Artículos

Violencia y memoria en nuestra Argentina contemporánea

Violence and Memory in our Contemporary Argentina

Ricardo R Albelda
Pontificia Universidad Católica Argentina, Argentina

Revista Teología

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN: 0328-1396

ISSN-e: 2683-7307

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 59, núm. 139, 2022

revista_teologia@uca.edu.ar

Recepción: 28 Septiembre 2022

Aprobación: 10 Octubre 2022



DOI: https://doi.org/https://doi.teo.59.139.2022.p263-280org/10.46553/

Resumen: La historia argentina del siglo XX está atravesada por la violencia. El desprecio del ordenamiento constitucional por el descrédito de la democracia liberal y la preferencia por gobiernos fuertes y autoritarios, dieron lugar a una espiral de barbarie atribuible, bajo responsabilidades distintas y sin distinción de ideología, a todos los actores sociales: políticos, militares, sindicalistas, periodistas, empresarios, miembros de la Iglesia, etc. Alcanzando su punto álgido de terror en el Proceso de Reorganización Nacional, el salvajismo esparció esquirlas de miedo, división y odio que llegan hasta nuestros días. Resulta preciso, por tanto, hacer una memoria común y plural del pasado –memoria del sentir subjetivo y del hecho objetivo–, con espíritu de humildad y magnanimidad, para la reconstrucción de un futuro común que nos integre a todos.

Palabras clave: Violencia, Memoria, Historia, Argentina .

Abstract: The Argentine history of the 20th century is crossed by violence. The contempt for the constitutional order due to the discredit of liberal democracy and the preference for strong and authoritarian governments, gave rise to a spiral of barbarism attributable, under different responsibilities and without distinction of ideology, to all social actors: politicians, military, syndicalists, journalists, businessmen, members of the Church, etc. Reaching its peak of terror in the National Reorganization Process, savagery spread splinters of fear, division and hatred that continue to this day. It is necessary, therefore, to make a common and plural memory of the past –memory of the subjective feeling and of the objective fact–, with a spirit of humility and magnanimity, for the reconstruction of a common future that integrates us all.

Keywords: Violence, Memory, History, Argentina.

Violencia y memoria en nuestra Argentina contemporánea[1]

La violencia de nuestro pasado reciente

La verdad histórica no es algo de naturaleza inasible sino más bien el resultado de un hallazgo plural. En efecto, responde a la aprehensión de acontecimientos debidamente constatados, pero desde cada subjetividad fragmentada. En este sentido, el acceso a la historia se da en el diálogo permanente entre hechos objetivos –ciertos–del pasado histórico e interpretaciones subjetivas –propias y/o ajenas, pretéritas o presentes– apropiadas desde distintas perspectivas complementarias.[2]

El pasado –fijo de una vez y para siempre– es complejo, y admite –de acuerdo a cada subjetividad– acercamientos incompletos pero absolutamente complementarios entre sí. La pluralidad de voces –entonces– es requisito sine quae non para aproximarse a la verdad histórica. Desde esta óptica, todo juicio sobre lo narrado históricamente debe evitar las visiones extremas tanto del objetivismo puro –pues termina siendo un idealismo– como del relativismo radical –pues existe una base histórica que no depende de nuestra subjetividad–.

Esta apropiación del hecho del pasado, por otra parte, no es algo exclusivo del historiador; cada sujeto [histórico] puede y debe hacerla, y de hecho lo hace en cada lectura de los hechos recordados. Con honestidad intelectual e imparcialidad histórica debemos decir que, hoy en día, nadie duda que el pasado reciente argentino está atravesado por una inaudita espiral de violencia.

¿Cuándo comenzó la violencia en la Argentina contemporánea? Cuando comenzó la intolerancia y el desprecio por el orden democrático republicano. Y ello fue cuando hubo gobiernos que ni observaron la soberanía del pueblo –que transfiere el poder a sus gobernantes y legitima su ejercicio–, ni respetaron los derechos inalienables de sus ciudadanos, ni garantizaron los principios de división de poderes ni de relaciones sociales establecidas de acuerdo a mecanismos contractuales, ni honraron las instituciones, la ley y/o nuestra Constitución Nacional sancionada en 1853. La voluntad de establecer el comienzo de la violencia argentina contemporánea a partir de la revolución de 1930 no es –a mi juicio– un criterio antojadizo.[3]

Efectivamente, la búsqueda –consciente o inconsciente– de otro tipo de organización jurídico-política, donde las libertades ciudadanas se restrinjan en favor de un Estado fuerte capaz de ordenar a una sociedad indisciplinada, ha sido una constante en el período 1930–1983. La precaria convivencia democrática presente solo durante breves períodos (1932–1943 [Justo, Ortiz, Castillo]; 1946–1955 [Perón]; 1958–1962 [Frondizi]; 1963–1966 (Illia]; 1973–1976 [Cámpora, Lastiri, Perón, Martínez de Perón]), fue quebrada continuamente por la incapacidad de los actores políticos por resolver conflictos de intereses. Efectivamente, acompañada por violencia verbal y física, resultaron constantes las exclusiones del proceso democrático de todo opositor político, las crisis económicas y el crecimiento del malestar social. Esa ineptitud política contribuyó a una opinión generalizada: el descrédito del orden republicano para conducir los destinos del país.

La pretensión por imponer un conjunto de ideas a la sociedad entera, no fue exclusividad de ningún actor: ni del peronismo[4] ni del antiperonismo[5]–ni de los que se mostraban fuera de esa antinomia–, ni del “partido militar”,[6] del poder económico, de los sindicatos, de la prensa o de la Iglesia. Sin embargo, todos ellos –por acción u omisión– tuvieron entre sus filas –en mayor o menor medida– germen de intolerancia y expresiones de violencia. En el plano histórico, ello abarca desde la proclama del presidente Uriburu de septiembre de 1930 («ajeno en absoluto a todo sentimiento de encono o de venganza, tratará el gobierno provisorio de respetar todas las libertades, pero reprimirá sin contemplación cualquier intento que tenga por fin estimular, insinuar o incitar a la regresión»)[7] hasta el último discurso de un presidente de facto argentino del siglo XX («La guerra librada contra la subversión y el terror organizado; esa contienda grave y cruel marcó huellas profundas en nuestra sociedad pero por sobre todo arrojó un resultado: dejo abierta la posibilidad de retornar al pleno imperio de las leyes de la república y la democracia»).[8]

Ningún sector político puede sentirse ajeno a esta responsabilidad de sembrar violencia: ni los gobiernos constitucionales (Perón y su “cinco por uno”,[9] Frondizi con el “Plan CONINTES”,[10] etc.), ni las FFAA, con su pretendido rol mesiánico asumido en pos de la moral y el orden público (Aramburu y la “Operación Masacre”,[11] Onganía y “la noche de los bastones largos”[12] o el “Cordobazo”,[13] etc.). Incluso, las presiones ejercidas por miembros de algunas corporaciones procedentes del sindicalismo combativo, de sectores integristas o tercermundistas de la Iglesia católica, de algunos medios de comunicación social o de grandes grupos económicos –dentro o fuera del poder político– hicieron de la violencia algo constitutivo de la realidad argentina. Y el silencio de muchos conciudadanos colaboró a modo de complicidad.

Ciertamente, el clima externo imperante en el marco de la “Guerra fría” (con la revolución cubana de 1959 a la vuelta de la esquina) tampoco ayudaba. Además de la política des-organizada, grupos subversivos de izquierda buscaban imponer un nuevo orden al calor de la “teoría de la dependencia” y del “foquismo”.[14] Y frente a ellos, las Fuerzas Armadas que pretendían, a partir de la “Doctrina de la Seguridad Nacional”, preservar el orden y los valores “occidentales y cristianos” en nuestra sociedad, prescindiendo de las instituciones democráticas.[15]

El conflicto local –peronismo vs. antiperonismo– se insertaría en este marco. La pregunta sobre “qué hacer con el peronismo., adoptaría así diferentes alternativas: proscripción política (gobiernos de Aramburu, Guido, Onganía, Levingston), inclusión parcial –sin Perón– o progresiva (gobiernos de Lonardi, Frondizi, Illia, Lanusse), o incorporación definitiva en la escena política (gobiernos de Cámpora, Perón, Martínez de Perón); estas “soluciones” obtendrían sus correspondientes respuestas: la resistencia peronista –tanto a nivel sindical, estudiantil o de la Juventud Peronista– o las luchas por la “cuestión peronista” en las FFAA –azules y colorados, por ejemplo–[16] o desde ellas –Revolución Libertadora de 1966, por ejemplo, en pos de un proyecto fundacional de país–. A la proscripción electoral –acompañada de despojos, agravios, detenciones, asesinatos y exilios, con un espíritu revanchista– le correspondería el “luche y vuelve”[17] que incluía desde la paralización del país hasta el enfrentamiento armado. Y entre medio, grupos de poder aguzando para uno u otro lado.

Pero lo particular de la situación argentina es que todo se hallaba entremezclado. Los límites entre violencia de izquierda o de derecha política, violencia militar o paramilitar, violencia peronista o antiperonista, violencia “de arriba” (de la clase dirigente) o violencia “de abajo” (del ciudadano común) resultaban difusos.[18] Lo que ciertamente unía a todos estos grupos era la prédica antiimperialista: prescindiendo del ordenamiento constitucional, la legitimidad de gobierno y/o la unidad de la nación, debía fundar sus bases o bien en el campo social (lo popular, entendido como el “peronismo”), o bien en el campo cultural (lo religioso, entendido como lo “católico”), o bien en ambos (el “catolicismo peronista”). En estas coordenadas, las Fuerzas Armadas –la “oficial” (FFAA) pero también las “revolucionarias de izquierda” (como las Fuerzas Armadas Revolucionarias) o las “peronistas” (como las Fuerzas Armadas Peronistas)– pretendían ser garantes del orden proyectado. Como era de esperarse, este ultranacionalismo socio-cultural que busca encauzar toda la sociedad bajo un dogmatismo de ideas (llámese integrismo de derecha o de izquierda) se da de bruces contra una democracia liberal, en tanto ella puede favorecer intereses foráneos ajenos al sentir del pueblo argentino y generan confusión y desviación de algún mítico Bien Común nacional.

Cuando el asombro y el miedo por el terrorismo parecía haber alcanzado su límite –la así llamada “Década infame” de los años 30 parecía ser un cuento de hadas frente al caos del tercer gobierno peronista y la “Triple A”–[19] apareció la violencia sin límites. Un espiral orgánico de terror se consumó con el Proceso de Reorganización Nacional (1976–1983), que adoptó formas que suponen una ruptura social y ética sin simetría ni comparación con cualquier otra de la historia argentina reciente. Víctimas y victimarios, actuaciones, silencios y complicidades que hicieron tocar fondo a toda la sociedad sin exclusión alguna.

El vaciamiento del país en manos de grupos financieros extranjeros y de grandes corporaciones nacionales beneficiadas por la política económica imperante, es parte del dolor. Junto a ello, las miserias de los actores políticos y militares, las complicidades de la prensa, las tibiezas de ciertas voces que necesitábamos escuchar… Y la guerra absurda de Malvinas (1982) contra Gran Bretaña como estocada final. Aun con todo ello, fue la atroz violación sistemática de los derechos humanos por parte del Estado –supuesta necesaria respuesta frente a la barbarie ejercida por la guerrilla urbana y rural– la expresión máxima del horror. Ese Estado, que debió ser garante del Estado de derecho frente a la ciudadanía, torturó, perpetró la desaparición de personas (sin distinción de ideas, edades ni condiciones sociales o religiosas) y asesinó. Se produjo así un quiebre moral institucional, una conciencia de atravesar un umbral hacia el infierno tan temido. Y estando allí, el único deseo de que todo terminara, de acabar con ese laberinto infinito de pólvora, hastío, terror y muerte. ¿Cómo superar esa experiencia?

El lugar de la memoria en la reconstrucción de la Nación

Casi veinte años después de la finalización de aquel Proceso de Reorganización Nacional, la Comisión Permanente del Episcopado Argentino, expresaba el deseo de ser Nación en relación con la crisis inédita –coyuntural e histórica– que sufría nuestra patria y que suponía «un largo proceso de deterioro en nuestra moral social, la cual es como la médula de la Nación, que hoy corre el peligro de quedar paralizada»[20]. La Asamblea Plenaria del año siguiente (2002), retomaba esta idea señalando que «debemos pasar del deseo de ser Nación a construir la Nación que queremos. Por eso es necesario buscar los medios para que todos los ciudadanos del país determinen por consenso qué Nación queremos ser».[21] Incluso, antes de las elecciones nacionales de 2003, los obispos convocaron a los argentinos a «recrear la voluntad de ser Nación».[22] Y la misma Asamblea Plenaria, un año después de este llamamiento, iría más lejos afirmando «Hoy decimos a todos que no solo “queremos ser Nación” sino que necesitamos ser Nación, .cuya identidad sea la pasión por la verdad y el compromiso por el bien común”»[23]

Diecisiete años después, esa necesidad está más latente que nunca. El endiosamiento del Estado o su envilecimiento, los proyectos sectoriales que no incluyen a todos, el populismo,[24] el cortoplacismo y la corrupción, la violencia verbal y física, la cultura del descarte –por edad o condición cultural, social o sexual–, la crisis económica del capitalismo y el crecimiento de la conflictividad, junto con un amplio abanico de etcéteras, son males que parecen ser endógenos a la realidad argentina y que requieren del compromiso de todos para la búsqueda del Bien Común, en el respeto de las instituciones democráticas. Entre todo ello, se presenta la fragmentación de nuestra sociedad fruto de aquel pasado en “eterno retorno” que nos lastima y provoca.

En conversación con el periodista Ernesto Tenembaum en Radio con Vos del pasado 4 de junio, y ante la pregunta sobre «¿cómo se sale del odio?», el ex presidente uruguayo José “Pepe” Mujica señaló: «hay heridas que hay que ponerlas en la mochila y aprender a andar con ellas, y no ponerse a pasar cuentas porque viven para atrás y la vida es hacia adelante (…) Lo que importa es mañana, es el porvenir, lo que importa es discutir una salida, la esperanza. Lo que fue sirve para aprender, pero no sirve para cobrar, porque hay que aprender que en la vida hay cuentas que no se cobran, porque el tiempo pasa (…) Porque de lo contrario estamos paralizados (…) El fanatismo es una enfermedad, es pariente del amor porque el amor es ciego (¡y vaya que el amor es ciego!); pero el amor es creador al final, mientras que el fanatismo es destructor, destruye hacia fuera y destruye hacia dentro. Si nos pasamos la vida pasándonos cuentas no nos ocupamos de lo que vamos a hacer mañana».[25]

La violencia de la Argentina del siglo XX, es una cuenta pendiente que aún nos duele.[26] De un lado y de otro, por izquierda y por derecha, civiles y militares, obreros y empresarios, ricos y pobres, educados e ignorantes, hubo victimarios: gente que –con sus manos, su boca o su silencio– fue germen de violencia. La misma Iglesia –como actor social protagónico– estuvo, desgraciadamente, no solo en la vereda de los mártires: ¿acaso las legítimas opciones por los más necesitados o por preservar aquel orden “occidental y cristiano”, no llevó a algunos de sus miembros por caminos no evangélicos? Dentro de la esfera civil, tampoco todos fueron víctimas: una cosa es la pluralidad, discrepancia y batalla ideológica-cultural-social en el marco del respeto de las instituciones, y otra justificar que por alguna violencia sea lícita otra; una cosa es enfrentar a los elementos subversivos de la sociedad con bases legales, y otra muy distinta es desarrollar un terrorismo de Estado. Si bien las responsabilidades que le caben a cada sector y a cada protagonista –tanto en la sociedad civil como en el ámbito eclesial– son absoluta y llanamente disímiles, no es esto lo que pretendo poner de relieve.

Hoy la inmensa mayoría de los connacionales es víctima. Víctimas de una sociedad dividida que no puede reconciliarse con su pasado. Víctimas de una violencia –“felizmente”, aunque no solo– discursiva, que nos devuelve a una herida abierta que no hemos podido cicatrizar. «Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud» (Zorrilla), las disputas del pasado gozan de enorme vigencia. Porque «la ruina es la misma para vencedores y vencidos» (Demócrito), urgen, entonces, caminos de diálogo y concordia frente a la fragmentación social. Pero, ¿por dónde comenzar a construir un espíritu de fraternidad?

Ciertamente, la búsqueda de la unidad nacional no implica olvidar. Aun cuando quisiéramos callar o negar el recuerdo del dolor vivido, tampoco podríamos pues estamos construidos desde allí: por así decirlo, somos nuestra misma memoria. De allí que la memoria resulta vital para los seres históricos: nos permite asumir el pasado (condición de posibilidad para superar las heridas padecidas), entender el presente y proyectar un futuro común. Tener la vista exclusivamente estancada en el pasado, con el solo fin de cobrar la deuda generada por la violencia pasada, no es memoria: es duelo no superado –por culpa mía, suya y/o de otros– o lisa y llanamente, ideología. Como decía el escritor británico Lewis Carroll «¡qué pobre memoria aquella que solo funciona hacia atrás!» La memoria, que no implica desechar la justicia en pos de la necesaria reconciliación, exige no anclarse en el pasado.

Efectivamente, la memoria es necesaria para la construcción del futuro. En primer lugar, la necesidad de la memoria subjetiva –los sentimientos y las creencias personales– en pos de la verdad: ¿cómo desechar el dolor memorioso de una madre que ha perdido a su hijo? Pero en tanto fuertemente signada por la emocionalidad, tampoco puede ser criterio único y determinante de la memoria que ilumina mi presente y forja un futuro. Porque como sucede con todo trauma, recordamos algunos hechos y olvidamos otros. Y porque también, cuando se trata de un futuro común, esa memoria también puede ser manipulada para intenciones non sanctas.

Hace falta también la memoria de acontecimientos, protagonistas, palabras e ideas debidamente constatados. No se trata exclusivamente de hacer memoria de lo que siento o de lo que quiero (de lo que sentimos o de lo que queremos): se trata hacer memoria de lo que fue a partir de lo que podemos reconstruir de la realidad. Y para ello, como se dijo con la historia, nada mejor que una pluralidad de voces, un concierto polifónico de memorias: las huellas de la memoria colectiva transmitida por y entre generaciones son el material del conocimiento histórico.

No deberíamos pretender construir una Nación con una uniformidad de criterios y visiones sobre el pasado, como tampoco sin las diferencias objetivas del presente. ¿No es el pluralismo y la diversidad una riqueza a ser reconocida? La exclusión del otro –la “grieta”– nos empequeñece a todos –ayer, hoy y siempre– pero principalmente a nosotros. La justicia, tan largamente esperada, solo será posible a partir de la memoria común y plural en búsqueda sincera de la verdad que nos interpela. Eso desechará miradas parciales, evitando teorías de uno o dos demonios, por ejemplo, en la historia argentina reciente.[27]

Alguien dirá que estamos en la época del subjetivismo, del relativismo y de la pos verdad:[28] la época de la distorsión deliberada de la realidad objetiva y del triunfo de lo que aparenta ser verdad; siendo así, hacer hoy una auténtica memoria en conjunto resultaría imposible. Y podría tener razón… Por eso, más que nunca en estos tiempos, el camino para construir aquella Nación que queremos y necesitamos, debe ser inverso al seguido tradicionalmente: desde un común proyecto de futuro, debemos pensar el presente y rememorar –solo cuando llegue el kayrós [o tiempo oportuno]– las que serán cicatrices del pasado.

Ser Nación en la Argentina de hoy, se construye desde un proyecto de futuro, el deseo actual de seguir andando juntos y la conciencia de un pasado común fundado sobre el orden constitucional; aun cuando ese pretérito sea interpretado, vivido y sentido de manera distinta. Como decía Ernst Renán, una Nación se forja con «una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de aquellos que todavía se están dispuesto a hacer. Supone un pasado; sin embargo, se resume en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común».[29] La reconciliación no se impone, sino que exige la libertad de las partes; aunque anhelada hoy, su exigencia solo nos devuelve hacia la herida del pasado y no nos permite avanzar: mejor trabajemos en el presente por la fraternidad que nos coloca en un futuro común. El resto «vendrá por añadidura» (Mt 6,33).

En la misma entrevista a Mujica antes mencionada, y ante la pregunta sobre de dónde saca fuerza para no volver el tiempo atrás, el ex presidente uruguayo responderá: «es una actitud cultural. Yo no soy creyente, pero trato de leer los libros viejos pues a veces encierran muchísima sabiduría. Aquel decir bíblico del hombre que puso una mejilla, es una brutal manera de desarmar al iracundo. Es una metáfora que da una imagen: si quien me agrede le pago con una agresión me va a contestar igual y seguimos en la misma. La manera de desarmarlo moralmente es decirle: “¡Venga! ¡Denme un abrazo!” y le doy un saludo. “Vamos a empezar por tomar unos mates, aunque mas no sea”. A la larga es la manera de poder construir algo (…) Yo creo que se gana más con la palma de la mano, con una caricia, con un gesto que con una agresión»[30]

¿Y qué hacer hoy, entonces, con la memoria? Preservarla, alimentarla y profundizarla, conservarla paciente y fidedignamente, hasta que llegue la hora de compartirla y debatirla con el ánimo sosegado. «Todo tiene su momento oportuno y hay un tiempo para todo», dirá el Qohelet (Qo 3,1). Habrá pues que «desensillar hasta que aclare»,[31] porque lo que nos debemos ahora y de forma urgente, es el diálogo sobre el presente, que nos permita llegar a acuerdos sobre el futuro a largo plazo que nos espera. La discusión sobre la violencia del pasado –que reparte culpas a diestra y siniestra, y que muchos pretenden poner prioritariamente sobre la mesa del diálogo–, responde a visiones heridas, pero también –desgraciadamente– a otras muy mezquinas para el único beneficio de unos pocos. Sin renunciar nunca a la memoria, quizás haga falta cultivar un espíritu de renunciamiento, de humildad y de magnanimidad para superar el individualismo que corroe la fraternidad nacional.

Asumiendo esta perspectiva, en noviembre de 2012 los obispos argentinos reunidos en el marco de la 104° Asamblea Plenaria, han dado a conocer una Carta al pueblo de Dios. En el marco de algunas afirmaciones por parte del ex presidente de facto durante la última dictadura militar –Jorge R. Videla– que atribuyen a quienes entonces conducían el Episcopado alguna complicidad con hechos delictivos, señalaban que «conocemos los sufrimientos y reclamos de la Iglesia, por tantos desaparecidos, torturados, ejecutados sin juicio, niños quitados a sus madres, a causa del terrorismo de Estado. Como también sabemos de la muerte y desolación, causada por la violencia guerrillera. No podemos ni queremos eludir la responsabilidad de avanzar en el conocimiento de esa verdad dolorosa y comprometedora para todos. A pesar de que la historia vivida no se deja desentrañar fácilmente, y tampoco la responsabilidad que cabe a cada persona, nos queda la preocupación por completar un estudio demorado pero necesario».[32] Y más adelante expresan: «Nos sentimos comprometidos a promover un estudio más completo de esos acontecimientos, a fin de seguir buscando la verdad, en la certeza de que ella nos hará libres (cf. Jn 8,32). Por ello nos estamos abocando a revisar todos los antecedentes a nuestro alcance. Asimismo alentamos a otros interesados e investigadores, a realizarlo en los ámbitos que corresponda»[33]

La invitación de la Conferencia Episcopal ha hallado eco en la Facultad de Teología de nuestra Universidad. En mayo de 2018 constituyó un equipo de trabajo interdisciplinario para investigar La actuación de la Iglesia católica en la espiral de la violencia en la Argentina (1966–1983). A partir de un trabajo de relevamiento de fuentes, reflexión y elaboración de textos, los autores sometieron sus investigaciones a evaluadores internos y externos, a fin de enriquecer los propios escritos que formarán parte de un primer momento histórico – narrativo – documental. En la actualidad, se está trabajando en un segundo momento dedicado a hacer lecturas hermenéuticas – teológicas – interdisciplinarias a partir de los temas históricos estudiados en el primer momento.

Deseamos ser Nación, debemos construir la Nación que necesitamos. En septiembre de 1970 desde el exilio, Juan Domingo Perón le envió una carta al líder opositor Ricardo Balbín donde le decía: «juntos y solidariamente unidos no habrá fuerza política en el país que pueda con nosotros y ya que los demás no parecen inclinados a dar soluciones, busquémoslas entre nosotros…, ello sería una solución para la Patria y para el Pueblo Argentino». Dos años después, a su regreso del exilio (1972), esa voluntad de construir la unidad nacional quedó sellada con un abrazo entre ambos. Y ante el fallecimiento de Perón el 1 de julio de 1974, el mismo Balbín decía «este viejo adversario, despide a un amigo».

¿Estamos los argentinos tan lejos de esta actitud histórica para deponer las divisiones del pasado –que supone la memoria y la justicia –, asumir el diálogo en el presente –que se realiza en la unión de verdad y caridad– y poner nuestra mirada en el futuro –en pos de la fraternidad social–?

Bibliografía

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Torre, Juan Carlos Torre, dir., Nueva Historia Argentina. Los años peronistas (1943-1955). Buenos Aires: Sudamericana, 2002

Walsh, Rodolfo. Operación Masacre. Buenos Aires: Libros del Asteroide, 20183

Notas

[1] Esta colaboración se inserta en el homenaje a Mons. Dr. Juan Guillermo Durán, miembro del Consejo Académico de nuestra Facultad de Teología, director de su Departamento de Historia y profesor Emérito de esta Pontificia Universidad Católica Argentina. Su aporte insustituible para potenciar el pensamiento crítico entre alumnos y colegas, apreciando la historia como disciplina científica que ayuda a comprender la sociedad actual –evitando la repetición de errores y afrontando los recurrentes desafíos bajo nuevas formas– y, muy particularmente, su pasión para conocer, amar y servir a nuestra Iglesia latinoamericana y Argentina (en especial, en lo relativo a la devoción a nuestra querida Madre de Luján), reflejan los méritos sobresalientes para este reconocimiento. Con estas breves líneas, quiero agradecerle su enseñanza (pasado), su confianza (presente) y su compromiso (futuro) para conmigo, en este caminar histórico por la querida Facultad de Teología.
[2] «Los descubrimientos pueden ser equivalentes, aunque obtenidos a partir de conjuntos de preguntas previas diferentes; pueden ser expresados en términos diferentes y conducir, así, a secuencias diferentes de preguntas ulteriores. Aun cuando los resultados sean muy semejantes, los relatos serán escritos para lectores diferentes, y cada historiador tiene que prestar especial atención a lo que sus lectores fácilmente pasarían por alto, o apreciarían de manera equivocada. Tal es el perspectivismo. Este término puede ser empleado en un sentido amplio para referirse a cualquier caso en el que historiadores diferentes tratan de manera distinta la misma materia. Pero su significación propia es del todo específica… el proceso histórico y, dentro de él, el desarrollo personal del historiador, originan una serie de puntos de vista diferentes. Los puntos de vista diferentes dan lugar a procesos selectivos diferentes. Los diferentes procesos selectivos producen historias diferentes, que: 1) no son contradictorias entre sí; 2) no constituyen una información ni una explicación completa; 3) pero sí son un cuadro representativo, incompleto y aproximado de una realidad enormemente compleja» Bernard Lonergan, Método en teología (Salamanca. Sígueme, 20066), 211-212.
[3] Cabe señalar que la revolución de 1930 inauguró un hecho inédito dentro del ordenamiento democrático nacional: fue la primera ruptura institucional donde el sucesor presidencial no resultó ser el vicepresidente en ejercicio. Efectivamente, desde las “presidencias históricas” argentinas (1862), frente a una interrupción del mandato presidencial (renuncia por avatares políticos o por cuestiones de salud), el vicepresidente en funciones ejercía el gobierno: fueron los casos de Carlos Pellegrini (1890–1892, continuando el mandato de Miguel Juárez Celman, elegido en 1886), José Evaristo Uriburu (1895–1898, continuando el mandato de Luis Sáenz Peña, elegido en 1892), José Figueroa Alcorta (1906–1910, continuando el mandato de Manuel Quintana, elegido en 1904) y, finalmente, Victorino de la Plaza (1913–1916, continuando el mandato de Roque Sáenz Peña, elegido en 1910). Desde 1930, por el contrario, la democracia liberal convertida en institución absolutamente prescindible por parte de la opinión generalizada, todo nuevo presidente procedente del derrocamiento del inmediato anterior, no contaba con experiencia en cargos ejecutivos del gobierno saliente.
[4] El peronismo –que debe su nombre a su fundador, Juan Domingo Perón– es un movimiento nacionalista sui generis con anclaje en lo popular. Aun cuando la “doctrina peronista” llame a construir una nación socialmente justa (equitativa redistribución de bienes en la sociedad), económicamente libre (equidistante de cualquier imperialismo foráneo) y políticamente soberana (solo respondiendo a la voluntad popular), Perón logró que tal enunciación de principios estuviera dotada de flexibilidad y adaptabilidad acorde con las circunstancias con las que se enfrentara. Efectivamente, la conducción verticalista del caudillo –propia de su origen militar– evidenció a un Perón pragmático ante los avatares políticos, sin necesidad de definirse teóricamente desde la derecha o la izquierda o desde la revolución o la conservación del status quo. Cf. Carlos Floria y César A. García Belsunce, Historia política de la Argentina contemporánea 1880–1983 (Buenos Aires: Alianza Universidad, 1986), 144ss.
[5] Durante la segunda presidencia de Perón (1952–1955) «la consagración del peronismo como único movimiento nacional eliminó todo vestigio de pluralismo en la vida política: las otras expresiones partidarias fueron relegadas a una existencia casi clandestina, la afiliación al partido oficial pasó a ser requisito para el desempeño de cargos en la administración, las imágenes de Perón y Evita se multiplicaron en los libros de lectura de la escuela primaria y en los sitios más diversos del espacio público. Esta presión unificadora venía acompañada por la retórica propia de una tentativa fundacional» Juan Carlos Torre, dir., Nueva Historia Argentina. Los años peronistas (1943-1955) (Buenos Aires: Sudamericana, 2002), 57. Luego de la muerte de su segunda esposa (María Eva Duarte, “Evita”) en julio de 1952, Perón tomó rasgos cada vez más dominantes y autoritarios, acompañados por el celo enfervorizado de la clase trabajadora y, paralelamente, el creciente odio de un nuevo actor nacional: el antiperonismo. «El ejercicio crecientemente absolutista del poder por parte de Perón fue afectando con el tiempo y sin remedio sus relaciones con la Iglesia. Esto se hizo visible en el desplazamiento progresivo de la Iglesia de los ámbitos tradicionales de su acción pastoral, entre las mujeres, los niños, la juventud. Perón sumó a ello su propio comportamiento personal que, en forma desafiante a los usos y costumbres de un jefe de Estado, lo exhibía en los jardines de su residencia y en las calles céntricas de Buenos Aires rodeado por la alegre comitiva de las adolescentes de la Unión de Estudiantes Secundarios. La afrenta mayor fue el intento de convertir al justicialismo ya no sólo en la doctrina oficial del Estado sino a la vez en la expresión del verdadero cristianismo. Desde las esferas oficiales comenzó a delinearse el mensaje de un "cristianismo peronista", independizado de la tradición católica y con frecuencia incluso en contra de ella» Ibid. 69. De este modo, el enfrentamiento con la Iglesia dividió los apoyos de Perón entre las Fuerzas Armadas, y puso en marcha la conspiración militar que lo derrocará en 1955.
[6] Alain Rouquie y Suffern, Stephen Los Militares en la política latino-americana desde 1930 en Leslie Berthell Historia de la América Latina (Barcelona: Crítica, 1997, tomo XII), 281-331. Frente a la debilidad que mostraban los gobiernos civiles democráticos, la historia argentina del siglo XX muestra la presencia de la corporación militar en las instituciones republicanas, erigiéndose a la manera de un verdadero partido político. Su ideario no era homogéneo –particularmente en torno a la cuestión sobre la actitud a adoptar con el peronismo o a la incorporación o no dentro del régimen republicano– pero, bajo proyectos integrales, buscaban ordenar la realidad social del país suspendiendo en forma momentánea toda garantía constitucional. Los dos más acabados ejemplos fueron los del “Onganiato” (1966–1970, continuándose hasta 1973) y los del “Proceso de Reorganización Nacional” (1976–1983).
[7] Proclama del Tte. Gral. Uriburu en La Prensa del 6 de septiembre de 1930.
[8] Discurso del Gral. Bignone en La Voz del Interior del l2 de julio de 1983.
[9] «La contestación para nosotros es bien clara: ¡no quieren la pacificación que les hemos ofrecido! (…) Por eso yo contesto a esta presencia popular con las mismas palabras del 45: ¡a la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor! Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya establecemos como una conducta permanente para nuestro Movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o la Constitución, ¡puede ser muerto por cualquier argentino! Esta conducta, que ha de seguir todo peronista, no solamente va dirigida contra los que ejecuten, sino también contra quienes conspiren o inciten. (…) ¡La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta! ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de ellos!» Discurso de Perón del 31 de agosto de 1955, días antes de la denominada “Revolución Libertadora”, citado por Lucas Lanusse, Sembrando vientos. Argentina: del primer peronismo a la masacre de Ezeiza (Buenos Aires: Javier Vergara Editor, 2009), 58.
[10] Sancionado por decreto del presidente Frondizi en noviembre de 1958, el Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado) establecía la licitud de restringir los derechos y garantías constitucionales, habilitando recurrir a las Fuerzas Armadas para allanamientos, represión y detención de manifestantes. En su marco, se clausuraron locales partidarios, se intervinieron sindicatos y se encarcelaron miles de personas, hasta su derogación en agosto de 1961 y su reemplazo por la ley 15293 de Represión de las Actividades Terroristas. El Plan fue utilizado, no solo para los atentados y el sabotaje llevados a cabo por miembros de la “Resistencia peronista” (ante la proscripción del movimiento de la vida institucional argentina) u de otros incipientes grupos de izquierda o de derecha, sino también para huelgas, movilizaciones obreras y protestas de movimientos estudiantiles. Cf. Félix Luna. La Argentina, de Perón a Lanusse (Buenos Aires: Planeta, 2000).
[11] Se trata de los fusilamientos llevados a cabo en 1955 en la localidad bonaerense de José León Suarez. La represión estuvo motivada en el levantamiento encabezado por el Gral. Juan José Valle (junto con militares marcadamente peronistas, civiles y dirigentes sindicales) que buscaban derrocar al gobierno de facto iniciado a partir de la caída de Perón (“Revolución Libertadora”) en 1955 y encabezado por el Gral. Pedro Eugenio Aramburu. Cf. Rodolfo Walsh. Operación Masacre (Buenos Aires: Libros del Asteroide, 20183).
[12] Bajo la acusación de “infiltración marxista”, el gobierno del Gral. Juan Carlos Onganía (1966–1970) dispuso la intervención de una de las instituciones que gozaba de mayor prestigio y excelencia en la sociedad argentina: la Universidad de Buenos Aires. A través del decreto ley n°16912, del 29 de julio de 1966, se suprimía la autonomía universitaria, condición sine quae non para la producción científica y la libertad de pensamiento más allá de los avatares políticos, poniendo a todas las casas de estudio universitario bajo la órbita y el control del Ministerio de Educación hasta la sanción de una nueva ley. El epicentro del conflicto se desarrolló en la Facultad de Ciencias Exactas donde el decano de la Facultad, junto con un grupo de docentes y alumnos, tomaron el edificio con el propósito de resistir la intervención. Alrededor de las 23 horas de ese mismo 29 de julio, el jefe de la Policía Federal, general Mario Fonseca, al frente de un centenar de agentes de la guardia de infantería, luego de exigir infructuosamente su desalojo, ordenó entrar al grito de “sáquenlos a tiros, si es necesario. Hay que limpiar esta cueva de marxistas”. Los uniformados destrozaron la puerta y lanzaron gases lacrimógenos en el interior del edificio; seguidamente, se dedicaron a insultar y golpear con bastones y culatas de rifles a las aproximadamente doscientas personas, para luego trasladarlas a las diferentes comisarías de la zona. Al día siguiente, Onganía clausuró todas las Universidades nacionales por las siguientes tres semanas. Quizás, lo más impactante es que desde aquel entonces, la Universidad estatal no recuperaría nunca aquel prestigio forjado durante décadas y los jóvenes universitarios buscarían ámbitos alternativos para su participación social, encontrándose junto con los obreros en el sector de oposición más radical al gobierno imperante. Cf. Guillermo O’Donnell. 1966-1973. El estado burocrático autoritario. Triunfos, derrotas y crisis (Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1982).
[13] En el año 1969, bajo el gobierno de Onganía, «los días 29 y 30 de mayo obreros y estudiantes ocuparon el centro de la ciudad [Córdoba] desafiando a la autoridad del gobernador Caballero. Los trabajadores abandonaron las plantas industriales y desde los cuatro puntos de la ciudad comenzaron a marchar hacia el centro para participar en un acto previsto frente a la CGT. A las columnas obreras se sumaron estudiantes y gente del lugar. Desbordada por una multitud enardecida y por la acción de francotiradores, la policía se retiró. La ciudad quedó en manos de la gente y se produjeron numerosos actos de destrucción, en particular contra propiedades de firmas extranjeras, aunque no se produjeron actos de saqueo o pillaje. La rebelión cedió más tarde, con la ocupación de la ciudad por tropas del Ejército» Liliana De Riz. La política en suspenso: 1966-1976 (Buenos Aires: Paidós, 2000), 71.
[14] Para la “teoría de la dependencia” el subdesarrollo tiene su causa en la subordinación –económica, pero que luego se extiende a nivel político y cultural– impuesta por las naciones más desarrolladas. Las naciones pobres proveen a las ricas materias primas y mano de obra barata, originando una dependencia absoluta de la cual no pueden librarse. El “foquismo” es una teoría revolucionaria desarrollada principalmente por Regis Debray que propone la existencia de pequeños focos insurreccionales para provocar el levantamiento de las masas sometidas y el derrocamiento del régimen imperante.
[15] Cabe señalar que esta Doctrina para el enfrentamiento ideológico y militar contra perspectivas marxistas o de izquierda política, nunca estuvo escrita y tenía –por así decirlo– dos fuentes: la Doctrina de la Seguridad Hemisférica, de origen norteamericano y aplicada en la Escuela de las Américas particularmente luego del triunfo de la Revolución Cubana (1959), y la Doctrina de la Contrainsurgencia, originada en Francia luego de la Primera guerra de Indochina (1945) y, particularmente, posterior a la guerra de Argelia (1954). Cf. Juan Pablo Angelone, Doctrina de la seguridad nacional y terrorismo de Estado: apuntes y definiciones en línea https://web.archive.org/web/20100111103559/http://infoderechos.org/es/node/178 acceso el 24 de octubre de 2022
[16] El conflicto entre “azules” (legalistas) y “colorados” (golpistas) fue un conflicto interno a las FFAA de principios de la década del 60. Los primeros, aun siendo antiperonistas, veían al justicialismo como un freno ante el comunismo y, por tanto, siendo respetuosos de la Constitución, proponían integrarlos gradualmente a la escena política y lograr la normalización institucional. Los golpistas, por el contrario, veían al peronismo como la puerta de entrada al comunismo y, por tanto, su objetivo era erradicarlo de la vida política.
[17] Eslogan y práctica utilizada por la Juventud Peronista, consistente en acciones insurreccionales de resistencia a la autoridad, debidas a la proscripción del movimiento y con el objeto de lograr el retorno del exilio de su líder.
[18] Por ejemplo, una organización originariamente fascista–nacionalista, hispanista e integrista católica como Tacuara (surgida en 1959) fervientemente antiliberal, anticomunista y antisemita, podía –al cabo de poco tiempo– encontrar a sus miembros en veredas enfrentadas: algunos militando en la derecha antiperonista (como su fundador, Alberto Ezcurra Medrano), otros en una derecha de corte síndico - peronista (Dardo Cabo), otros en un peronismo de izquierda (José Luis Nell) y finalmente, otros en una izquierda no peronista (José “Joe” Baxter). Cf. Daniel Lvovich. El Nacionalismo de Derecha. Desde sus orígenes a Tacuara (Buenos Aires: Capital Intelectual, 2006).
[19] La así llamada “Década infame” (1930–1943) estuvo caracterizada por una corrupción generalizada (particularmente en los negociados con compañías inglesas), represión de opositores políticos (obreros anarquistas, comunistas y radicales que respondían al ex Presidente Hipólito Yrigoyen), la disolución del Congreso, el estado de sitio y la intervención de las provincias, la censura a los medios de comunicación y la intervención universitaria. Por su parte la “Triple A” (“Alianza Anticomunista Argentina”), interviniente en la política argentina desde 1973 hasta 1975, era una organización terrorista de ultraderecha organizada para perseguir y exterminar personas consideradas marxistas, ya sea dentro del peronismo como fuera de él, que contaba con la complacencia y el apoyo económico del Ministerio de Bienestar Social encabezado por José López Rega durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón (1974–1976).
[20] Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Argentina. Declaración Queremos ser Nación del 10 de agosto de 2001. Si bien iniciamos el presente apartado desde este documento, ello no implica que la Iglesia argentina no haya acompañado el sentir del pueblo argentino ante la violencia padecida. No es este el lugar para exponer dicho acompañamiento, pero, algo de esto, puede constatarse en los múltiples documentos elaborados por la Conferencia Episcopal Argentina en cada tiempo difícil para el país; por ejemplo, cf. CEA. Documentos del Episcopado Argentino 1965–1981. Colección completa del Magisterio postconciliar de la Conferencia Episcopal Argentina (Buenos Aires: Claretiana, 1982). «De entre tantas declaraciones y publicaciones, ofrecemos algunos ejemplos: "Someter a una persona a la tortura para arrancarle informaciones o confesiones ... siempre es ilícito" (Declaración de la CEA, 16/3/72). "No será vano reiterar que para todo cristiano, no excluidos quienes ejercen autoridad, aún a costa de la eficacia inmediata, hoy como siempre y en toda circunstancia conserva su valor ético: el fin no justifica los medios" (Carta colectiva CEA, Reflexión cristiana para el pueblo de la Patria, 7/5/1977). Unos años más tarde, el documento Iglesia y Comunidad Nacional (1981), condenó de varias maneras todo tipo de violencia. En síntesis: la lucha armada nunca es un camino legítimo para la búsqueda de logros sociales, por más buenos que parezcan. Por eso es reprobable la violencia ejercida por la guerrilla, que aún operando durante el gobierno democrático, atentó contra la vida de personas e instituciones. Pero menos aún puede legitimarse la violencia ejercida por el Estado, fuera de la ley, ni por grupos paramilitares. Es el Estado el responsable de tutelar los derechos de todos (cf ICN 33. 97. 133). Y en esa ocasión dijeron los obispos: "Porque se hace urgente la reconciliación argentina, queremos afirmar que ella se edifica sólo sobre la verdad, la justicia y la libertad, impregnadas en la misericordia y en el amor" (ICN 34)» Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina. Carta al pueblo de Dios La fe en Jesucristo nos mueve a la verdad, 9 de noviembre de 2012
[21] Asamblea Plenaria Extraordinaria de la Conferencia Episcopal Argentina. Declaración La Nación que queremos del 28 de septiembre de 2002.
[22] Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Argentina. Declaración Recrear la voluntad de ser Nación, 14 de marzo de 2003. Para quien deseara profundizar el estudio, se sugiere la lectura de Víctor M. Fernández y Carlos M. Galli eds., La Nación que queremos. Propuestas para la reconstrucción (Buenos Aires: San Pablo, 2004), publicación que contiene trabajos de distintos especialistas (G. Nápole, C. Galli, V. Fernández, P. Sudar, V. Azcuy, O. Groppa, A. Zecca, C. Giaquinta y J. C. Scannone) ofrecidos en un curso de extensión realizado en el 2003 en nuestra Facultad de Teología. Como dice la contratapa del mencionado libro «estos ensayos, orgánicamente articulados, junto con el nivel y la variedad de sus autores y enfoques, son un modesto aporte a los cristianos y a los argentinos de buena voluntad que aman nuestra Patria y desean pensar con otros la Nación que queremos, para reconstruir una casa de hermanos en la que todos podamos vivir con dignidad, justicia y paz».
[23] Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina. Declaración Necesitamos ser Nación del 15 de mayo de 2004.
[24] Entendemos por “populismo” a toda acción política que se dirige –preferentemente, aunque no de manera exclusiva– a un determinado sector ciudadano (las clases populares) solo en razón de los réditos políticos que esta acción puede acarrearle.
[25] Entrevista a José “Pepe” Mujica en línea https://www.youtube.com/watch?v=vijrimnoLXk acceso el 24 de octubre de 2022.
[26] Cf. Luis A. Romero, «Memoria e historia del pasado que nos duele», Criterio 2439 (2017) 10-14; J. Fernández, «Los golpes de la memoria», Criterio 2172 (1996) 132-133.
[27] Entre las miradas de historiadores y sociólogos católicos cf. Carmelo Giaquinta «Reavivar la esperanza cristiana. A 20 años del Concilio», Criterio 1957/58 (1985) 693-713; Jorge A. Soneira «La Iglesia argentina a veinte años del Concilio», I CIAS 349 (1985) 693-713; II, CIAS 350 (1986) 40-61; Antonio Donini, Religión y sociedad (Buenos Aires: Docencia, 1985), 65-86; Jorge A. Soneira y Juan Lumerman, Iglesia y Nación. Aportes para un estudio de la historia contemporánea de la Iglesia en la Comunidad Nacional (Buenos Aires: Guadalupe, 1986), 59-74; Lucía Gálvez de Tiscornia, «La Iglesia en la Argentina», Todo es Historia 238 (1987) 8-43; Beatriz Balián de Tagtachián, «Église d’Argentine», Études 372 (1990) 389-398.
[28] Cf. «Post-truth politics: art of the lie» The Economist, 20 de septiembre de 2016; en línea en https://www.economist.com/leaders/2016/09/10/art-of-the-lie acceso el 27/10/2022.
[29] Ernst Renan, ¿Qué es una Nación? Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882; las cursivas son nuestras
[30] Entrevista a José “Pepe” Mujica, op. cit.
[31] Palabras de J. D. Perón al asumir la presidencia el Gral. Juan Carlos Onganía en 1966, expresando que hasta que las condiciones no estén dadas es mejor esperar el tiempo oportuno para actuar.
[32] Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina. Carta al pueblo de Dios La fe en Jesucristo nos mueve a la verdad, op. cit.
[33] Ibid
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