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La sinodalidad en la Historia de la Iglesia Los cambios en las formas de autoridad entre el centralismo y la diversidad.
Federico Tavelli
Federico Tavelli
La sinodalidad en la Historia de la Iglesia Los cambios en las formas de autoridad entre el centralismo y la diversidad.
Synodality in Church History Changes in Forms of Authority Between Centralism and Diversity.
Revista Teología, vol. 59, núm. 139, pp. 169-171, 2022
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires
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Resumen: Este aporte tiene la finalidad de brindar una mirada general y profunda a modo de recorrido sobre las diversas formas de la sinodalidad a lo largo de la historia de la Iglesia, desde la antigüedad cristiana hasta el presente, con una particular atención a la tradición sinodal latinoamericana. Se presta particular atención a mostrar cómo las diversas épocas han caracterizado esta nota particular de la Iglesia de acuerdo a la sensibilidad y necesidades las diversas épocas y en paralelo con los cambios socio-políticos.

Palabras clave: Iglesia, Historia, Sinodalidad, Concilios, Conciliaridad, Conciliarismo, Autoridad en la Iglesia, Diversidad, Consenso, Centralismo, Comunión.

Abstract: This article aims to provide a general and in-depth look through the various forms of synodality throughout the history of the Church, from Christian antiquity to the present, with particular attention to the Latin American synodal tradition. Special attention is given to show how the different ages have characterized the various expressions of synodality according to their sensibilities and needs of the time and in parallel with the socio-political changes.

Keywords: Church, History, Synodality, Councils, Conciliarity, Conciliarism, Authority in the Church, Diversity, Consensus, Centralism, Communion.

Carátula del artículo

Artículos

La sinodalidad en la Historia de la Iglesia Los cambios en las formas de autoridad entre el centralismo y la diversidad.

Synodality in Church History Changes in Forms of Authority Between Centralism and Diversity.

Federico Tavelli
Facultad de Teología- Albert Ludwigs Universität de Friburgo, Alemania
Revista Teología
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN: 0328-1396
ISSN-e: 2683-7307
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 59, núm. 139, 2022

Recepción: 09 Septiembre 2022

Aprobación: 10 Octubre 2022


La sinodalidad en la Historia de la Iglesia Los cambios en las formas de autoridad entre el centralismo y la diversidad

Me complace poder participar a través de este artículo en este número de homenaje de la revista Teología a Mons. Prof. Dr. Juan Guillermo Durán con ocasión de su nombramiento como Profesor emérito. Durante más de cuarenta años se ha desempeñado como Profesor de Historia de la Iglesia de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina y a través de su fecundo servicio de docencia, investigación y entrega a la Facultad ha inspirado a muchos -y también a mí- a caminar detrás de su huella. Además de nuestra amistad, él ha sido mi profesor y hemos sido colegas en la docencia en el departamento de Historia. Su incansable y novedoso trabajo en la investigación de la Historia de la Iglesia en América Latina ha sido uno de los aportes más importantes de su labor académica. Sus obras son un aporte imperecedero a la historiografía latinoamericana y resultan una lectura ineludible para cualquier que se interese por los orígenes del cristianismo en nuestras tierras latinoamericanas. El tema de este artículo toca con intención algunos de los puntos centrales de su investigación. En efecto, sus Monumenta, en las que editó críticamente muchos de los instrumentos pastorales más importantes del cristianismo en América Latina, queda en claro cómo las instancias sinodales de los Concilios han tenido un valor fundamental para nuestro continente.[1]

La mirada abierta y profunda en la historia de la Iglesia nos enseña a valorar en su adecuada medida el presente y su trascendencia. Es necesario comprender los eventos actuales como parte de un recorrido histórico que continúa en movimiento. A lo largo de este camino, las dificultades y momentos de cambio han aparecido con frecuencia y han servido como tiempos transformativos. Precisamente las expresiones de vida sinodal en la Iglesia en sus distintos niveles están vinculadas a la búsqueda de respuestas frente a las complejas problemáticas surgidas en los distintos tiempos y lugares, manifestando así la unidad y comunión de la Iglesia a través de la diversidad y el consenso. Frente a los desafíos que se presentan a la Iglesia en el siglo XXI, el comprendernos parte de la historia en proceso nos hace tomar conciencia como Pueblo de Dios de nuestra misión en este camino.

En los últimos cincuenta años la Iglesia vivió una profunda renovación, en particular a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965). Este acontecimiento trascendental no puede entenderse en forma aislada, sino que se da en un contexto de profundos cambios para el mundo en general. El Concilio impulsó una nueva comprensión sobre la Iglesia y, con ella, utilizó un lenguaje renovado que lo expresara. Si bien el termino y el concepto sinodalidad no se encuentran explícitamente en sus enseñanzas, se puede afirmar que la instancia de la sinodalidad se encuentra en el corazón de la obra de renovación promovida por él.[2] En efecto, «la sinodalidad expresa la condición de sujeto que le corresponde a toda la Iglesia y a todos en la Iglesia»;[3] es la forma de vivir y obrar del Pueblo de Dios. Así también lo expresó en variadas oportunidades el Papa Francisco indicando que la sinodalidad es «el camino que Dios espera de la Iglesia en el tercer milenio».[4]

Sinodalidad indica el estilo peculiar que califica el modo ordinario de vivir y obrar en la Iglesia, incluye las estructuras y los procesos que expresan la comunión sinodal a nivel institucional e integra la realización de variados acontecimientos o actos en los cuales la Iglesia actúa sinodalmente a nivel local, regional y universal (p.e. sínodos o concilios).[5] Si bien en el último tiempo la Iglesia ha tomado más conciencia de esta dimensión, esto no significa por ello, que esta sea una novedad. La Iglesia no comienza a ser sinodal desde la promulgación de uno u otro documento, sino que éstos explicitan una dimensión constitutiva de la Iglesia existente en ella desde el comienzo, y cuya expresión y acentos han ido variando a lo largo de la historia. Por esta razón este artículo quiere introducir algunos momentos relevantes de la Historia de la Iglesia en que la dimensión sinodal emerge con claridad frente a momentos de transformación.

1. La sinodalidad de la Iglesia en el primer milenio

Sabemos que la Iglesia tuvo sus centros más importantes durante los primeros siglos entorno al lado oriental del mar Mediterráneo y que con posterioridad, gradualmente, estas zonas perdieron la importancia original a medida que el gobierno de la Iglesia se concentró en el obispo de Roma. En los primeros siglos de la Iglesia es posible identificar variados testimonios de la sinodalidad, en particular, en la época patrística (s. I-V). Por ejemplo, Ignacio de Antioquía (s. I-II) afirma en su carta a la comunidad de Éfeso que todos sus miembros son «compañeros de viaje» en virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con Cristo (Ad Ephesios, IX, 2). Y también: la Iglesia de Roma preside en la caridad a todas las Iglesias (Ad romanos, Proemio). Cipriano de Cartago (s. III) afirmaba también que, si es verdad que en la Iglesia local no debe hacerse nihil sine episcopo, es también cierto que no debe hacerse nihil sine consilio vestro (de los presbíteros y diáconos) et sine consensus plebis .Epistula, 14, 4). Eusebio de Césarea (s. III-IV) señalaba «efectivamente, los fieles de Asia se habían reunido para esto muchas veces y en muchos lugares de Asia, y, después de examinar las recientes doctrinas, las declararon profanas y las rechazaron como herejía» (Hist. Eccl. V,16, 10). Juan Crisóstomo (s. V) no dudaba en señalar que «Iglesia y sínodo son sinónimos» es decir que Iglesia es «caminar juntos» (Explicatio in Ps. 149).

Con la caída del Imperio Romano (476) el obispo de Roma asumió un rol de autoridad casi universal, heredando, en parte, la figura unificadora en occidente que en otro tiempo perteneciera al emperador y muchos de los símbolos asociados al emperador ahora se transfieren al papado, como por ejemplo el denominarlo Summus Pontifex, entre muchos otros. Un protagonista paradigmático de este tiempo es el papa León Magno (s. V) quien desempeñó un rol central para la integridad de la península itálica frente a las invasiones. No obstante, la Iglesia de Roma, habida cuenta de su primacía, gravitaba junto a otras sedes de gran importancia durante este tiempo, en particular en oriente. Es en este sentido que podemos hablar de una Iglesia policéntrica durante el primer milenio. En efecto, el Concilio de Nicea (325) había reconocido a las sedes de Roma, Alejandría y Antioquía una primacía a nivel regional. Con el Concilio de Constantinopla (381) la se otorgó este mismo status a las sedes de Constantinopla y Jerusalén. Precisamente el 3° canon de este Concilio reconoce al obispo de Constantinopla una presidencia de honor luego del obispo de Roma.

Es necesario hacer una breve aclaración respecto al uso de los términos sínodos o concilios. Los antiguos concilios se los suele clasificar por la circunscripción eclesiástica a la que corresponden (el sínodo diocesano no aparece hasta el siglo VI): ecuménicos (de toda la iglesia), generales (de Oriente o de Occidente, y en la Edad Media los ecuménicos) extraterritoriales (de varias provincias eclesiásticas), patriarcales (de un patriarcado), plenarios (igual que los anteriores pero donde no había patriarcado) y provinciales (de una provincia eclesiástica o metrópoli).

¿Pero por qué razón los sínodos diocesanos comienzan algo más tarde en la historia de la Iglesia? En la Iglesia de los primeros siglos, los presbíteros vivían en torno a su obispo, lo cual facilitaba la comunicación y hacía menos necesarios los sínodos diocesanos. Cercano al s. VI y con la penetración de la Iglesia en zonas rurales, la comunicación de los presbíteros con su obispo se volvió más dificultosa. El sínodo diocesano comenzó por esto a cobrar importancia en el caminar de las iglesias locales. El nuevo sistema de diócesis desarrolló los sínodos también para cada iglesia por separado, de algún modo en la línea del primitivo presbyterium presidido por el obispo e incluyendo a los sacerdotes parroquiales, abades y deanes de la diócesis. Los primeros fueron los de Auxerre (573, 603 y 695) y los de Autun (663 y 680) en el actual territorio de Francia. Este sistema duró, incambiable en esencia, durante la primera mitad de la Edad Media. La extensión del imperio bajo Carlomagno hizo de esas asambleas prácticamente concilios de todo el oeste (Ratisbona 792, Frankfurt 794, en el actual territorio de Alemania). Aunque se adherían en esencia a la doctrina e institución de la Iglesia, se permitía una amplia latitud en su legislación.

En la península ibérica visigótica son famosos los concilios toledanos (s. VI-VIII), reunidos a instancia prácticamente exclusiva del rey y con finalidades tanto eclesiásticas como civiles. Su ordo u orden sobre la forma litúrgica de celebración de un concilio tendrá larga pervivencia en la Iglesia occidental. Casi todos los concilios posteriores se basan en su estructura y autoridad, incluido el Concilio Vaticano II, que se remontó a algunas reglas establecidas por los padres del Concilio de Toledo de 633.

2. Cambios en la configuración de la Iglesia en el segundo milenio
2.1. La reconfiguración de la Iglesia occidental en torno a una única sede: Roma

Con el crecimiento de la autoridad papal en occidente y la coronación de Carlomagno como emperador (800), la rivalidad con el imperio de oriente se acrecentó y pronto llegó la interrupción de la relación de comunión con las Iglesias orientales (1054) que reconfiguró a la Iglesia occidental en torno a la única gran iglesia apostólica de prestigio en occidente: Roma. Esta nueva reconfiguración favoreció un ordenamiento más jerárquico que de comunión que se sumaba a la fuerza unificadora de los papas heredada del Imperio Romano.

Durante el inicio del segundo milenio, también otros factores contribuyeron a la centralización de la iglesia de Roma. Por un lado, la reforma gregoriana, proveniente principalmente del ámbito monástico de la iglesia franca se extendería a instancias de los papas desde el centro a la periferia, en un entramado feudal, en el que los obispos además de pastores de sus territorios eran eslabones de esta organización social. En este contexto, la lucha del papado contra las intromisiones del poder temporal en el nombramiento de los obispos y en otros temas eclesiásticos ―la querella de las investiduras― logró una victoria para el papado, pero al mismo tiempo el status del episcopado se vio cada vez más comprometido y dependiente por la centralización romana.

Por otra parte, la institución del cardenalato que había surgido ya en los primeros siglos como una expresión sinodal de la iglesia de Roma ―eran los diáconos, presbiterios de Roma y los obispos de las sedes suburbicarias― originariamente circunscripta a la liturgia del obispo de Roma gradualmente comenzó a compartir funciones en el gobierno de la iglesia romana y teniendo más peso que el de los obispos en su conjunto (la mayor parte de los cardenales, unos veinte aproximadamente durante el Medioevo, no eran obispos, muchos tampoco presbíteros). Otras iglesias pidieron poder nombrar cardinales more romana ecclesia, es decir, de acuerdo con la costumbre de la iglesia de Roma, en su propia diócesis. Se “exporta” así el cardenalato con nombramientos de cardenales de la iglesia romana fuera de esta diócesis. El primer ejemplo conocido es el abad de Montecasino, actualmente en Italia. Con el tiempo, el cardenalato va perdiendo su nota más sinodal romana en favor del orden episcopal general. Cada vez más los cardenales son vistos como pars corporis papae (parte del cuerpo del papa) y como extensiones de su centralismo.

Por este complejo proceso, la Iglesia universal se fue constituyendo como la unidad de medida fundamental de la eclesiología. La Iglesia local quedaba relegada a un lugar secundario o parcial, y se entendía solamente como parte de la organización jerárquica de la Iglesia universal. La Iglesia abandonó gradualmente el concepto de comunión, propio de las Iglesias de oriente, para desarrollar con más ahínco el de jerarquía, más en consonancia con el de Iglesia universal que ahora desde Roma enfrentaba una profunda reforma en el mundo cristiano. La Iglesia para liberarse de las interferencias laicas entra en un diálogo cada vez más aislado con el sistema político, que lleva a una polarización doctrinal sobre la temática político-eclesiástica que determinará gran parte del debate de los siglos sucesivos, así como al desarrollo de un sistema jurídico cada vez más central en la vida cristiana.

2.2. La vida sinodal de las órdenes religiosas, la vida laical y en los capítulos catedralicios durante la edad media

Pero la vida sinodal no se restringe únicamente a la jerarquía eclesiástica. En muchas expresiones de la vida de la Iglesia puede verse esta característica de lograr el consenso en las decisiones más importantes con atención a las diversas realidades. Las órdenes religiosas y las cofradías laicales han sido casi inalteradamente durante la historia de la Iglesia expresión de la vida sinodal. Ya según la Regla de San Benito los monjes debían reunirse a diario en un encuentro para hablar sobre los asuntos del monasterio, escuchar un sermón o una lectura, o para recibir instrucciones de parte del abad.

Los contactos de los cruzados (la primera cruzada en 1095) con los santos lugares sensibilizaron la devoción popular sobre los misterios de la vida y pasión de Jesús y de su madre, y la pasión, insertos en la historia humana. La afluencia de reliquias ―verdaderas o no― vinculadas a esos momentos acercó a los sentidos el mundo divino.

Las ordenes penitenciales y de caridad formadas por laicos antes de la aparición de los Mendicantes mostraban ya la importancia entre el ideal monástico penitencial y el ideal pastoral. Esto puede verse ya desde el siglo XI y XII con la fundación de grandes abadías y de los prioratos rurales que buscaban tener un mayor contacto con el pueblo. Este ideal pastoral fue difundido por los canónigos regulares y por los predicadores populares itinerantes, como por ejemplo Norberto de Xanten y la fundación de Prèmontrè (1121) que agregaba la predicación a los ideales de pobreza y vida eremítica de las ordenes antecedentes, como los benedictinos. Estas nuevas fundaciones y otras durante este siglo promovieron también notablemente los monasterios femeninos.

El siglo XII puede por estas razones señalarse como un antecedente marcado de un movimiento laical medieval que comenzó a expresarse de diversas formas, como parte de una comunidad monástica o de comunidad, desbordando así las áreas normalmente el ámbito característico laico, dado que muchos ermitaños eran habitualmente clérigos o monjes. Los laicos entienden que su vida también puede servir a alcanzar la perfección cristiana. El hombre sagrado era considerado el clérigo, y, por tanto, la revaloración de lo humano otorga una nueva dimensión de valor a los laicos y a su fuerza sacralizadora.

El término de esta evolución nos encontramos con movimientos específicamente laicos que se multiplican a partir de la segunda mitad del siglo XII. La idea de que simples fieles puedan vivir una vida religiosa ferviente in domibus propriis permaneciendo en su estado ―concepto típicamente medieval― comienza a fortalecerse: fraternidades, penitentes rurales comunitarios. Con el surgimiento de las ordenes mendicantes se incrementará aún más con la aparición de frailes penitenciales, terciarios, etc. Las cofradías, inicialmente surgidas con finalidades benéfico-religiosas y también profesionales, en un contexto de inseguridad característico de la época y la necesidad de unirse o asociarse. Más de cuatrocientas cofradías han llegado a identificarse sólo en España.[6] El Memoriale propositi fratrum et sororum de penitentia del año 1221 es un documento canónico que comienza a ordenar normativamente los ideales del laicado y los valores de su testimonio exterior, dando valor a la pobreza, el ascetismo, la continencia periódica, etc.[7] El clero, inicialmente reticente a estos movimientos espontáneos, termina cediendo frente al entusiasmo y los canonistas de fines del siglo XIII intentan clasificar este estado hibrido que ellos mismos indican como laicus religiosus como lo hace el Hostiensis en 1255 en su Summa Aurea.

Este movimiento conllevó a una mirada crítica respecto de la Iglesia institucional y los clérigos, acentuado por la crisis de autoridad tanto desde la estadía de los papas en Aviñón (1309-1377) como del Cisma de Occidente (1378-1417). El ideal monástico y de predicación mostraba este profundo espíritu crítico y de reforma de la Iglesia o de reorientación de la vida religiosa de muchos cristianos insatisfechos con la Iglesia oficial, y muchas veces estos movimientos encontraron un freno por parte de la Iglesia institucional. Independientemente de las diversas expresiones que la reforma de la Iglesia tuvo durante este período, está claro, que, en las conciencias de los hombres y mujeres medievales existía una fuerte necesidad de adecuar tanto las estructuras de la Iglesia como la espiritualidad al nuevo modo en que la realidad se había transformado y que se irán desfasando entre sí, antiguas y nuevas concepciones, hasta alcanzar un extremo de tensión. El impulso reformador encontró diversas expresiones, algunas de las cuales quedaron fuera de la consideración de la Iglesia institucional y fueron consideradas heréticas, aunque éstas también estuvieran impulsadas por las fuertes transformaciones del siglo XII, en especial aquellas que acentuaban el espiritualismo, la pobreza extrema y prescindencia de estructuras institucionales en la Iglesia.

También con los cambios introducidos por Francisco y Domingo a través de sus fundaciones asistimos a un nuevo modelo menos centrado en la autoridad vertical. Las órdenes mendicantes buscan dar un giro en la vida religiosa en el siglo XII y XIII intentando resaltar el valor de que todos son hermanos y su superior es tan solo el primero entre los hermanos que luego de terminar su gobierno regresa a ser un hermano más. Las decisiones más importantes se tomaban, y toman, a través de un órgano colegiado conocido como Capítulo, con reuniones frecuentes y deliberaciones consensuadas.

La sinodalidad también se expresan de forma análoga, la relación del obispo con su Capítulo catedralicio fue, en particular durante la Edad Media, una notable expresión sinodal. No sólo los canónigos elegían su obispo en muchos casos, sino que participaban en las decisiones más importantes de su iglesia. Los canonistas del s. XIII desarrollaron conceptos importantes sobre la relación entre el obispo y los canónigos de su cabildo catedralicio que tendrían una gran trascendencia en la última etapa de Edad Media, conocida como Baja Edad Media, en particular, en las teorías conciliaristas. El sistema de funcionamiento de la corporación medieval, un eje de la vida social-económica medieval se encontraba a la base de esta reflexión. La autoridad en una corporación no se concentraba en su cabeza únicamente, sino que residía en todos sus miembros. Por ejemplo, el famoso canonista conocido como el Hostiensis, indica que, aunque el prelado forma una mayoría con los canónigos, en materias en las que se refiere al consejo y no al consentimiento, en materias que afectan el bien común de toda la corporación el obispo no puede actuar sin el consentimiento del capítulo o su maior et sanior pars, aunque tome su asiento entre los canónigos como obispo. (Lectura ad III. viii, 15 fol. 41rb). Desde la primera mitad del siglo XIII ya prácticamente nadie se opuso a esta doctrina de la autoridad en la corporación medieval. Resabios de estas prácticas siguen siendo una tradición válida en muchas diócesis de Europa todavía en la actualidad, en las cuáles el obispo no tiene toda la autoridad, sin el consentimiento de su capítulo, para determinadas cuestiones, en especial relacionadas a la Iglesia catedral.

2.3. Entre la valoración de la conciliaridad y el riesgo del conciliarismo

Durante el tiempo del Cisma de occidente (1378-1417), última consecuencia de un largo período de centralización y deterioro de la autoridad papal, la discusión sobre la autoridad del obispo y sus canónigos se llevó al debate sobre la autoridad del papa y la de los obispos reunidos en Concilio. Durante este tiempo la Iglesia se debatió entre la valoración de la conciliaridad y el riesgo del conciliarismo, una idea más extrema que considera el concilio como autoridad suprema en la Iglesia, por sobre la autoridad del papa, en todo tiempo y circunstancia.

Conrado von Gelnhausen (ca. 1320/25-1390) es considerado como el fundador y defensor de la teoría conciliarista, si bien su teoría debe enmarcarse en el contexto del Cisma de Occidente. Prácticamente todos los teólogos de los siglos XV y XVI se hicieron eco de su doctrina. Su obra constituye uno de los primeros intentos por dar una solución al Cisma a través de la vía conciliar. Para él era necesario convocar un Concilio general para dar unidad y paz a la Iglesia, entre otras razones que el papa y los cardenales no son la Iglesia universal sino una parte de ella y por tanto en caso de necesidad puede ser convocado por otra autoridad; si era lícito convocar un concilio fuera del tiempo de necesidad ―señala― en tiempo de necesidad es un deber; y por último, consideraba que las leyes de la Iglesia debían aplicarse según la intención de quien las había dado y no al contrario, es decir para el bien de todos y la unidad de la Iglesia de acuerdo al antiguo principio quod omnes tangit ab omnibus tractari debet (lo que a todos toca, todos deben tratarlo).

A pesar de que Gelnhausen propone la convocación de un Concilio para dar una solución al Cisma, no puede considerarse su obra como conciliarista el estilo de las tesis de Marsilio de Padua, Ockham o Juan de París sin más. Estas últimas se dirigían contra la institución del papado mientras que su doctrina asumía los elementos conciliares que ya existían en el derecho canónico y en la eclesiología de los siglos XII y XIII, en torno a la cuestión del papa hereje ―es decir a cómo debía solucionarse una situación en la Iglesia en la cual un papa cayera en herejía― y su deposición y la aplica al caso concreto del Cisma, para cuya solución propone la vía conciliar.[8]

3. La sinodalidad desde el Concilio de Trento (1545-1563) hasta el umbral del siglo XX

La concepción de Iglesia luego del regreso definitivo de los papas de Aviñón a Roma en 1420 se modeló por el temor al conciliarismo y la necesidad de restaurar la ciudad eterna abandonada por más de un siglo que favorece una visión del papado más fuerte y centralizadora de las iniciativas. La reforma reclamada desde el Medioevo en la Iglesia no encontró una acogida en las décadas siguientes. Esta imposibilidad de llevar adelante una reforma dentro de la Iglesia era, en parte, la base sobre la cual aparecerían varios intentos de reforma entre los cuáles tendrá gran fuerza y apoyo político una de estas reformas: la reforma luterana (1517). La necesidad de hacer frente a esta reforma fortaleció la imagen autoridad papal como garantía de la ortodoxia, no obstante Lutero se considerará él mismo un heredero de las tradiciones medievales y viera al papado como la institución que promovía las innovaciones más revolucionarias. El Concilio de Trento (1545-1563), a pesar del interés por poner un freno al movimiento reformista alemán, respondió también a un clamor de reforma en el seno de la Iglesia que desde hacía siglos había quedado insatisfecho. Esta instancia sinodal a gran escala, con una participación enorme de obispos y teólogos dio un gran impulso a la celebración de concilios provinciales y sínodos diocesanos como una forma de llevar la reforma católica a la práctica en las distintas iglesias, lo que tendría gran repercusión y recepción en el nuevo mundo y que sería la base sobre la que se configuraría la Iglesia hispanoamericana, a pesar de que ninguno de los obispos americanos participó ni envió delegados a este Concilio. El cristianismo de dividió en una serie de confesiones cristianas cada una de las cuales afirmaba -y confesaba- con más fuerza aquello que la diferenciaba de las demás entrando así en un proceso que se ha denominado como confesionalización en el sentido de mutua diferenciación y autoafirmación.

En efecto, las fijaciones dogmáticas expresadas a través de las distintas confessiones limitaron la pluralidad de posiciones que había existido durante el medioevo, por ejemplo, la tradición de la Iglesia como fuente de la revelación junto con la Biblia, el valor de las obras, los siete sacramentos como signos eficaces, el pecado original, la justificación, etc., en pos de diferenciarse de las enseñanzas protestantes. Una gran cantidad de normas surgidas del Concilio de Trento afianzaron la confesión católica. La professio fidei tridentinae como confesión de fe obligatoria (1564) se convirtió en la garantía de la ortodoxia católica y, a su vez, en la vertiente confesional católica a la par las otras confessiones reformadas.[9]

Con el Concilio de Trento surgieron así una serie de iniciativas y reformas con consecuencias de largo alcance movidas por la necesidad de controlar aquello que se confesaba. Se instituyó el Sanctum Officium (1542) como órgano de control doctrinal, así como apareció el índice pontificio de libros prohibidos (1559). Se llevó adelante la reforma de la curia (1561-1562) que fue reorganizada más tarde por Sixto V (1585-1590), se promulgó el Catecismo Romano (1566), se codificó la liturgia en el misal romano (1570) que hacía obligatoria en todas las Iglesias católicas la liturgia romana y el breviario romano (1570).[10] Más tarde aparecieron los rituales romanos (1614). A la vez comenzó a haber un mayor control que se expresó principalmente a través de la institución de las nunciaturas apostólicas permanentes que recibió su forma definitiva, en cuanto a competencia y organización internas durante el pontificado de Gregorio XIII (1572-1585), las cuales debían velar sobre todo por la observancia de las decisiones conciliares. Este papa también promulgó un calendario justamente denominado gregoriano (1582) para los estados católicos mientras que en los protestantes se mantendría ―por motivos confesionales― el calendario juliano hasta fines del siglo XVIII, entre otras medidas. Este movimiento de control se dio en paralelo a lo que estaba ocurriendo en las otras confesiones, tanto protestante como calvinista, es decir, desarrollar mecanismos de control social para garantizar la propia confesión en el propio territorio.

Una fuerza de gran importancia para este tipo de control fueron las nuevas órdenes: Teatinos, Oratorianos, Ursulinos, Capuchinos y sobre todo Jesuitas. La compañía de Jesús, fundada en 1534, reflejó esta sensibilidad y se caracterizó por un ordenamiento vertical, obediencia incondicional al superior y al papa, una importante formación académica, orden hacia la acción, disciplina interior en particular a través de los ejercicios espirituales, etc. Sus Colegios como institutos de formación tendrán una vital importancia en este proceso.[11]

En los siglos posteriores, sobre todo a partir del 1700 se produjo una disminución en la vida sinodal en gran parte debido a las nuevas ideas políticas del iluminismo, del regalismo o bien de la injerencia de los poderes estatales en las iglesias y, sobre todo, por el auge de las monarquías absolutas, sostenida por ideas que quitaban fuerzas a todo tipo de procesos de toma de decisión que involucraran asambleas y tendían a organizar el estado desde el monarca de acuerdo al principio de eficiencia. La institución del papado, y el episcopado, se configuró en gran medida durante esta época según estos modelos.

La necesidad de dar mayor eficiencia al estado llevó en Hispanoamérica a la creación de los nuevos virreinatos a partir de la llegada de los Borbones al trono de España. Precisamente la realización de Concilios y Sínodos es asumida por los estados nacionales en su afán de controlar todos los ámbitos al igual que en muchos casos tomar en su poder los nombramientos de los obispos. Ejemplo de las ideas de esta época es el pensamiento de Jacques Bossuet (1627-1704) quien consideraba que la monarquía era la forma de gobierno más natural, sobre todo si es hereditaria. Era sagrada y absoluta. Para él, el rey representa a la Majestad divina: «en los reyes… estáis viendo la imagen de Dios». La Iglesia durante este período no estuvo ajena a estas influencias. Podemos ver algunos pontificados como el de Clemente XIV (1769-1774), durante el cual se suprimió la Compañía de Jesús, como ejemplos de estas intromisiones y de la expresión de la autoridad al modo absolutista.

Este perfil continuó desarrollándose durante el tiempo siguiente. A fines del siglo XIX, el papa Pio IX (1846-1878), en medio del proceso de la unificación italiana, conocido como Risorgimento convocó a una instancia sinodal a gran escala: el Concilio Vaticano I (1899-1870) para hacer frente, entre otras cosas, a las ideas racionalistas y al galicanismo o la tendencia existente en Francia de sustraerse a la jurisdicción del papa, consecuencia en parte del tiempo del iluminismo. Además, este Concilio se ocupó de temas de doctrina (infalibilidad papal), disciplina, vida religiosa, misiones, iglesias orientales y temas político-religioso.

4. La tradición sinodal hispanoamericana

Desde sus orígenes la Iglesia en Hispanoamérica se caracterizó por su sinodalidad, es decir por tomar las decisiones más relevantes a través de una asamblea. Aunque ninguno de los obispos americanos participó del Concilio de Trento (1545-1563), desde los inicios de la obra evangelizadora fue promovida activamente a partir de asambleas eclesiales. Los concilios provinciales y sínodos diocesanos en América tuvieron una recepción perdurable. Estas asambleas tuvieron la finalidad de aplicar los decretos tridentinos en tierras americanas en un contexto espacio-cultural completamente distinto al europeo. Esto no significó, sin embargo, que sus modelos y formas normativas no estuvieran impregnadas de los modelos surgidos de la rivalidad confesional europea como se ha indicado anteriormente. Por el contrario, precisamente esta característica facilitó la tarea organizativa y normativa de la nueva Iglesia Hispanoamérica, e inclusive la temprana tarea de la organización del estado, en la cual la Iglesia asumió una función ineludible, pues alcanzaba zonas en donde el poder virreinal no podía llegar. Estos concilios fueron de fundamental importancia para el ordenamiento americano y para una primera implantación de un orden normativo eclesiástico-civil.

Ya desde el inicio podemos ver en Juntas de México (1528-1548), en las que el primer obispos de México Juan de Zumárraga desempeñó un rol fundamental, una forma horizontal de toma de decisiones frente a la urgencia de la conquista y la evangelización.[12] Posteriormente en Latinoamérica se celebraron entre los siglos XVI y XVIII más de 20 concilios provinciales, , entre ellos los más famosos por su obra pastoral, el III Concilio de Lima (1582-1583) promovido por Toribio de Mogrovejo o el III Concilio de México (1585) por Moya de Contreras sino también innumerables sínodos diocesanos ―unos 57 sólo entre 1539 y 1639―, entre los que se destacan los 16 sínodos diocesanos de Santo Toribio al estilo de San Carlos Borromeo en Milán y los primeros en territorio rioplatense celebrados en la diócesis de Tucumán (Santiago del Estero 1597, 1606 y 1607) a instancias del obispo Trejo y Sanabria, precursor de la organización de la iglesia argentina a través de la creación de un colegio seminario en Santiago del Estero, de la defensa de los indios, entre otras iniciativas; y casi un centenar de sínodos diocesanos hasta el siglo XVIII, lista que aún está abierta a la investigación.[13]

De todas estas asambleas, ya sean las regionales o las diocesanas, surgieron los instrumentos pastorales como Catecismos o directorios de confesores textos que:

«se presentaban como un recurso al cual el misionero podía recurrir con facilidad en búsqueda de inspiración para seleccionar y organizar contenidos que convenía incluir en la instrucción de neófitos (…) y son testimonio elocuente del eficaz y permanente esfuerzo de la Iglesia por insertarse en aquellas culturas que todavía no tenían noticas de Cristo para fecundarlas con la fuerza salvífica del su Evangelio».[14]

A través de los Concilios y Sínodos la Iglesia defendió al indio a través de leyes eclesiástico-políticas con un valor jurídico objetivo: «que estos Concilios y Sínodos no fueran letra muerta nos lo muestran millares de documentos, centenares de parroquias que poseían sus textos junto a la Biblia y al Misal, innumerables visitas realizadas para que se aplicara lo dispuesto».[15]

Durante el siglo XIX y particularmente en el XX también la iglesia en Latinoamérica se expresó de manera sinodal. En primer lugar, el Concilio Plenario Latinoamericano (Roma, 1899) puede señalarse como un punto trascendente en la creación de una conciencia de unidad del episcopado latinoamericano como tal. Su finalidad principal tenía que ver con establecer alguna regla común frente a los gobiernos liberales de las nuevas naciones independientes, precisar temas disciplinarios y litúrgicos y tener un mayor acercamiento a la iglesia de Roma en tiempos de regalismo. De él se hicieron eco los primeros sínodos y reuniones del episcopado latinoamericanos del siglo XX.[16]

A partir de la propuesta nacida de la primera Conferencia del episcopado latinoamericano de Río de Janeiro (1955) Pío XII (1939-1958) crea el CELAM. Luego del Vaticano II, la recepción de la conciencia conciliar se expresó a través de las siguientes conferencias: Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007), las cuales marcaron el ritmo de la sinodalidad latinoamericana en respuesta a los problemas socio-políticos de esas diversas épocas, con la intención de dar respuestas concretas a las problemáticas de los pueblos latinoamericanos en nuestra realidad inculturada. A la vez, la iniciativa de varias iglesias posconciliares por recibir el Concilio marcó un nuevo ritmo de sínodos diocesanos.[17]

5. La creación de las Consejo Episcopal Latinoamericano (1955), el Concilio Vaticano II (1962-1965) y la institución del Sínodo de los Obispos (1965)

Durante el siglo XX el mundo comenzó a experimentar profundos cambios que lo transformarían en un cosmos global hacia el final de esa centuria con avances tecnológicos jamás vistos. Precisamente ese siglo quedó marcado por hondos cambios geopolíticos que desplazaron los centros de influencia hacia otras partes de la tierra, dispersando los lugares de influencia, como ha sucedido con el crecimiento de Estados Unidos y Rusia, así como posteriormente de otros países de Asia, África o Latinoamérica.

El número y vitalidad de las iglesias dispersas en un mundo había crecido y habían cobrado mayor relevancia. Muchas de ellas, lejanas a las antiguas iglesias europeas y receptoras de las semillas de la misión que de ellas habían provenido, comenzaron a convertirse en este tiempo en protagonistas en la vida de la Iglesia. Las iglesias comienzan a tener una autoconciencia histórica y cultural y asumen roles distintos en la dinámica de la totalidad eclesial. En ella emergen nuevos centros y así se convierte gradualmente en una realidad multicéntrica, proceso que se acelera por la velocidad en la comunicación.

Como se indicó más arriba, durante el pontificado de Pio XII comenzó a promoverse este proceso de descentralización con gran impacto en la vida de las iglesias de África, Asia, Oceanía y América Latina, en especial luego de la segunda guerra mundial; ellas se volvieron un poco más autónomas, se sintieron más responsables de la misión universal de la Iglesia y aportaron no sólo una visión de conjunto desde su problemática particular sino la riqueza propia de su identidad; y la Iglesia fue consciente del valor que ello comportaba. Es en esta época que encontramos una plasmación concreta de esa realidad: el nacimiento de organismos eclesiales continentales. Pio XII acepta la creación del CELAM, un organismo de colegialidad en una forma original, diferente de los sínodos continentales o los concilios regionales. De la misma manera surgen este tipo de organismos en el resto de los continentes como, por ejemplo: Federación de conferencias de los obispos de Asia, Asociación de conferencias episcopales de África central, Asociación de conferencias episcopales en África oriental, del África occidental francófona y anglófona, conferencia episcopal del África occidental, Federación de conferencias de obispos católicos de Oceanía, etc.

Estas iglesias dependientes comenzaron a actuar partiendo de sí mismas, pero confluyendo en la unidad y llevaron así sus inquietudes hasta el aula conciliar durante el Vaticano II. Los nuevos desafíos de la Iglesia en el mundo contemporáneo impulsaron la reflexión eclesiológica acerca de la naturaleza de la Iglesia. El Concilio Vaticano II (1962-1965) reunió a obispos de los lugares más lejanos de la tierra que llevaron su problemática concreta a la discusión sinodal. Juan XXIII (1958-1963) tenía una idea clara respecto de que un Concilio podría ser el medio para que la Iglesia reflexionara sobre sí misma, su renovación y la preocupación pastoral ante el momento en que se hallaba. Sin embargo, en el desarrollo del Concilio, el papa prefirió actuar discretamente, aunque con algunas intervenciones en momentos decisivos, para garantizar la libertad de la gran asamblea en marcar el rumbo. Nunca quiso imponer un texto que no hallara un amplio consenso y generó así una conciencia conciliar, es decir, una asunción práctica por parte de los padres, de manera colegial, de la naturaleza y objetivos del Concilio.[18]

Gracias al impulso conciliar, la Iglesia en las distintas regiones del mundo, halló una expresión concreta que manifestara equilibradamente la unidad de la Iglesia universal que se hace presente de forma particular en la cultura de cada continente. Desde la institución del Sínodo de los Obispos por partes de Pablo VI (1963-1978), el 15 de septiembre de 1965, se han celebrado 15 Asambleas Ordinarias, 3 Extraordinarias y 11 Especiales, de las cuales 7 han sido continentales. Esta doble dimensión se ve con gran claridad en los sínodos continentales celebrados en el itinerario de la preparación al Gran Jubileo del año 2000 desde 1994, en los que Juan Pablo II (1978-2005) indicaba la exigencia de que fueran de carácter continental.[19] Estos documentos postsinodales procuran, en ese espíritu, inculturarse en las preocupaciones y desafíos característicos de cada continente y así expresan en sus nombres lo encarnado y lo trascendente de la Iglesia en clave cristológica: Ecclesia in Africa, Ecclesia in Asia, Ecclesia in America, Ecclesia in Europa, Ecclesia in Oceania.[20]

A partir de la llegada de Francisco (2013) a la iglesia de Roma la sinodalidad se muestra como un medio eficaz para atender a los problemas concretos de la labor pastoral en su aquí y ahora; los temas de la evangelización, la familia, los jóvenes o el ecosistema están en el centro de sus preocupaciones y gran parte de su magisterio se origina principalmente a partir de las deliberaciones surgidas de los Sínodos de los obispos. De esta forma no sólo expresa una forma sinodal en la búsqueda de soluciones a los problemas de toda la Iglesia, sino que promueve una reforma sinodal en todos los niveles.

Material suplementario
Bibliografía
Comissione Teologica Internazionale, La sinodalità nella vita e nella missione della Chiesa. Città del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 2018; en castellano: Comisión Teológica Internacional. La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia. Buenos Aires: Agape, 2018.
Durán, Juan Guillermo, Monumenta Catechetica hispanoamericana III. Buenos Aires: Publicaciones de la Facultad de Teología, 1984- 2017.
Dussel, Enrique, El episcopado latinoamericano y la liberación de los pobres 1504-1620. México: Centro de reflexión cristiana, 1979.
Francisco, Discurso en la Conmemoración del 50 aniversario de la Institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015 en: AAS 107 (2015) 1139.
Galli, Carlos María, «Caminar juntos en la audacia del Espíritu. El documento de la Comisión Teológica Internacional sobre la sinodalidad de la Iglesia». En L’Osservatore romano (edición semanal en lengua castellana) 18 de mayo de 2018.
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Klueting, Harm, Das Konfessionelle Zeitalter. Europa zwischen Mittelalter und Moderne. Kirchengeschichte und allgemeine Geschichte. Darmstadt: Ulmer, 2007.
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Navarro Espinach, Germán, «Las cofradías medievales en España», Historia 396 (2014): 107-133.
Obras Misionales Pontificias, ed., La Iglesia en el mundo. Exhortaciones apostólicas postsinodales de los cinco continentes. Madrid: BAC, 2011.
Schatz, Klaus, Konzil und Konfessionalisierung. Das Tridentinum (1546-1563). En Klaus Schatz, Allgemeinen Konzilien – Brennpunkte der Kirchengeschichte. Paderborn: Schöningh, 1997.
Tavelli, Federico, Las naciones en el Concilio de Constanza. Castilla en el camino a la unidad. Buenos Aires: Agape, 2018.
Notas
Notas
[1] Véase Juan Guillermo Durán, Monumenta Catechetica Hispanoamericana (s. XVI-XVIII), 3 volúmenes (Buenos Aires: 1984-2017).
[2] Cf. Comissione Teologica Internazionale, La sinodalità nella vita e nella missione della Chiesa (Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 2018); en castellano: Comisión Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia (Buenos Aires: Agape, 2018) (en adelante: Sinodalidad). Para una introducción al texto véase: Carlos María Galli, «Caminar juntos en la audacia del Espíritu. El documento de la Comisión Teológica Internacional sobre la sinodalidad de la Iglesia» en: L´Osservatore romano (edición semanal en lengua castellana) 18 de mayo de 2018, 6-8. Carlos María Galli, «La figura sinodal de la Iglesia según la Comisión Teológica Internacional» en: Rafael Luciani, María Teresa Compte eds., En camino hacia una Iglesia sinodal. De Pablo VI a Francisco (Madrid: PPC, 2020) 111-113. Sinodalidad, 5-6. Véase también Hervé Legrand, «La sinodalità al Vaticano II e dopo il Vaticano II» en: Associazione Teologica Italiana, Chiesa e Sinodalità. Coscienza, forme, processi (Milano: Glossa, 2007), 67-108.
[3] Sinodalidad, 55.
[4] Francisco, Discurso en la Conmemoración del 50 aniversario de la Institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015 en: AAS 107 (2015) 1139.
[5] Sinodalidad 71, 77, 85, 94.
[6] Cf. Germán Navarro Espinach, «Las cofradías medievales en España», Historia 396 (2014) 107-133. Véase también: Gerhard Krieger, ed., Verwandschaft, Freundschaft, Bruderschaft. Sozialen Lebens und Kommunikationsformen im Mittelalter (Berlin: Akademie Verlag, 2009).
[8] Véase Federico Tavelli, Las naciones en el Concilio de Constanza. Castilla en el camino a la unidad (Buenos Aires: Agape, 2018).
[9] Harm Klueting, Das Konfessionelle Zeitalter. Europa zwischen Mittelalter und Moderne. Kirchengeschichte und allgemeine Geschichte (Darmstadt: Ulmer, 2007) 271.
[10] Sólo se permitió que conservaran su tradición las liturgias existentes desde más de 200 años, como el rito ambrosiano, el leonés o el de las órdenes mendicantes.
[11] Klaus Schatz, Konzil und Konfessionalisierung. Das Tridentinum (1546-1563) en: Klaus Schatz, Allgemeinen Konzilien – Brennpunkte der Kirchengeschichte (Paderborn: Schöningh, 1997), 283-187.
[12] Véase al respecto: Fernando Gil, “Primeras doctrinas del Nuevo Mundo”: estudio histórico-teológico de las obras de Fray Juan de Zumárraga (1548) (Buenos Aires: Universidad Católica Argentina, 1993).
[13] En el actual territorio argentino se celebraron también en este período en el mismo obispado de Córdoba del Tucumán, en la misma ciudad dos sínodos 1637 y 1644, por iniciativa del obispo Melchor Maldonado de Saavedra; ya en la nueva sede de Córdoba se celebraron otros dos sínodos en 1700 y 1701 a instancias del obispo Mercadillo, y el último en este obispado y para este período tuvo lugar en 1752 celebrado por Pedro Miguel de Argandoña Pasten. En la diócesis de Buenos Aires tuvo lugar un sólo sínodo celebrado por el dominico Fray Cristóbal de Mancha y Velasco en 1655.
[14] Véase Juan Guillermo Durán, Monumenta Catechetica hispanoamericana III (Buenos Aires: Agape, 2017).
[15] Enrique Dussel, El episcopado latinoamericano y la liberación de los pobres 1504-1620 (México: Centro de reflexión cristiana, 1979), 280.
[16] Primer sínodo de Tucumán 1905, IX sínodo de Córdoba 1906 (su antecedente el VIII de Córdoba en 1877), I sínodo de Paraná 1914, I sínodo de San Juan de Cuyo 1916. Para una visión sintética y profunda de la historia contemporánea de América Latina véase: Massimo de Giuseppe; Gianni La Bella, Historia contemporáneo de América Latina (Madrid: Turner, 2021)
[17] Primer Sínodo de Quilmes (1984), primer Sínodo de Viedma (1985), décimo Sínodo de Córdoba (1986), segundo Sínodo de Quilmes (1994), primer Sínodo de La Plata (1997), segundo Sínodo de Catamarca (1999), primer Sínodo de Santa Fe (1999) (se consigna solamente el año de publicación del documento final).
[18] Sugiero como una introducción a la historia del Concilio Vaticano II la lectura de la obra de Santiago Madrigal Terrazas, Tiempo de Concilio: el Vaticano II en los diarios de Y. Congar y H. de Lubac (Santander: Sal Terrae, 2009).
[19] Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, 10 de nov. 1995, AAS 87 (1995) 5-41, 14.
[20] Cf. Obras Misionales Pontificias, ed., La Iglesia en el mundo. Exhortaciones apostólicas postsinodales de los cinco continentes (Madrid: BAC, 2011).
Notas de autor
El autor se está desempeñando como investigador en Historia de la Iglesia Medieval y Moderna en la Universidad Albert-Ludwig de Friburgo (Alemania). Es, además, Coordinador del Instituto de Investigaciones Teológicas de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina.
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