comprensión histórica por otro, como si se pudiera establecer un dualismo entre lo divino y lo humano en la Iglesia. La visión sacramental de la comunidad cristiana muestra que lo teologal se expresa en lo humano e histórico. Por eso, el misterio de la Iglesia no se da “junto a”, “detrás de” o “sobre” la historia, sino “en” y “a través de” su historia. Entonces esa historia es teología del desarrollo histórico del ser de la Iglesia.

La Iglesia cristiana está constituida a imagen de Jesucristo, el Dios que se hizo hombre. Por su realidad humana ella puede ser vista como un fenómeno histórico. Ninguna institución contemporánea goza de una historia de veinte siglos, tan extendida en el tiempo y en el espacio, tan significativa para tantos pueblos en todos los planos, desde la religión y la filosofía, pasando por el arte y la educación, hasta el orden social y político. Entre sus miembros –miles de millones de seres humanos– hay grandes santos y grandes pecadores. Su rica historia desafía a la comprensión de la ciencia histórica. Su vida concreta incluye su misión evangelizadora en muchas culturas. Si se prescinde de esta perspectiva religiosa, teologal y pastoral es más difícil comprender su historia, que de por sí es difícil, porque en la Iglesia se opaca la luz del Evangelio con las sombras de su propia oscuridad.

En la historia, ¿la Iglesia es sujeto o está sujeta? La condición histórica es una gracia y una cruz. Como sujeto sui generis de acción en la historia, ella es afectada por acciones de otros sujetos históricos, como los pueblos y los estados. Ella ha generado procesos históricos y también ha experimentado las consecuencias de decisiones que otros tomaron. Las circunstancias de la sociedad argentina han marcado a nuestra Iglesia local. Las luces y sombras de una sociedad son, también, y por una causalidad recíproca, luces y sombras de esa Iglesia situada. Mirar a la Iglesia en el mundo argentino permite entender las vicisitudes pasadas evitando el anacronismo de proyectar criterios actuales.

La comprensión teologal de la Iglesia proviene de la tradición cristiana actualizada y enseñada por el Concilio Vaticano II. La Constitución Lumen gentium (1964) la presenta como el misterio sacramental de comunión del Pueblo de Dios en la historia. La Constitución pastoral Gaudium et spes (1965) la ve como el Pueblo de Dios inserto en el mundo, que realiza su misión evangelizadora por la presencia, el testimonio, el anuncio, el diálogo y el intercambio con los pueblos y las culturas.

La Iglesia es el conjunto del Pueblo de Dios. En la Iglesia católica esta afirmación comprende la totalidad de los fieles. El Papa Francisco, enriqueciendo una frase del Vaticano II (LG 12), habla de la Iglesia como «el santo Pueblo fiel de Dios» (EG 95, 119, 130). En esa totalidad, los bautizados y las bautizadas «son simplemente la mayoría del Pueblo de Dios» (EG 102). Si bien la historia de las instituciones y de sus pastores es importante, se debe narrar la historia de los fieles cristianos, sobre todo en el ámbito de la espiritualidad, desde la piedad popular hasta la vida de los santos.

Con el Papa argentino la teología del Pueblo de Dios está recuperando el lugar central que tuvo en el Vaticano II. Esta eclesiología está vinculada a un pensamiento gestado en la comunidad teológica argentina en el período postconciliar,[67] y, de modo peculiar, a una reflexión sobre la religiosidad popular católica centrada en el pueblo fiel como sujeto de un modo de vivir la fe y de crear cultura en una trama histórica concreta.[68] Se la ha divulgado con la expresión “teología del pueblo”. Es una frase sugestiva, de fácil comprensión. A mi juicio, dicha en abstracto, es simplificadora si la palabra pueblo sólo evoca una comunidad secular, cultural o política. La teología argentina comprendió dos sentidos análogos del concepto, uno eclesial y otro civil.[69] Francisco enriquece la teología argentina del Pueblo de Dios, del pueblo y los pueblos, y de la pastoral popular, porque esa corriente desarrolló una eclesiología, una teología de la cultura y la historia, y una teología pastoral que considera la misión de la Iglesia en los pueblos y une la piedad popular con la opción por los pobres.[70]

La vida de la Iglesia es la historia de todo el Pueblo de Dios y de todos en el Pueblo de Dios. En sintonía con lo que en el siglo XX se ha llamado “historia de la vida social” – ya no sólo de los gobernantes, los militares y los diplomáticos – el teólogo histórico Yves Congar presentó la historia de la comunidad eclesial de este modo. «Puede haber historia de un individuo, la de los cambios que han afectado su vida y su pensamiento. Pero lo que se llama la historia supone una vida social. Habrá una historia del Pueblo de Dios y, por tanto, también una historia de las ideas que lo animan».[71]

La Iglesia se realiza en las distintas iglesias y confesiones cristianas, que procuran caminar hacia su unidad visible mediante el ecumenismo en todas sus formas, desde el dialogo doctrinal hasta el martirio compartido. Por eso algunos hablan de una historia del cristianismo en la cual se dé cabida a todas sus expresiones. En esa óptica se escriben ensayos de historia del cristianismo en América Latina y Argentina y se estudia a los organismos de derechos humanos surgidos frente a la dictadura militar porque varios de ellos tuvieron raíces cristianas y surgieron como movimientos ecuménicos.

La fe ayuda a entender la naturaleza sui generis de esta institución y sus aspectos específicos. Sus nociones vienen de la teología. Hay peculiaridades que deben ser atendidas por un historiador de cualquier cosmovisión si desea superar un mero análisis sociológico, y «ofrecer una visión sintética de su historia situándose en la perspectiva que les impone la propia naturaleza del objeto estudiado».[72] Eso supone conocer situaciones históricas de la Iglesia y aportes de la teología y el derecho eclesiástico que superan la mirada empírica. Por ejemplo, una eclesiología total incorpora la misión de los obispos y del obispo de Roma en el conjunto del Pueblo de Dios. En la teología católica moderna de la Contrarreforma se debilitó la noción del Pueblo de Dios y se acentuó el rol de la jerarquía. Esta reducción se denominó clericalismo en la vida pastoral y jerarcología en el lenguaje teológico. Pero la Iglesia es el Pueblo de Dios jerárquicamente estructurado, que no se reduce a la jerarquía.

En 2015, al conmemorar el cincuentenario de la institución del Sínodo de los Obispos, Francisco superó la tradicional figura piramidal de la Iglesia, previa al Vaticano II, que todavía existe en cierto imaginario. Propuso una Iglesia sinodal, empleando la imagen de una pirámide invertida. «Jesús ha constituido la Iglesia poniendo en su cumbre al Colegio apostólico, en el que el apóstol Pedro es la “roca” (Mt 16,18), aquel que debe “confirmar” a los hermanos en la fe (Lc 22,32). Pero en esta Iglesia, como en una pirámide invertida, la cima se encuentra por debajo de la base».[73] Esta reinversión de la figura fue realizada por el Vaticano II y es confirmada por el Papa argentino. Su pontificado desarrolla el acontecimiento conciliar y su doctrina eclesiológica.[74] El ministerio jerárquico –cima de la pirámide, que se ubica en la base– es un servicio al Pueblo de Dios, base que se sitúa en la cima.

Si la historia de la Iglesia se limitara a la actividad de los obispos y papas, no narraría el itinerario del Pueblo de Dios ni haría justicia al Vaticano II. Esa concepción es llamada historia “eclesiástica” por algunos historiadores. Aquí prefiero hablar de historia “eclesial” porque me interesa la acción y la pasión de todos los miembros del Pueblo de Dios, que son sujetos activos o víctimas pasivas de los hechos. Los historiadores clásicos se referían a algunos laicos destacados, como los emperadores, reyes y gobernantes, o los escritores, artistas y pensadores. Siempre hubo narraciones de la vida de los cristianos. Lo típico de la historia actual de la Iglesia es enfocarse en la vida cotidiana de los creyentes sencillos, que son pobres para el mundo, pero ricos para Dios en la fe (St 2,5).

Por otro lado, conocer la historia de la comunidad cristiana requiere considerar su identidad religiosa cristiana y su misión evangelizadora. Esta comprensión pertenece a la teología, la ciencia que busca entender la fe y las realidades de la fe. La Iglesia requiere ser analizada según lo que ella es y hace, y no sólo según su relación con la sociedad, el Estado y otras instituciones en situaciones coyunturales. El historiador debe tener presente las particularidades de este objeto específico de conocimiento si no quiere reducirlo a una comunidad secular ni analizarlo sólo con parámetros políticos. Si bien muchos historiadores se han dedicado a aspectos político-religiosos, como las relaciones entre la Iglesia y el Estado, estas cuestiones mixtas no agotan el misterio ni la misión de la Iglesia.

6. Historia de la Iglesia: ¿historia o teología?

La historia de la Iglesia tiene un doble estatuto científico.[75] Es historia y teología, como mostraron los historiadores J. Lortz, R. Aubert, H. Jedin y U. Schatz,[76] y los teólogos Y. Congar, W. Kasper y L. Scheffczyk.[77] Anton Graf (+ 1867), un clásico de la teología pastoral, señaló que varias disciplinas teológicas estudian la Iglesia.[78] La eclesiología es teología bíblica-sistemática que contempla su misterio; la historia de la Iglesia narra su devenir del pasado al presente; la teología pastoral, ciencia de la acción, piensa su misión; el derecho canónico estudia las normas que la rigen. La historia de la Iglesia y el derecho canónico son teología, siendo, respectivamente, historia y derecho.

La historia de la Iglesia es ciencia histórica por su objeto y su método. En cuanto historia crítica, sigue las fases y procedimientos de esta ciencia. Aquí señalo algunas características de la historia de la historia de la Iglesia –lo que se ha llamado historiografía– y la aplicación del método a la vida eclesial. El método comprende hechos a partir de las fuentes. La historia de la Iglesia está ligada a las fuentes escritas, arqueológicas y epigráficas. El primer paso es, como en toda historia, documentar los hechos sucedidos con las fuentes. Para ello se debe indagar su autenticidad y publicar los documentos. El examen crítico de la veracidad de las fuentes escritas es la clave de su credibilidad histórica. Este proceso se dio progresivamente en la modernidad, lo que requiere entender el paso de la historia sagrada a la historia profana y su integración en la historia de la salvación.

La disciplina “historia de la Iglesia” se introdujo como curso curricular en las universidades alemanas en la segunda mitad del siglo XVIII. En 1773, en el marco de las reformas para hacer una Iglesia de Estado, el emperador austro-húngaro José II elevó a cátedra la enseñanza de historia de la Iglesia. En siglo XIX la disciplina recibió una fuerte impronta teológica en las facultades de teología, protestante y católica, de la Universidad de Tubinga. No es posible relatar aquí la concepción de Escuela Católica de Tubinga, pensada desde el desarrollo del Reino de Dios.[79] El historiador y eclesiólogo Johann Adam Möhler (+ 1838) comprendió a la Iglesia como la comunidad de Cristo en el Espíritu, la resituó en un discurso teológico de origen bíblico y patrístico, y fundó la historia de la Iglesia como ciencia histórica y teológica.[80] En línea con Tubinga se desarrolló la “teología histórica” en el siglo XX y se aplicó ese: nombre a un amplio campo disciplinar, que incluye la historia de la Iglesia.[81] Desde entonces la historia de la Iglesia se ha desarrollado entre la historia crítica y la eclesiología. La Iglesia es una magnitud histórica y la historia de la Iglesia es una disciplina teológica.

Esta historia tiene por objeto la Iglesia cristiana, un objeto que se recibe de la fe. Sin dejar de ser historia, es un contenido de la teología. Varias disciplinas teológicas se refieren a la Iglesia: los textos bíblicos, la exposición dogmática, la misión evangelizadora, la asamblea litúrgica, la norma jurídica. El concepto teológico expresa la identidad de la Iglesia: origen en Cristo, misterio de comunión, servicio al Reino de Dios. Desde su naturaleza se desarrolla según leyes históricas. La Iglesia debe ser estudiada con rigor histórico en las manifestaciones externas de su vida y su misión. Participa análogamente de la condición de Cristo: vive en la historia, pero su misterio la trasciende. Es histórica y suprahistórica –una palabra que el Vaticano II no usa pues prefiere decir escatológica– (LG 48-51). La Iglesia está es la historia, no es menos que historia, pero, en algún sentido, supera la historia.

La historia de la Iglesia es teología por su objeto. La fe “en” la Iglesia incluye su relación con Cristo, que es su origen, su modelo y su meta. Él es su fundamento viviente, no sólo un fundador histórico. Él le dio la misión de anunciar el Evangelio y delineó su estructura apostólico-sacramental. Además, la Iglesia, comunidad de seres humanos, está animada por el Espíritu Santo. Las palabras de Jesús «Yo estoy siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), se completan con su promesa: «cuando venga el Espíritu de la Verdad él los conducirá en toda la verdad» (Jn 16,13). El contenido de esta historia es la Iglesia fundada por Cristo y guiada por el Espíritu Santo.

La comunidad eclesial es una realidad visible-invisible, una entidad socio-histórica. Su fundamento teológico es la encarnación de Dios en Cristo, por la cual el Dios invisible se hizo un hombre visible. La Iglesia tiene una historia porque está compuesta por seres humanos. Ella no es una idea, sino un misterio que se hace acontecimiento histórico. Quien quiere obtener una imagen adecuada de ella debe conocer su historia, que nos defiende del espiritualismo y el inmanentismo. El conocimiento de su historia tiene presupuestos inevitables. Una comprensión secularizada no es un prejuicio menor que una mirada teologal. Puede ser más sutil porque parece plausible. Algunos defensores de una historia de la Iglesia no teológica hacen historia con otros presupuestos teológicos, filosóficos o ideológicos. La doble dimensión de la Iglesia y su historia tiene la ventaja de «llamar por su nombre a sus supuestos previos y la de interpretar la historia de la Iglesia desde los supuestos propios de ella».[82]

Una precomprensión nace de la dialéctica entre el objeto y el sujeto. La mediación entre ambos requiere un horizonte global de la historia. Comprender implica que las partes se entiendan desde el todo y el todo desde las partes. La lógica clásica formuló los principios pars pro toto y totum in parte. Hans-Georg Gadamer actualiza esa antigua regla hermenéutica: «Se trata de la relación circular entre el todo y las partes: la significación anticipada por un todo se comprende por las partes, pero es a la luz del todo como las partes asumen su función iluminadora».[83] El concepto “todo” debe ser determinado porque no se refiere a la totalidad de la historia. Este principio vale para la interpretación de los textos y los hechos. La fe cristiana ilumina la comprensión de la historia desde su final definitivo, anticipado en Cristo, “el Todo en el fragmento”. Una mirada teológica ayuda a hallar un sentido en medio de una historia atravesada por el sinsentido. No se trata de que ella mirada responda a todas las preguntas de los historiadores, pero, tampoco, que se silencien los interrogantes que acompañan el saber histórico. Es posible escribir una historia que deje lugar en los debates a filósofos y teólogos. Las miradas sobre Cristo, el ser humano y la historia se proyectan sobre la Iglesia, en la medida en que se considere la totalidad de lo que ella es, hace y significa, más allá de sus aspectos parciales.

Historiadores europeos y latinoamericanos afirman que la historia de la Iglesia es teología y no sólo historia. El argentino Enrique Dussel ha dirigido la primera gran obra colectiva acerca de la Historia de la Iglesia en América Latina mediante el proyecto de CEHILA. Hasta entonces la historia eclesial estaba limitada al mundo europeo y no había un relato latinoamericano completo. Dussel tuvo el coraje intelectual de plantear la cuestión epistemológica justificando que la Iglesia es tanto ciencia histórica como ciencia teológica. Sostiene que esa historia es una parte constitutiva de la teología y pone el fundamento en su momento hermenéutico. Se refiere como teología al «acto interpretativo de la historia de la Iglesia y no simplemente de la historia profana o de la historia mundial (Weltgeschichte), aunque puede serlo».[84] Por cierto, puede haber una historia eclesial como parte de la historia a secas, realizada por un no creyente, sin enfoque teológico, orientada a captar el sentido de los hechos sin ese presupuesto. En cambio, el marco hermenéutico del historiador cristiano está dado por el discurso de la fe. Su objeto, la Iglesia, es el mismo de la teología, aunque como hecho histórico.

La CEHILA tomó la perspectiva del pobre para hacer una interpretación cristiana –histórica y teológica– de la Iglesia. Dussel afirma que el pobre es «el lugar hermenéutico por excelencia» desde donde se interpreta el sentido de los hechos.[85] En ese marco desarrolla su propia concepción de una teología mediada por las ciencias sociales o hecha por la cientificidad de la mediación socio-analítica; y explicita su concepción acerca de la institución eclesial y de los diversos modelos de relación entre la Iglesia y la totalidad socio-histórica. Los reduce, básicamente, a dos modelos: de cristiandad y de los pobres. No es mi intención debatir aquí este concepto de teología, ni los modelos de relación Iglesia-Mundo. Basta presentar su tesis básica para la autocomprensión de la Iglesia y su historia.

«La cuestión de fondo es: ¿cuál fue el ‘modelo’ que Jesús concibió para su Iglesia? La respuesta a esta pregunta es central y tiene la mayor importancia. La eclesiología tiene la palabra. Una eclesiología de liberación, de eclesiogénesis por la acción del Espíritu en el interior de la vida y de la lucha del pueblo oprimido, es uno de los criterios a registrar en la interpretación de una historia de la Iglesia en América Latina hoy».[86]

La teología justifica que esta historia sea una disciplina que goza de autonomía, se mueve en su campo propio, no depende de juicios dogmáticos y actúa con su método. La teología no es una enciclopedia de ciencias sino un discurso científico que alberga disciplinas con distintos métodos, unificadas por la perspectiva formal de la fe que piensa. Giuseppe Alberigo (+ 2007), historiador del Concilio Vaticano II e inspirador de la Escuela de Bolonia, afirma que «la historia de la Iglesia es y debe seguir siendo una disciplina histórica, que tiene objeto propio, una específica razón formal y un método propio». El objeto es la realidad visible de la Iglesia; su formalidad es buscar en las fuentes su contenido fenoménico; el método es positivo y empírico. No obstante, reconoce que, con esa sola perspectiva, no se puede conocer la compleja estructura divino-humano de la Iglesia y que su historia presenta problemas específicos e irresolubles para la pura metodología histórica. En el debate sobre el tema, suscitado en la I Conferencia de CEHILA, Alberigo sostuvo que cuestiones como la Encarnación histórica de Dios o la dimensión interior de la fe rebasan el método empírico. «Nuestro bagaje metodológico es todavía insuficiente y tosco para tratar satisfactoriamente estos problemas específicos».[88] Como el método empírico se reduce a lo visible, deja reservada esa mirada a la teología. La historia de la Iglesia tiene relevancia teológica porque es una ciencia autónoma. Por eso afirma que

«tal propuesta implica la aceptación plena de la secularización de la historia de la Iglesia, si con tal expresión se quiere significar su inserción total y comprometida en la dialéctica científica de las disciplinas históricas… Una secularización ‘abierta’ en el sentido de que la historia de la Iglesia aspire a una sucesión cronológica de las formas de vida cristiana, que para el creyente son también ‘signo’ y el teólogo debe leer a la luz de la revelación del plan salvífico de Dios… Estoy convencido de que de ahí se seguiría también una aceleración hacia un eventual salto cualitativo de la historia de la Iglesia, en el sentido de que superaría la limitación más grave que padece: la de estar dotada de unos instrumentos que sólo son capaces de percibir el aspecto visible de la Iglesia».[89]

El autor italiano, deja a la teología completar la información que supera los aspectos visibles y sostiene que la historia adquiere relevancia teológica cuando se desarrolla como ciencia autónoma. No obstante, en la primera página de su prefacio a la historia del Vaticano II que dirigió, antes de declarar que aquella se realizó con un análisis científico crítico, afirma –como historiador cristiano– que la asamblea conciliar fue «una instancia crucial de la intervención del Espíritu en la historia».[90]

La historia de la Iglesia tiene un estatuto epistemológico original. Su objeto es toda su realidad –el todo– en tanto se manifiesta visiblemente; su formalidad considera el contenido fenoménico en las fuentes según la naturaleza de cada una, pues hay fuentes históricas y teológicas; su método es el análisis crítico de la ciencia histórica abierto a la luz de la fe. La teología puede «acompañar todo el proceso de elaboración de la propia historia de la Iglesia, entrando en la especificación de lo que se ha denominado técnicamente el objeto formal quo o el objeto formal motivo… Por ello, historia de la Iglesia y teología se exigen».[91]La racionalidad de la fe y la formalidad de la teología no anulan, sino que asumen, amplían y potencian la razón histórica para conocer la inmensa riqueza de la Iglesia. La combinación entre lo humano y lo más que humano no se da de modo que los fundamentos teológicos alteren los hechos históricos, sino que éstos puedan ser interpretados a la luz de la fe.

Mi posición comprende la dimensión histórica de la Iglesia, que marca el estudio de la eclesiología, y la dimensión teológica de la historia de la Iglesia, que enriquece el estudio de su historia. Ambas disciplinas se requieren para tener una visión completa de la Iglesia en la historia.[92] La tensión que surge al afirmar que es historia y teología puede ser resuelta considerando el sujeto común de ambas, la Iglesia, y la autonomía específica de cada disciplina y cada método. La historia de la Iglesia puede llegar a interpretar el significado salvífico de los hechos a la luz de la fe y hacer juicios de valor religioso sobre los acontecimientos conocidos históricamente. El carácter religioso y teologal de la Iglesia es un hecho. «Tal dato es un hecho que debe incorporar a su análisis y su exposición haciendo, por decirlo así, su fenomenología. Como historiador, también puede manifestar que algunos hechos o rasgos de la vida de la Iglesia pertenecen a un orden distinto del de la historia profana».[93]

La tesis de que la historia de la Iglesia es teología podría ser controvertida, en línea de principio, por quien no considere que el acto de creer incluye un pensar, ni admita que la teología sea un logos que ingrese en el juego de las racionalidades y el diálogo entre las disciplinas. El debate epistemológico que genera esta negación a priori puede, además, complicar la narración concreta de la historia de la Iglesia y la comprensión de su actuación en un lugar y un tiempo determinados. La historia enriquece a la eclesiología aportando las imágenes de la Iglesia en cada época histórica.[94]

La tesis de que la historia de la Iglesia es una ciencia histórica y requiere un método riguroso debe ser afirmada ante la tendencia a diluir la historia concreta en la historia salvífica o en una teología de la historia. Se debe rechazar tanto el dualismo entre la historia de la Iglesia y la historia de la salvación (Heilsgeschichte), como el monismo que absorbe a una en la otra, cayendo en un historicismo, que magnifica los condicionamientos relativos, o en un dogmatismo, que impone un criterio absoluto. El historicismo es otro dogmatismo porque da relevancia absoluta a lo más relativo.

La historia de la Iglesia es una sola realidad, la misma para todos. No hay dos especies de historia de la Iglesia, una narrable por la historia y otra legible por la teología, como no hay dos verdades –la científica y la religiosa– en otros planos del conocimiento. Una auténtica verdad científica es verdad, pura y simplemente, y debe ser aceptada por parte de todos, cristianos y no cristianos, y no puede ser descartada por supuestos datos de la fe. El historiador católico no debe temer que lo descubierto por la ciencia histórica esté en contradicción con lo que profesa como creyente. Hay que evitar dos confusiones. La primera es tomar como verdad histórica cualquier hipótesis historiográfica, más o menos fundada; la segunda es convertir en verdad de fe a una explicación teológica, tradicional o moderna. Las convicciones religiosas de un historiador católico y las convicciones filosóficas o ideológicas de un historiador no católico no deben impedirles aceptar las conclusiones válidas a las que se accede cuando el método histórico-crítico es rectamente aplicado y los hechos son probados.

«La fe del historiador católico no pone, en este punto, límite alguno a su libertad de investigación. No le impide tampoco afirmar, llegada la ocasión, las buenas cualidades de los adversarios de la Iglesia… el historiador católico se siente libre para reconocer los dones de Dios, incluso fuera de las fronteras de su Iglesia, y no se considera obligado a escribir la historia desde un punto de vista ‘confesional’, es decir, parcial».[95]

El historiador católico obra con el método de la ciencia histórica en un horizonte abierto a la mirada de la fe. Su relación con la historia es una síntesis de pertenencia y distanciación. Como hombre de fe mira con los ojos de un corazón creyente, pensante y amante. Como historiador toma distancia en la cercanía y cercanía en la distancia. «Su fe no atenta a la íntima libertad en la búsqueda de la verdad, ni a la decidida voluntad de juzgar imparcialmente personas y hechos; su criterio metahistórico excluye ciertamente el relativismo histórico, pero no la auténtica historia».[96] La relación entre el sujeto creyente y el objeto eclesial es única porque une la historia de la Iglesia con la ciencia de la fe. Su luz permite descubrir la mano de Dios en los más complejos acontecimientos.

El historiador intenta reconstruir los hechos desde las fuentes. La elaboración y la interpretación de las fuentes y la reconstrucción de los hechos son el esqueleto de toda historia. Para eso necesitan el método histórico, no la fe en la Iglesia en perspectiva confesional. Aquí la historia de la Iglesia debe mucho a estudiosos no católicos e incluso no creyentes. La edición crítica de las actas de los antiguos concilios fue hecha por Eduard Schwartz, que era escéptico. En la Argentina un historiador de cualquier posición puede aportar a conocer la historia eclesial si estudia seriamente las fuentes.

El historiador no creyente puede tener simpatía con los testimonios que analiza y no debería descartar que existan datos que obliguen a reconocer la originalidad de un determinado tiempo, como lo que atañe a Jesús, los apóstoles, los santos, o los períodos de reforma y de misión que cambiaron la historia. En esa situación la fe del cristiano puede hacer aportes al estudio de la historia, por ejemplo, planteando preguntas a las fuentes. Esto es útil cuando hay pocos datos extracristianos científicamente verificados y los documentos de la tradición eclesial son relevantes, comenzando por aquellos referidos a la existencia histórica de Jesús de Nazaret y a los orígenes cristianos.

«Estamos ante una versión de la irrenunciable articulación entre fe y razón; en este caso entre la investigación histórica y la interpretación teológica. La teología, la fe, no puede dictar los resultados a los que tiene que llegar el estudio histórico, pero tampoco éste puede cerrarse a una interpretación teológica. Por supuesto que tal interpretación no se deduce de la investigación histórica, pertenece a otro ámbito de conocimiento, pero el creyente que lo acepta puede descubrir una coherencia muy particular en el proceso histórico».[97]

7. ¿Historia confesional o historia laica?

Como el aporte de las reflexiones precedentes volvemos a nuestro ámbito latinoamericano y argentino. ¿Cómo se hace y se dice la historia de la Iglesia entre nosotros? La corriente historiográfica autodenominada “laica” ha explorado un conjunto de tópicos que conciernen a las relaciones entre la Iglesia, la Sociedad y el Estado, tanto a nivel de las ideas como en el plano de los hechos, investigando en muchos archivos institucionales y personales. Por otra parte, ha empleado aportes epistemológicos y metodológicos tomados de nuevas formas de hacer historia y de nuevas categorías historiográficas, junto al diálogo con perspectivas de otras ciencias sociales, como son la sociología, la teoría política, la etnología, la economía. Además, ha impulsado el interés por los estudios religiosos y eclesiales en ámbitos académicos que no pertenecen a instituciones académicas confesionales. Por fin, ha puesto sobre el tapete un conjunto de cuestiones disputadas que deben ser mejor investigadas.

Tengo la impresión de que hay historiadores que trabajan muy bien con fuentes locales y según el método histórico, pero no conocen los aportes teóricos de grandes historiadores de la Iglesia, ni las principales afirmaciones del Vaticano II, ni la evolución de la teología y el magisterio latinoamericanos sobre las relaciones entre la fe y la historia. Advierto la escasa presencia de explicitaciones teóricas sobre los vínculos entre la historia de la Iglesia y la teología. Varios historiadores han dado pasos para estudiar esa relación, lo que permite esperar una ampliación del campo teórico.[98] Todo esto es comprensible cuando depende de límites personales o de exigencias de especialización. Pareciera que la falta de empleo de categorías teológicas para entender la realidad es más fruto de un desconocimiento que de un rechazo. Conceptos como Pueblo de Dios, historia de salvación, misión evangelizadora, dimensión social del Evangelio opción por los pobres, colegio episcopal, fe popular, cristianos laicos y laicas, derechos de los bautizados, ayudan a entender la Iglesia en la historia.

En algunos estudios hay una noción de ciencia que no deja espacio a la teología. Se tiene la impresión –tal vez equívoca– de que un acceso científico a la historia debe prescindir de un horizonte de fe o debe hacerse desde una perspectiva agnóstica. Llama gratamente la atención que un sociólogo histórico de la religión pida a otros cientistas sociales que abandonen un modelo positivista que reproduce –a su modo– «el viejo paradigma de Augusto Comte que diferencia a la ciencia de las creencias –teológicas– a las cuales envía a la metafísica».[99] No es posible resumir el esquema de los tres estadios –teológico, filosófico, científico– del fundador de la sociología, aunque esa tripartición teórica provenía de una secularización del esquema teológico de las tres reinos del Padre, el Hijo y el Espíritu.[100] ¿Qué impide que la razón histórica ayude a ampliar la comprensión teológica de la Iglesia? ¿Qué obsta para que la racionalidad teológica colabore a ampliar la mirada de la crítica histórica?

Este tema es complejísimo. Tiene que ver con la llamada «dictadura positivista»,[101] que, para mí, es una inversión dialéctica de la “dictadura dogmática”. Por un lado, el laicismo cultural y el positivismo científico niegan a la teología su carácter de ciencia y su estatuto universitario, en contra de la tradición medieval y moderna que rige en las universidades estatales de otros países, como en Alemania. Por otro, se niega a la historia de la Iglesia y al catolicismo su carácter teológico, compatible con su índole científica, lo que no lleva necesariamente a una lectura confesional distorsionante ni limita la autonomía epistemológica de la ciencia histórica. Laicos, en el sentido de personas independientes de una fe religiosa, y laicos católicos –y otros cristianos– pueden hacer historia eclesial.

En las últimas décadas se ha estudiado más la relación de la Iglesia con la sociedad. Auza distinguía dos líneas en la historiografía argentina: una, que consideraba que ese enfoque pertenecía a la “historia de la Iglesia”; otra, a la que llamaba “historia del catolicismo”, con una expresión que él siempre utilizó. Otros piensan que esos temas pertenecen a una “historia de las ideas” o una “historia de la religión”, sin las connotaciones específicas de la Iglesia Católica. Por eso, estas «son cuestiones de epistemología que necesitan ser profundizadas a fin de obtener mayor precisión». Roberto Di Stefano, riguroso en su fe y en su ciencia, ha planteado la necesidad de un diálogo porque «los estudios de historia ganarían mucho de la colaboración entre investigadores e instituciones católicos y laicos. pero para que ello sea posible es preciso encontrar un mínimo de puntos de acuerdo. Felizmente estamos logrando avanzar en este camino. del que todavía queda mucho por recorrer».[103].

Esta colaboración responde al deseo de participar en esa conversación académica amigable y crítica acerca del carácter teológico de nuestra disciplina. Deseo proponer un horizonte superador –no una síntesis englobante– de posiciones que, siendo contrarias, no son contradictorias y pueden ser complementarias. La historia de la Iglesia se enriquece si, supuesto el trabajo histórico crítico, se abre a la comprensión de una razón plural e interdisciplinaria, y, de un modo peculiar, a horizontes religiosos que profundizan el sentido y el valor de las instituciones y sus procesos. Esto supone debatir lo que significa hacer historia con independencia de las disciplinas teológicas, por un parte, y aclarar el significado que tiene hacer historia crítica en un horizonte de fe, por otra. Trabajos históricos con distintos presupuestos y en diversos horizontes pueden cooperar para que la historia del catolicismo sea considerada en las grandes recopilaciones de la historiografía argentina. Esto requiere crear espacios comunes de conversación respetuosa, desmontar prejuicios confesionales y laicistas, generar accesos concretos a archivos, bibliotecas y repertorios, crear la casa común de la historia eclesial.

En 1999 Celina Lértora analizó la producción bibliográfica de los años anteriores integrando los trabajos históricos referidos a las iglesias cristianas institucionalizadas y sin distinguir los enfoques teóricos o metodológicos. Previamente, reconoció que la historiografía argentina tenía larga data y provenía de dos vertientes. Por un lado, de historiadores de instituciones eclesiales que habían producido historias generales y sectoriales (para el país, las diócesis, regiones, órdenes religiosas, ámbitos pastorales, etc.). Por otro, de historiadores laicos, católicos o no, que estudiaban el tema por su relación a la vida política, social y cultural argentina y porque la Iglesia es parte de nuestra sociedad, aunque no encaraban esa tarea con marcos teológicos. «Este doble enfoque, no siempre compatibilizable, signa profundas diferencias metodológicas, de contenido y de interpretación histórica».[104]

Lértora señala que la historiografía eclesial “clásica” compartía criterios historiográficos de la denominada “historia científica”. 1: Un interés predominante por la historia documental. 2: La distinción entre descripción e interpretación como instancias independientes. 3: La posibilidad de elaborar una historia objetiva o no ideológica. 4: La prescindencia de interpretaciones globales, salvo las que se derivan de su conexión con la esfera secular. 5: La prescindencia de vinculaciones teóricas con cuestiones teológicas. Esa corriente, que tiene un modelo en la obra del salesiano Cayetano Bruno, tiene a su favor trabajar sobre originales, compartir documentación, aproximarse a las fuentes primarias y secundarias. Pero, este estilo no encara cuestiones críticas y metodológicas, hoy ineludibles. Por eso, esas obras sufren cierta desvalorización de conjunto, aunque cada una resulte valiosa como consulta puntual. Algunos critican a esa posición la omisión de enfoques teológicos explícitos. Lértora destaca la labor mediadora de historiadores laicos, bien preparados en metodologías modernas, que apoyaron investigaciones vinculadas a las relaciones de la Iglesia con la vida argentina.

Los historiadores laicos que tratan los mismos temas se caracterizan por tener enfoques más amplios, incorporan datos socioculturales y establecen correlaciones entre ellos y las respuestas de la Iglesia. En general, son laicos que rescatan la historia del laicado y de la mujer en la vida católica argentina. Historiadores, tanto laicos como presbíteros, se nuclean en instituciones académicas católicas, sobre todos en universidades, presentan una tónica científica más actualizada y se hacen cargo de algunos problemas propios de las disciplinas históricas. Aunque estas discusiones son muy variadas, no suelen trascender más allá de los claustros docentes y las publicaciones especializadas.

Este debate marcó el proyecto de la Historia general de la Iglesia en América Latina por parte de la CEHILA. A partir de 1973 mostró la emergencia de cuestiones epistemológicas que no se reducen a la contraposición de posturas ideológicas. Se discutía si la historia de la Iglesia es también una disciplina teológica y si en toda interpretación hay un modelo eclesiológico explícito o implícito. La posición de CEHILA se acerca a la del Grupo de Investigación de Historia de la Iglesia de la Universidad de Navarra, a pesar de sus diferencias en las interpretaciones.[105]Reconociendo el carácter mixto de nuestra disciplina, subsisten problemas referidos a los fundamentos históricos y teológicos para hacer una hermenéutica que pueda reconstruir el pasado en el presente. Más allá de preferencias teológicas o políticas hay una cuestión epistemológica y metodológica poco explicitada.

Lértora muestra que la mayoría de los autores no hace una dilucidación en temas como el concepto de Iglesia, la inserción eclesial en la vida social, la dimensión específicamente religiosa. La falta de un espacio académico hace que historiadores adopten, casi osmóticamente, el punto de vista que tenían más cercano por razones personales o institucionales. Así, las diferencias de concepción entre los trabajos historiográficos publicados en las revistas Archivum, Teología . Stromata, parecen haber sido asumidas de un modo natural porque son opciones teóricas que manejan los teólogos con los que están en contacto. En sus trabajos se evidencian algunas de las diferencias que se proyectan a los historiadores, sobre todo si se considera el amplio período de los últimos cincuenta años.

Di Stefano y Zanca muestran diferencias entre lo que llaman historia confesional –supuestamente heterónoma– e historia laica –supuestamente autónoma. Dicen que «todos esos factores permitieron, creemos, comenzar a visualizar a la Iglesia como un objeto de estudio entre otros y a la vez reconocer su particular relevancia (y no sólo para la historia política), dejando suficientemente de lado la tradicional preocupación por defenderla o denostarla».[106] Coincido con el deseo de evitar las miradas sesgadas de una ideología ofensiva o de una apología defensiva, y estudiar la Iglesia Católica en la historia reconociendo su relevancia particular. Un terreno de diálogo está en pensar qué significa verla como “un objeto de estudio entre otros” porque ella no es una institución política, sino la comunidad cristiana que tiene dimensiones políticas, y porque, entre «las lógicas particulares del catolicismo»,[107] están su condición teologal, su misión evangelizadora, su autocomprensión teológica. Lo decía Florial Forni: «La Iglesia es un mundo muy complejo, de tiempos de particular espesor, que uno simplifica y quizá caricaturiza si pretende leerlo en clave puramente política».[108]

Un punto clave está en explicitar lo que se comprende por Iglesia con el trasfondo de lo que es la historia. Parece lógico que un historiador, sea o no cristiano, considere lo que aporta la teología sobre la Iglesia y su historia. La obra de José Zanca sobre los intelectuales católicos a mediados del siglo XX muestra un esfuerzo por entender nociones básicas de la eclesiología empleando literatura teológica, por ejemplo, la referida a las nociones Pueblo de Dios y cristiandad.[109] Por cierto, para ser historiador de la Iglesia no hace falta profesar una fe religiosa. No obstante, parece razonable que tenga en cuenta “un” concepto teológico de Iglesia, y explicite, en lo posible, “su” noción. La actuación eclesial requiere la atención simultánea a un conjunto de enfoques y variables, tanto por quienes hacen historia en un horizonte de fe como por quienes prescinden de esa perspectiva. El primer enfoque no debería llamarse “historia confesional” si eso implicara un condicionamiento por la confesión del historiador. La segunda mirada no debería ser denominada “historia laica” como si la laicidad fuera sinónimo de no creencia, agnosticismo o laicismo, y si no fuera, también, una característica de la Iglesia y los creyentes, que están en el mundo secular y, en nuestro caso, en la Argentina.[110]

El ensayo de Di Stefano: ¿De qué hablamos cuando decimos ‘Iglesia?, precisa ese concepto en nuestra historia colonial e independiente. Muestra el uso diverso de los conceptos en momentos distintos, como señalan otros historiadores. Evita reducir y trasladar los vínculos que se daban en el antiguo régimen entre lo espiritual, lo religioso / eclesiástico (mixto) y lo temporal, a la relación que hubo entre la Iglesia y el Estado en las repúblicas independientes – con el sobreviviente Patronato. Sugiere el rol de la secularización como autonomización de esferas en la formación de ambas sociedades en el siglo XIX. Cuestiona la extensión hacia atrás de la cuadrícula que organizó los estudios distinguiendo las historias política, económica, social y religiosa. Analiza tres sentidos de la noción “Iglesia”: a) teológico: la comunidad de los creyentes católicos a nivel universal y local; b) canónico: la organización jurídica a partir del poder sacramental del clero y la subsiguiente delimitación de poderes; c) jurídico-político: la Iglesia como “sociedad perfecta” paralela, equiparable y distinta del Estado nacional, sobre todo por su carácter universal asociado al Papa.[112] Esta comprensión rigió en el siglo XIX, cuando el Estado y la Iglesia se consideraron personas jurídicas soberanas y análogas, y fijaron sus derechos, deberes y bienes firmando concordatos según el derecho público eclesiástico del tiempo.[113] En el siglo XX, después del Vaticano II, cambió la comprensión teológica de la Iglesia y del mundo, que ya no fue visto sólo como Estado, sino como pueblo, sociedad, cultura y estado.

La comprensión de la Iglesia cambió no sólo por la forma de mirar la historia sino también por la conciencia que ella alcanzó acerca de sí y de su relación con el mundo. En una Iglesia que se consideraba una “sociedad perfecta, jerárquica y desigual”, en analogía con la concepción del Estado y de su autoridad, la historia se centraba en la jerarquía eclesiástica y sus poderes, sobre todo en los del Papa a nivel universal y los del obispo o el párroco a nivel local. Las relaciones con la sociedad eran vistas como un juego de poderes entre la Iglesia y el Estado, en especial de sus autoridades. El redescubrimiento de la Iglesia como misterio y como comunidad la resitúo en la historia de la fe.

«Una Iglesia que se considera a sí misma ante todo como Pueblo de Dios en el itinerario humano, se interesa por la vida de todo el cuerpo, por su “base”; no considera a la Iglesia en relación del dominio, sino de intercambio con el mundo y con la cultura. Por eso, las historias de la Iglesia más recientes tienden a ser historias del Pueblo de Dios».[114]

8. Fe en la Providencia e historia crítica

La historia se constituye por la combinación de acontecimientos objetivos e interpretaciones subjetivas. Así como no hay ciencia histórica sin presupuestos previos, lo que llevaría a un objetivismo ilusorio, tampoco se alcanza una verdad histórica si el sujeto impone sus puntos de vista, lo que lleva a un subjetivismo apriorístico. La ciencia histórica se distancia del objetivismo puro y del subjetivismo radical. Es una aprehensión aproximativa del objeto conocido y una aventura espiritual del sujeto cognoscente. La objetividad significa que lo sucedido en el pasado no depende de nuestra voluntad y debe ser respetado. Los hechos objetivos están mediados a través de los testigos directos y de los que escribieron los documentos. La subjetividad designa la intervención de mediadores del conocimiento. Si los testigos deben ser veraces y fehacientes, los historiadores deben ser respetuosos e imparciales. Una subjetividad responsable implica honestidad intelectual e imparcialidad histórica.

Las convicciones religiosas, filosóficas y políticas pertenecen a la individualidad del historiador. Cuando los historiadores buscan conectar y juzgar los sucesos históricos manifiestan sus puntos de vista más allá de la narración fáctica. La conexión causal de los acontecimientos verificados, la indagación de los motivos en juego, la determinación de responsabilidades personales e institucionales, la interpretación de movimientos complejos, la valoración de procesos religiosos en la vida social y procesos sociales en la vida religiosa, requieren integrar en el análisis histórico presupuestos y principios que no pueden tomarse de la mera ciencia histórica, pero que tampoco pueden serle ajenos.

El criterio filosófico, religioso y teológico del historiador se deja sentir en el plano de la investigación aun cuando se esfuerce por lograr la mayor imparcialidad posible. Lo mismo se percibe en análisis históricos que se hacen desde corrientes dominadas por las concepciones filosóficas del idealismo, el positivismo, el biologismo o el sicologismo. Por ejemplo, las miradas a la religión y a la Iglesia guiadas por las concepciones de estructura y superestructura del materialismo histórico no hacen justicia a la especificidad del hecho religioso, ni a la constitución de la comunidad cristiana.

Para una filosofía de la religión, e incluso para una teología de la religión, esta realidad no es un subproducto de la conciencia, como afirman las teorías reduccionis­tas que la hacen derivar de factores no religiosos y la entienden como proyección, alienación, ilusión o ideología.[115] El catolicismo afirma una relación intrínseca entre la religión y la cultura más allá de sus configuraciones históricas. La religión es la dimensión más profunda de la vida del hom­bre y de la cultura de un pueblo que, por mediación de lo sagrado (ordo ad sanctum), tiene relación con Dios o lo divino (ordo ad Deum). Es una realidad primaria de la vida huma­na y de una identidad cultural, se constituye a partir de lo sagrado como un valor original, originario e irreductible, no derivado ni secundario, y, por eso, no puede ser reducida a ser una fuente de seguridad individual y de integración social.[116] Por eso, las miradas reduccionistas sobre la religión cristiana y la Iglesia católica condicionan no solo la perspectiva de análisis, sino también la elección de la materia, e incluso el mismo lenguaje narrativo.

Si la Iglesia es la comunidad de los creyentes, lo más esencial es la historia de la fe expresada en las culturas y no su historia política. La vida de la Iglesia incluye sus relaciones con los pueblos, las sociedades y los estados, pero no se limita a su relación con el orden temporal. Ambos factores se combinan en las dimensiones políticas del actuar eclesial y en las influencias religiosas y eclesiales del poder civil. Quien se limite a lo político difícilmente comprenderá los mismos hechos políticos. Quien solo analice las relaciones entre el emperador Carlos V y el rey Francisco I de Francia con los papas del siglo XVI no comprenderá el Concilio de Trento.[117] Quien ignore sus debates teológicos y decretos pastorales entre la reforma protestante y la cultura barroca apenas entenderá el significado de esa asamblea en la historia de la Iglesia y su influjo en el sustrato cultural y en la piedad popular de América Latina,[118] tan presente en la obra histórica y la lectura hermenéutica del Padre Durán.[119]

La pre-comprensión de la historia que posee un historiador no es ni debe ser una justificación de su parcialidad. Por el contrario, debe ayudarle a ejercitar una comprensión que se acerque lo más rigurosamente posible a lo acontecido. La adhesión libre y razonable a la fe no lleva a explicar los hechos de una forma determinada para satisfacer posturas confesionales o negar evidencias históricas. La historia debe alejarse de la apologética justificadora y del panfleto ideológico. La vocación del historiador lleva a tener un amor incondicionado a la verdad histórica, una verdad que hace libres.

El historiador, creyente o agnóstico, tiene presupuestos implícitos y explícitos. No se da una historia objetiva separada del sujeto que la investiga, documenta, reconstruye, narra e interpreta. Él tiene el deber de hacer una historia imparcial y comprenderla a partir de los testimonios y los testigos. Los investigadores deben conocer todos los hechos y pensar todas las interpretaciones. «Deben mantenerse abiertos a todas las posibilidades de los hechos y las valoraciones… La historia nos muestra que las realidades que se dan en ella poseen una pluralidad inimaginable. Primero debemos ver, contemplar y afrontar, con total apertura, todas estas realidades: solo entonces podremos juzgarlas».[120]

Mientras el relativismo pierde toda esperanza en encontrar la verdad histórica, el perspectivismo subraya la posibilidad de aproximarse mejor a ella complementando distintas miradas.

«Aun cuando los resultados sean muy semejantes, los relatos serán escritos para lectores diferentes, y cada historiador tiene que prestar especial atención a lo que sus lectores fácilmente pasarían por alto, o apreciarían de manera equivocada. Tal es el perspectivismo. Este término puede ser empleado en un sentido amplio para referirse a cualquier caso en el que historiadores diferentes tratan de manera distinta la misma materia».[121]

Las distintas miradas, si se hacen con honestidad intelectual y con procedimientos adecuados, pueden aportar a un conocimiento pleno de la historia. Aquí se abre la posibilidad del perspectivismo histórico o el juego de las perspectivas. Es un «sano relativismo»,[122] porque muestra la “relatividad” de la realidad histórica contingente, que no tiene la categoría de absoluto. La escucha de varias voces, en las cuales resuena el pasado, puede enriquecer una conciencia histórica lúcida y responsable.

La ciencia de la historia ha sido comparada con el arte del retrato. En la historia estamos como en la presencia de una obra de arte en la que, por una parte, el objeto –el rostro de otro ser humano– es captado auténticamente y, por el otro, el artista queda retratado de algún modo.[123] Lo mismo se puede decir de los retratos verdaderos pintados por los historiadores. También el retrato variopinto que pintamos en nuestra investigación histórica está pintado por muchas manos y con muchos colores.

Una cuestión clave en la diferencia de horizontes es la noción teológica de la Providencia. La creencia de que Dios actúa en la historia parece ser la principal piedra de escándalo. La teología y la catequesis no siempre presentaron bien la acción de Dios. El abuso del recurso a lo sobrenatural para explicar lo inexplicable y la confusión de la fe con una credulidad alimentaron, en una vertiente de la modernidad ilustrada, la idea de que la fe siembra oscuridad porque no se articula con las luces de la razón, ni soporta una mirada crítica de la realidad. Esto llevó a pensar que la providencia era una determinación fatal de los acontecimientos y la historia no era la hazaña de la libertad humana.

Además, en ocasiones se defendieron anacrónicamente esquemas teológicos para justificar posiciones ideológicas, instrumentalizar presiones políticas y sostener estructuras institucionales. La noción de una providencia inmutable que no incluía los cambios históricos sirvió para sostener el statu quo. Por eso un investigador con una cosmovisión agnóstica y sin una formación teológica puede pensar que toda mirada teológica es un lastre. Hay quienes creen que cuando se hace una lectura teológica de la historia se asigna una intencionalidad religiosa o política explícita a los protagonistas.

La Providencia de Dios funda, sostiene y requiere las decisiones de los seres humanos como sujetos libres y actores históricos. No actuamos como si fuéramos marionetas de un titiritero. Las tragedias no están determinadas por un poder ciego que se impone a nuestras libertades y nos castiga arbitrariamente. Con una fe que piensa, la teología católica afirma que Dios guía la historia con su providencia salvadora y la conduce a su plenitud final. Su actuar misterioso – justo y bondadoso - se vale de la cooperación de las creaturas, sobre todo de los seres que somos racionales y libres.

Dios no nos da sólo el ser, sino también la capacidad de ser causas y de poder obrar en el seno de su Providencia. Él da a las creaturas la dignidad de actuar por sí mismas y ser principios unas de otras. Los seres naturales, que viven procesos necesarios, producen efectos necesarios, siempre del mismo modo, como se observa en la naturaleza vegetal y animal. Los seres libres, en los cuales la naturaleza también es libertad, producimos efectos contingentes. Dios nos dio a los seres humanos el don de ser agentes libres y actores responsables. Con nuestras decisiones, acciones, palabras, oraciones y sufrimientos podemos colaborar libremente con el proyecto liberador de Dios. La unión entre ambas causalidades se da en un plano sólo descifrable por el lenguaje metafísico –no por la verificación empírica– y, por el lenguaje religioso, porque aquel a quien llamamos “Dios” sostiene el obrar de sus criaturas. Él es la causa primera que opera en, por y más allá de las causas segundas.

El historiador cristiano reconoce la intervención de Dios, aunque no pueda descifrar su sentido. Una regla de oro surgida de la experiencia histórica y de la lectura de la fe es: «Dios escribe derecho con renglones torcidos». Allí donde otros ven azar o milagro, el creyente percibe la presencia de Dios que camina con nosotros. El cristiano no le pide al historiador no cristiano que se entregue a una creencia que no comparte. Sólo pide que admita que la lectura providencial que procede de la fe no se reduce a un fideísmo irracional, así como reconoce que una lectura científica no cae necesariamente en el racionalismo o el positivismo. El historiador creyente desarrolla un pensar racional en un horizonte distinto y aporta un plus de racionalidad para comprender la historia. Y sabe que, por más esfuerzos que se hagan, hay una dimensión de la historia eclesial que siempre nos trasciende.

Ante la tentación de la desmesura (hybris) de la gnosis, que olvida los límites, el saber histórico testimonia que somos humanos y nuestro conocimiento es imperfecto y perfectible. El enigma de la histo­ria se resiste a cualquier totalización conceptual porque nuestra comprensión no puede abarcarla. Aquí la teología ayuda a la historia a respetar su misterio y no pretende justificar una lectura exhaustiva, lineal o cíclica, progresiva o regresiva, evolucion­ista o dialéctica, positivista o idealista, moderna o postmoderna, optimista o pesimista. «La inteligencia teológica de la historia de la humanidad no puede ser transpuesta en términos de historia mundial, ni elaborada en un sistema filosófico».[124] El pensar histórico implica una razonabilidad abierta y plural, que no debe clausurarse.

Aquí se encuentra la grandeza y la humildad de la verdad de los hechos históricos. Su comprensión no es circular (ni regresiva), lo que podría llevar al pesimismo escéptico. Tampoco es lineal (ni progresiva), lo que podría conducir al optimismo ingenuo. La novedad del cristianismo quebró el esquema circular del tiempo antiguo. San Agustín enseñó que el camino recto de Jesús hizo explotar los círculos de los tiempos: «“estos circuitos ya han explotado” (circuitis illi jam explosi sunt) … porque Dios puede hacer nacer cosas nuevas que jamás se hayan hecho».[125] Pero tampoco se identifica con una concepción meramente lineal, tal como la que se desarrolló en la modernidad acerca del progreso indefinido. La visión cristiana de la historia y la comprensión histórica desde la Providencia corresponden a un conocimiento en espiral, porque la figura espiralada combina los símbolos de la esfera y la línea.[126] Más aún, parece un conocimiento helicoidal en la medida en que las hélices del helicoide se agranden a cada espiral y puedan ganar tanto en profundidad como en amplitud.

La ratio fidei tiene una racionalidad intrínseca y la teología debe dialogar con las distintas racionalidades, especialmente con la ciencia histórica. El historiador cristiano tiene la vocación de desarrollar la racionalidad crítica en el horizonte de una fe pensante. Juan Pablo II enseñó que «el nexo que debe instaurarse oportunamente entre la teología y la filosofía tendrá el carácter de un cierto progreso circular (cuiusdam circularis progressionis)» (FR 73). Su enseñanza vale para la historia. La fe en Cristo funda el diálogo entre la razón teológica y la racionalidad histórica, y justifica el aporte de la teología para interpretar las huellas del pasado y los signos del presente.[127]

Dedico estas reflexiones sobre la fe en la Providencia y el carisma del historiador de la Iglesia a Juan Guillermo Durán por su contribución a la historia del Pueblo de Dios en América Latina, sobre todo en la primera evangelización y en la cristiandad de las Indias; y por su aporte único a la comprensión del catolicismo argentino centrado en la historia y la devoción a Nuestra Señora de Luján.

Material suplementario
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Notas
Notas
[1] Francisco, «Homilía en la misa por el 60 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II», acceso el 15/10/2022, https://www.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2022/documents/20221011-omelia-60concilio.html
[2] Mario Poli, prólogo a J. G. Durán, Monumenta Catechetica Hispanoamericana. Siglos XVI-XVIII, volumen III (Buenos Aires: Agape Libros, 2017), 9
[3] Carlos María Galli, «La recepción del Concilio Vaticano II en nuestra incipiente tradición teológica argentina: 1962-2015» en J. C. Caamaño; J. G. Durán; F. J. Ortega; F. Tavelli (eds.), 100 años de la Facultad de Teología. Memoria, presente, futuro (Buenos Aires: Facultad de Teología – Fundación Teología y Cultura – Agape Libros, 2015), 341-387.
[4] Cf. Cátedra de Historia de la Iglesia, «Monseñor Lucio Gera y la Cátedra de Historia de la Iglesia. Su estímulo y apoyo fraterno a proyectos y actividades» en R. Ferrara; C. M. Galli (eds.), Presente y futuro de la Iglesia en la Argentina. Homenaje a Lucio Gera (Buenos Aires: Paulinas, 1997), 195-219, esp. 205-210
[5] Cf. Cátedra de Historia de la Iglesia, «Monseñor Lucio Gera y la Cátedra de Historia de la Iglesia. Su estímulo y apoyo fraterno a proyectos y actividades» en R. Ferrara; C. M. Galli (eds.), Presente y futuro de la Iglesia en la Argentina. Homenaje a Lucio Gera (Buenos Aires: Paulinas, 1997), 195-219, esp. 205-210.
[6] Nombro solo los libros sobre Luján y Salvaire. Cf. Juan Guillermo Durán, El padre Jorge María Salvaire y la familia Lazos de Villa Nueva: un episodio de cautivos en Leubucó y Salinas Grandes: en los orígenes de la Basílica de Luján, 1866-1875 (Buenos Aires: Paulinas, 1998); En los toldos de Catriel y Railef: la obra misionera del Padre Jorge María Salvaire en Azul y Bragado: 1874-1876 (Buenos Aires: Facultad de Teología, UCA, 2002); De la frontera a la villa de Luján: el gran Capellán de la Virgen Jorge María Salvaire, CM (1876-1889) (Buenos Aires: Bouquet, 2008); De la frontera a la villa de Luján: los comienzos de la gran basílica: Jorge María Salvaire, CM, 1890-1899 (Buenos Aires: Facultad de Teología, UCA, 2009); Jorge María Salvaire, C. M., Gran apóstol de la Virgen de Luján, “Cual otro Negro Manuel” (Buenos Aires: Talita Kum, 2016); Manuel “Costa de los ríos”: fiel esclavo de la Virgen de Luján (Buenos Aires: Agape Libros, 2019).
[7] Cf. Guillermo Durán, Manuel “Costa de los ríos”…, 158.
[8] Cf. Guillermo Durán, Ibid. …, 254.
[9] Cf. Luis Rivas, Pablo y la Iglesia. Ensayo sobre ‘las eclesiologías’ paulinas (Buenos Aires: Claretiana, 2008), 5-9.
[10] Lucio Gera, «Evangelización y Promoción Humana» en C. M. Galli; L. Scherz, América Latina y la Doctrina Social de la Iglesia. II Identidad cultural y modernización en América Latina, Buenos Aires, Pauli­nas, 1992, 23-90, 89.
[11] Cf. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones de filosofía de la historia (Barcelona: Zeus, 1971), 103.
[12] Cf. Alberto Methol Ferré, «La Iglesia latinoamericana de Río de Janeiro a Puebla (1955-1979)» en P. Lesourd; J. Benjamin (eds.), La Iglesia hoy, primer complemento de la obra dirigida por Augustin Fliche y Joseph Victor Martin; Historia de la Iglesia desde sus orígenes hasta nuestros días (Valencia: EDICEP, 1981), 697-725.
[13] Cf. Enrique Dussel, «Prolegómenos» en CEHILA, Historia General de la Iglesia en América Latina. I/1: Introducción General a la Historia de la Iglesia en América Latina (Salamanca: Sígueme, 1983), 36; cf. 33-38, 45-55. Sobre el cruce de la historia de la Iglesia con las culturas cf. E. Dussel Caminos de liberación latinoamericana. Interpretación histórico-teológica de nuestro continente latinoamericano (Buenos Aires: Latinoamérica Libros, 1972), 19-23.
[14] Cf. Carlos María Galli, La alegría de evangelizar en América Latina. De la Conferencia de Medellín a la canonización de Pablo VI. 1968-2018 (Buenos Aires: Agape Libros, 2018), 13-22, 99-124.
[15] Cf. Rubén García, Historiografía general de la Iglesia en Latinoamérica. Panorama Actual (Buenos Aires: Centro Salesiano de Estudios San Juan Bosco, 1990).
[16] Cf. Enrique Dussel, «Prolegómenos», 53.
[17] Cf. Néstor Auza, La Iglesia argentina (Buenos Aires: Ed. Ciudad Argentina, 1999), 55-117, 133-160, 207-230; del mismo autor, «La Iglesia Católica (1914-1960)» en Academia Nacional de Historia, Nueva Historia de la Nación Argentina. Tomo 8: La Argentina del siglo XX (Buenos Aires: Planeta, 1997), 301-335.
[18] Cf. Néstor Auza, La Iglesia argentina, 111; para un repaso de la historiografía cf. 55-117, 133-160, 207-230.
[19] Cf. Guillermos Furlong, «La Historiografía Eclesiástica Argentina. 1536-1943», Archivum 1 (1943/1): 58-92; Cayetano Bruno, Historia de la Iglesia en la Argentina t. I (Buenos Aires: Ed. Don Bosco,1966), 27-32; Néstor Auza, «La Historiografía Argentina y su relación con la Historia de la Iglesia», Teología 47 (1986): 55-83.
[20] Cf. María Cristina Liboreiro et al., 500 años de cristianismo en Argentina (Buenos Aires: Centro Nueva Tierra, 1992), parte del t. IX de CEHILA – Comisión para el Estudio de la Iglesia de América Latina y El Caribe, Historia General de la Iglesia en América Latina. Cono Sur (Salamanca: Sígueme, 1994).
[21] Cf. Roberto Di Stefano y Loris Zanatta, Historia de la Iglesia argentina. Desde la Conquista hasta fines del siglo XX (Buenos Aires: Grijalbo Mondadori, 2000) reimpreso en 2009.
[22] Auza, La Iglesia argentina, 151.
[23] Cf. Roberto Di Stefano y José A. Zanca, «Iglesia y catolicismo en la Argentina: medio siglo de historiografía», Anuario de Historia de la Iglesia 24 (2015): 15-45, esp. 15, 32. Cf. Roberto Di Stefano, «De la teología a la historia: un siglo de lecturas retrospectivas del catolicismo argentino», Prohistoria 6 (2002): 173-201.
[24] Cf. Roberto Di Stefano, «¿De qué hablamos cuando decimos ‘Iglesia’? Reflexiones sobre el uso historiográfico de un término polisémico», (en línea) Ariadna Histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, Universidad del País Vasco, I (2012) 195-220. Disponible [http://www.ehu.es/ojs/index.php/Ariadna/issue/view/476/showToc].
[25] Roberto Di Stefano y José A. Zanca, «Iglesia y catolicismo en la Argentina: medio siglo de historiografía», 32.
[26] Cf. Roberto Di Stefano, «Por una historia de la secularización y de la laicidad en la Argentina», Quinto Sol 15 (2011): 1-31. Este valioso estudio propone una periodización de los distintos procesos de secularización en nuestra historia.
[27] Cf. Ernesto Maeder, «La vida de la Iglesia» en Academia Nacional de Historia, Nueva Historia de la Nación Argentina. T. V: La configuración de la República independiente (1810-1914) (Buenos Aires: Planeta, 2000), 277-312.
[28] Cf. Pontificia Comisión para América Latina, Acta y Decretos del Concilio Plenario de la América Latina. Edición facsímil (Ciudad del Vaticano: LEV, 1999), Título I, capítulos X y XI, 79-96.
[29] Cf. en Josep-Ignasi Saranyana (dir.) y Carmen-José Alejos Grau (coord.), Teología en América Latina. Volumen III, 39-60.
[30] Cf. Conferencia Episcopal Argentina, Documentos del Episcopado Argentino. Tomo I: 1889-1909 (Buenos Aires: Oficina del Libro, 1993); Ibid., Tomo II, 1910-1921 (Buenos Aires: Oficina del Libro, 1994).
[31] Cf. Néstor Auza, Aciertos y fracasos sociales del catolicismo argentino I-II (Buenos Aires: Ed. Docencia / Ed. Don Bosco / Ed. Guadalupe, 1987).
[32] El texto de la solicitud en Conferencia Episcopal Argentina, Documentos del Episcopado Argentino II, 122-123.
[33] Cf. Juan Guillermo Durán, «Orígenes de la Facultad de Teología. Contexto histórico y Breve fundacional» en J. C. Caamaño; J. G. Durán; F. J. Ortega; F. Tavelli; 100 años de la Facultad de Teología, 49-103, esp. 80-94.
[34] Expresión acuñada por el historiador italiano L. Zanatta; cf. Loris Zanatta, Del estado liberal a la nación católica: Iglesia y ejército en los orígenes del peronismo, 1930-1943 (Bernal: Universidad nacional de Quilmes, 1996); Loris Zanatta, La larga agonía de la nación católica. Iglesia y dictadura en la Argentina, (Buenos Aires: Sudamericana, 2015). La IV parte de este libro interpreta a la Iglesia durante el Proceso militar con el “mito de la nación católica” (211-302).
[35] Di Stefano; Zanca, Iglesia y catolicismo en la Argentina: medio siglo de historiografía, 34.
[36] Cf. A. Büntig, El catolicismo popular en la Argentina. 1: Sociológico, Buenos Aires, BONUM, 1969; G. Rodríguez Melgarejo, “Reflexiones acerca de la pastoral popular desde el interior de un santuario”, Teología 21/22 (1973) 117-138; G. Farrell; J. Lumerman, Religiosidad popular y fe (Buenos Aires: Patria Grande, 1977); Floreal Forni, «Reflexión sociológica sobre el tema de la religiosidad popular», Sociedad y Religión 3 (1986) 4-24.
[37] Lila Caimari, Perón y la Iglesia Católica. Religión, Estado y Sociedad en la Argentina (1943-1955) (Buenos Aires, Ariel: 1995), 58.
[38] Cf. Fortunato Mallimacci, El catolicismo integral en la Argentina (1930-1946) (Buenos Aires: Biblos, 1988). En la última década puso en cuestión “el mito de la Argentina laica”; cf. Fortunao Mallimacci, «Nacionalismo católico y cultura laica en Argentina» en R. Blancarte (coord.), Los retos de la laicidad y la secularización en el mundo contemporáneo, México, 2008, 243-245; El mito de la Argentina laica. Catolicismo, política y Estado (Buenos Aires: Capital Intelectual, 2015).
[39] Cf. M. Lida, «La Iglesia Católica en las más recientes historiografías de México y Argentina. Religión, modernidad y secularización», Historia Mexicana 56/ 4 (2007): 1393-1427,1414; cf. 1413, 1417.
[40] Hace treinta años propuse debatir los sentidos y las relaciones que hay entre la modernidad y la secularización, cf. Carlos M. Galli, «La religiosidad popular urbana ante los desafíos de la modernidad» en: Galli - Scherz, Identidad cultural y modernización, 147-176; cf. ‘Dios vive en la ciudad’. Hacia una nueva pastoral urbana a la luz de Aparecida y del proyecto misionero de Francisco (Buenos Aires: Agape Libros, 2014 4ª), 83-97.
[41] Di Stefano; Zanca, Iglesia y catolicismo en la Argentina: medio siglo de historiografía, 33-34.
[42] Cf. L. Donatello, Catolicismo y montoneros: religión, política y desencanto, Buenos Aires, Manantial, 2010; G. Morello, Cristianismo y revolución: los orígenes intelectuales de la guerrilla argentina (Córdoba: EDUCC, 2003); M. Obregón, «La iglesia argentina durante el ‘Proceso’», Prismas. Revista de Historia intelectual 9 (2005) 259-270.
[43] Cf. Horacio Verbitsky, La mano izquierda de Dios (Buenos Aires: Las cuarenta, 2020), Las primeras 180 páginas se titulan «Los fantasmas del Papa Francisco» y ofrecen su punto de vista sobre el rol de Bergoglio-Francisco en la historia reciente.
[44] Di Stefano; Zanca, Iglesia y catolicismo en la Argentina: medio siglo de historiografía, 38.
[45] Cf. H. Ghio, La Iglesia católica en la política argentina (Buenos Aires: Prometeo, 2007), 7-18, 199-212, 253-267.
[46] Cf. Ghio, La Iglesia católica en la política argentina …, 18, 202, 262.
[47] «Ahora planteado como Teología de Liberación versus Teología de la Cultura, que personalmente encuentro artificial como alternativa» E. de la Serna en M. Diana, Buscando el Reino. La opción por los pobres de los argentinos que siguieron al Concilio Vaticano II (Buenos Aires: Planeta, 2013), 255.
[48] Nombro solo tres de mis primeros trabajos que incluyen ese tema: «Teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia», Stromata 46 (1990) 187-203; «Evangelización, Cultura y Teología. El aporte de Juan Carlos Scannone a una teología inculturada», Teología 58 (1991) 189-202; «La teología latinoamericana de la cultura en las vísperas del tercer milenio» en: CELAM, El futuro de la reflexión teológica en América Latina» (Bogotá: CELAM), 1996, 242-362.
[49] Di Stefano, De la teología a la historia, 197.
[50] Cf. Lida, Historia del catolicismo en la Argentina, 14, 215, 245-246.
[51] Cf. M. Lida, «La “nación católica” y la historia argentina contemporánea», Corpus (en línea) 3/2 (2013) 1-6, 3; cf. «Por una historia social y política del catolicismo en la Argentina del siglo XX», PolHis 8/2 (2011) 121-128.
52] «Del testimonio del presbítero José Piguillém de la zona de Moreno» en: Diana, Buscando el Reino, 191.
[53] Cf. G. Farrell, Iglesia y Pueblo en la Argentina. 500 años de evangelización (Buenos Aires: Patria Grande, 1992 4a.), 213-214, 230-235.
[54] Caimari, Perón y la Iglesia Católica, 318-319.
[55] Farrell, Iglesia y Pueblo en la Argentina, 213.
[56] Cf. CEA, «Declaración pastoral: La Iglesia en la situación posconciliar» en CEA, Documentos, 18-30.
[57] Di Stefano; Zanca, Iglesia y catolicismo en la Argentina: medio siglo de historiografía, 34. Entre muchos estudios señalo: M. Lida; D. Mauro (eds.), Catolicismo y sociedad de masas en Argentina, 1900-1950 (Rosario: 2009); M. Lida, «El catolicismo de masas en la década de 1930. Un debate historiográfico» en C. Folquier y S. Amena (eds.), Sociedad, cristianismo y política Tejiendo historias locales (Tucumán: UNSTA, 2010), 396-423; M. Lida, La rotativa de Dios. Prensa católica y sociedad: El Pueblo 1900-1960 (Buenos Aires: Biblos, 2012).
[58] Cf. E. Bianchi, «Cuestiones historiográficas relativas a la Virgen de Luján», Teología 135 (2021) 11-40.
[59] Durán, Monumenta Catechetica Hispanoamericana. Siglos XVI-XVIII, III, 38.
[60] Cf. Charles Journet, L'Église du Verbe Incarné. Essai de théologie spéculative, t. II (Paris: DDB, 1941), 875-913.
[61] Cf. Olegario González de Cardedal, Fundamentos de cristología. I (Madrid: BAC, 2005), 109.
[62] Francisco, «Homilía en la misa por el 60 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II», acceso el 15/10/2022, https://www.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2022/documents/20221011-omelia-60concilio.html
[63] A. Methol Ferré, Reflexiones sobre la historia de la Iglesia (Montevideo: Universidad de Montevideo, 2017), 320.
[64] Hans Urs von Balthasar, Il tutto nel frammento. Aspetti di teologia della storia (Milano: Jaca Book, 1972), 111.
[65] Jedin, Introducción a la Historia de la Iglesia, 28.
[66] Cf. H. Pottmeyer, «La Iglesia en camino para configurarse como Pueblo de Dios» en: A. Spadaro; C. M. Galli (eds.), La reforma y las reformas en la Iglesia, (Santander: Sal Terrae, 2016), 83.
[67] Cf. J. C. Scannone, La teología del pueblo. Raíces teológicas del Papa Francisco (Santander: Sal Terrae, 2017), 15-93, 181-274.
[68] Cf. J. L. Narvaja, «Miguel Ángel Fiorito. Una riflessione sulla religiosità popolare nell’ambiente di Jorge Mario Bergoglio», La Civiltà Cattolica 4027 (2018) 18-29; M. Borghesi, Jorge Mario Bergoglio. Una biografia intellettuale. Dialettica e mistica, Milano, Jaca Book, 2017, 67-77.
[69] Cf. F. Boasso, ¿Qué es la Pastoral Popular? (Buenos Aires: Patria Grande, 1974). Su mirada a la historia desde la antropología teológica se puede ver en: Teología de la historia, Buenos Aires, Lumen, 2011, 7-37 y 113-137.
[70] Cf. C. M. Galli, «El ‘retorno’ del ‘Pueblo de Dios’» en V. R. Azcuy; J. C. Caamaño; C. M. Galli (eds.), La Eclesiología del Concilio Vaticano II (Buenos Aires: Agape Libros – Facultad de Teología UCA, 2015), 405-471.
[71] Congar, Teología histórica, 239
[72] Aubert, Introducción general, 22
[73] Francisco, «Discurso en la Conmemoración del 50 aniversario de la Institución del Sínodo de los Obispos» (17 de octubre de 2015), AAS 107 (2015) 1139.
[74] G. Lafont, Petit essai sur le temps du pape François (Paris : Cerf, 2017), 26, cf. 131-197, 218-233, 251-260.
[75] Cf. Hubert Jedin, Chiesa della fede. Chiesa della storia (Brescia: Morcelliana, 1972), 51-65.
[76] Cf. Joseph Lortz, Historia de la Iglesia desde la perspectiva de la historia del pensamiento t. I (Madrid: Cristiandad, 1982), 15-37; R. Aubert, «Introducción general» en Jean Daniélou y Henri Marrou, Nueva historia de la Iglesia t. I (Madrid: Cristiandad, 1964), 17-37; Hubert Jedin, «Introducción a la Historia de la Iglesia» en Manual de Historia de la Iglesia t. I (Barcelona: Herder, 1966), 25-106; Klaus Schatz, «¿Ist Kirchengeschichte Theologie?», Theologie und Philosophie 55 (1980) 481-513.
[77] Cf. Yves Congar, «La historia de la Iglesia, ‘lugar teológico’», Concilium 57 (1970) 86-97; Yves Congar, «Teología histórica» en B. Lauret; F. Refoulé (eds.), Iniciación a la práctica de la teología, T. I (Madrid: Cristiandad, 1984), 238-269; Walter Kasper, «La historia de la Iglesia como teología histórica» en Teología e Iglesia (Barcelona: Herder, 1989), 135-157; Leo Scheffczyk, «La Eclesiología y la historia de la Iglesia consideradas desde el punto de vista sistemático», Anuario de Historia de la Iglesia 5 (1996): 25-42.
[78] A. Graf, Kritische Darstellung des gegenwärtigen Zustandes der praktischen Theologie, Tübingen, 1841, 125-126.
[79] Cf. Josep-Ignasi Saranyana, «La Historia de la Iglesia entre el positivismo y el historicismo», Anuario de Historia de la Iglesia 5 (1996): 25-42, esp. 132-136.
[80] Cf. Yves Congar, «Johann Adam Möhler 1796-1838», Theologische Quartalschrift 150 (1970): 47-51.
[81] El primero que habló de la historia de la Iglesia como una teología histórica fue uno de los fundadores de la Escuela Teológica de Tubinga en 1819; cf. Johann Sebastian Drey, Kurze Einleitung in das Studium der Theologie (Frankfurt: 1966), 174.
[82] Kasper, La historia de la Iglesia como teología histórica, 147
[83] H.-G. Gadamer, El problema de la conciencia histórica (Madrid: Tecnos, 2001), 96.
[84] E. Dussel, «Prolegómenos» en CEHILA, Historia General de la Iglesia en América Latina. Tomo I/1: Introducción General a la Historia de la Iglesia en América Latina (Salamanca: Sígueme, 1983), 60; cf. 55-64.
[85] Cf. Dussel, Introducción General a la Historia de la Iglesia en América Latina 24, 26, 63, 70, 78, 85.
[86] Dussel, Introducción General a la Historia de la Iglesia en América Latina, 80.
[87] Cf. Giuseppe Alberigo, «¿Nuevas fronteras en la historia de la Iglesia?», Concilium 57 (1970) 66-85, 73; cf. 72-76.
[88] Cf. Giuseppe Alberigo, «Metodologia para uma Historia da Igreja na Europa» en CEHILA, Para uma Historia da Igreja na América Latina. O debate metodológico (Petrópolis: Vozes, 1986), 28-46, 38.
[89] Alberigo, ¿Nuevas fronteras en la historia de la Iglesia?, 73.
[90] Giuseppe Alberigo, «Premisa. A treinta años del Vaticano II» en Giuseppe Alberigo (dir.), Historia del Concilio Vaticano II. Volumen I: El catolicismo hacia una nueva era. El anuncio y la preparación (Salamanca: Sígueme, 1999), 9.
[91] Saranyana, La Historia de la Iglesia entre el positivismo y el historicismo, 149-150.
[92] Cf. Ricardo Corleto, «La formación teológica del historiador de la Iglesia», Teología 66 (1995): 227-234.
[93] Congar, Teología histórica, 249. Cursiva en el original.
[94] Cf. Scheffczyk, La Eclesiología y la historia de la Iglesia consideradas desde el punto de vista sistemático, 32.
[95] Aubert, Introducción general, 28.
[96] Jedin, Introducción a la Historia de la Iglesia, 38.
[97] Rafael Aguirre, «El proceso de surgimiento del cristianismo» en Rafael Aguirre (ed.), Así empezó el cristianismo (Estella: Verbo Divino, 2019 ), 26.
[98] Cf. C. Lértora Mendoza, «Bibliografía argentina de historia de la Iglesia 1945-1995», 13-33, 31.
[99] F. Mallimaci, «Ciencias sociales y teología. Los pobres y el pueblo en las teologías de la liberación en Argentina» en V. Giménez Béliveau, La religión ante los problemas sociales (Buenos Aires: CLACSO, 2020), 283-315, 285.
[100] Cf. H. de Lubac, La posterité spirituelle de Joachim de Fiore. II De Saint-Simon à nos jours (Paris: Lethielleux, 1979).
[101] H.-I. Marrou, El conocimiento histórico (Barcelona: Labor, 1968), 187.
[102] Cf. Auza, La Iglesia argentina, 154.
[103] Di Stefano, De la teología a la historia, 175.
[104] Cf. Lértora, Bibliografía argentina de historia de la Iglesia 1945-1995, 13, cf. 25-27.
[105] Cf. C. Lértora Mendoza, «¿Qué es y qué debe ser la historia de la Iglesia? Una polémica argentina sobre la historia de la iglesia latinoamericana», Anuario de Historia de la Iglesia (Pamplona) 8 (1999): 397-406, esp. 404-405.
[106] Di Stefano; Zanca, Iglesia y catolicismo en la Argentina: medio siglo de historiografía, 45.
[107] Di Stefano; Zanca, Iglesia y catolicismo en la Argentina: medio siglo de historiografía, 39.
[108] Floreal Forni, «Catolicismo y peronismo» III, Unidos 6 (1988): 120-144, 140.
[109] Cf. J. Zanca, Los intelectuales católicos y el fin de la cristiandad 1955-1966 (Buenos Aires: FCE – Universidad de San Andrés, 2006), 9-37, 137-163.
[110] Cf. Bruno Forte, Laicado y laicidad (Salamanca: Sígueme, 1987), obra que distingue la laicidad en el mundo, el laicismo como ideología, la secularidad de toda la Iglesia que está en el mundo y la secularidad propia de los laicos o seglares.
[111] Cf. Fernando Gil, «Eclesiologías en tiempos de la revolución. Fray Cayetano José Rodríguez y la Asamblea del año 13» en Juan Guillermo Durán (ed.), II Congreso Nacional Bicentenario Patrio. Sociedad, libertad y cultura en la Asamblea Constituyente del Año XIII (Buenos Aires: Agape - Fundación Universidad Católica Argentina, 2014), 141-145. Hay varios estudios del santafesino Américo Tonda. Cito uno: La eclesiología de los doctores Funes y Castro Barros (Rosario, UCA, 1982).
[112] Cf. Di Stefano, ¿De qué hablamos cuando decimos ‘Iglesia’?, 220-222.
[113] Cf. Yves Congar, «L’ecclésiologie de la Revolution française au Concil du Vatican sous le signe de l’affirmation de l’autorité» en M. Nédoncelle, L'ecclésiologie au XIXe. siècle (Paris: Cerf, 1960), 77-114; «D’une ecclésiologie en gestation a Lumen gentium, ch. I-II», Freiburger Zeitschrif für Philosophie und Theologie 18 (1971): 366-377.
[114] Yves Congar, Teología histórica, 246.
[115] Cf. H. de Lima Vaz, «Religiao e Modernidade Filosófica», Síntese 18 (1991): 147-165.
[116] Cf. J. C. Scannone, Religión y nuevo pensamiento. Hacia una filosofía de la religión para nuestro tiempo desde América Latina (Barcelona: Anthropos, 2005), esp. 13-76 y 271-288.
[117] Cf. John O’Malley, Le Concile de Trente. Ce qui s’est vraiment passé (Bruxelles : Lessius, 2013), 69-98; J.-P. Soisson, Carlos V. Emperador de dos mundos (Buenos Aires: El Ateneo, 2005), 45-104, 205.231.
[118] Cf. Methol Ferré, Reflexiones sobre la historia de la Iglesia, 123-162, 219-355.
[119] Cf. Durán, Manuel "Costa de los ríos", 251-253.
[120] Joseph Lortz, Unidad europea y cristianismo (Madrid: Guadarrama, 1961), 25.
[121] B. Lonergan, Método en teología (Salamanca: Sígueme, 1972), 211-212.
[122] Congar, La historia de la Iglesia, ‘lugar teológico’, 89.
[123] Cf. Marrou, El conocimiento histórico, 169, 213.
[124] Karl Löwith, El sentido de la historia (Madrid: Aguilar, 1973), 214.
[125] San Agustín, De Civitate Dei, XII, 21 en Obras completas, XVI (Madrid: BAC, 20005), 804.
[126] Sobre el conocimiento en espiral o diagonal cf. Carlos María Galli, «La ‘circularidad’ entre teología y filosofía» en R. Ferrara; J. Méndez (eds.), Fe y Razón. Comentarios a la Encíclica (Buenos Aires: EDUCA, 1999), 83-99.
[127] Cf. C. Schickendantz, «“A la luz del Evangelio y de la experiencia humana” (GS 46). Inicio oficinal de una racionalidad radicalmente histórica en la fe y en la teología» en Virginia Azcuy, Fredy Parra, Carlos Schickendantz (eds.), Dios en los signos de este tiempo (Santiago de Chile: UAH / Ediciones - Universidad Alberto Hurtado, 2022), 31-57.
Notas de autor
El autor es Decano de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina y miembro de la Comisión Teológica Internacional, entre otros servicios eclesiales.
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